El Moto

Capítulo II

¡Ay de quien le hubiese sorprendido en aquellas ocupaciones! se habría llevado un redoble de pescozadas, así hubiese sido el mismísimo Presidente de la República o su más íntimo amigo don Sebastián Solano.

Esparrancado en un cuero, con el espinazo en arco como el de un gato sentado, las antiparras -de vidrios azules montados en armadura de madera negra- encajadas sobre el lomo de las narices, se hallaba don Soledad, contando las ganancias del año y con los ojuelos verdes y hundidos refijos en los montoncitos de reales, escudos y medios.

El vetusto lugareño, vestido con una camisa blanca en otros días y ahora tirando a semejar de zaraza por las manchas, y con los pies metidos en zapatones de capellada abierta, hablaba entrecortado y valiéndose de los dedos para llevar el cálculo:

-Un rial, dos riales, tres… diez riales, vengan p´acá. Un escudo… dos… cinco: a ver un escud… dos… cinco… y diez: éstos caminen p´allá -y poniéndose en pie agregaba un grupito a la hilera que se extendía en una larga mesa.

Así pasó todo el santo día, sin asomos de probar bocado, echa y más echa con fruición, las monedas en mochilas de cáñamo teñido y con las orejas sin repliegues atentas al menor ruido. Y cuando la tarde se vino encima, el gamonal, apeándose las antiparras y restregándose los ojos, -así que hubo asegurado las cerrajas que custodiaban las riquezas en una alacena- y después de un prolongado bostezo, salió por los amplios corredores a respirar el aire, que en bocanadas se dejaba venir fresquito y cosquilloso de los potreros. Con aire patriarcal y rezando una oración de gracias a Dios, se dio una vuelta por la casa: echó primero una mirada a las trojes, de allí al trapiche y se informó si los yugos y aperos de labranza se encontraban en su lugar; anduvo por el corral, pasó cerca de los chiqueros; tendió su vista por los campos y notó que los ganados, pasado el ramoneo del día, íbanse llegando a buscar el calorcito de la casa; miró a los vecinos del barrio que allá, en el bajo, cogían el agua del Tiribí y en cambio a la del Damas ni caso le hacían, porque según las creencias vulgares era salada.

A poco, con semblante algo mohíno y ya de regreso, desató la hamaca, que hecha un nudo colgaba de un extremo a otro de la sala y tendiéndose a la bartola, acomodó su rancia humanidad en la red de cáñamo.

De pronto alzando la cabeza dijo: -Miquela, el tibio y la rellena.

A la orden estuvo doña Micaelita, su esposa, de cuerpo echado delante y enaguas a media pierna, con una batidora de chocolate y una tortilla de queso. Temblando se acercó a su marido: ¡si bien sabía la pobre los berrinches que en tales ocasiones se gastaba Soledá!

Apenas el chicharrón desde un árbol cercano hubo anunciado las seis de la tarde e impuesto silencio al infierno de chicharras, que se habían llevado todo el día reventando los oídos con su fastidioso arruuuu, arruuuun, don Soledad rebulléndose en su hamaca, dijo con acento perentorio:

-Al rosario, muchachos.

Bien pronto, se agruparon los gañanes, mansos como bueyes, y en voz alta rezaron el rosario que don Soledad seguía.

Sin chistar palabra y pendientes de las miradas del gamonal, uno a uno fuéronse retirando a su tabuco, entre los muchos que había hacia el costado derecho de la casona.

Cada peón desarrolló su cuero, puso por almohada un palo de balsa envuelto en trapos y abrigándose en su chamarro se tendió a dormir con la más perfecta tranquilidad.

Don Soledad, a su vez, echado en su rústico camastro, pasó un rato en vela, pensando en sus negocios.

¡Hombre aquél, para quien la exigencia y el orden marchaban aunados! ¡Férrea mano que sujetaba muchas cervices! Varón virtuoso -que lo mismo se iba caballero sobre una mula de esta finca a la otra- como ocupaba el puesto de Alcalde o de Cuartelero cuando se ofrecía! Igual cosa era para él -irse con un par de alforjas al pico de la albarda y otro en la grupa de su cabalgadura, llegar a los sitios y con sus manos agrietadas esparcir en las piedras la sal y gritar: tom, tom, tom, llamando a los animales -como ponerse de rodillas, quitarse el sombrero y rezar al compás de los golpes de pecho, tres veces el ¡Ave María! -sin atender a horas ni a lugares- en el momento de Alzar en el sacrificio de la misa.

¡Y tal hombre era ni más ni menos que el padre de Cundila Guillén!

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