Por el Bajo de La Hondura

Por el Bajo de La Hondura

Por el Bajo de La Hondura

Luko Hilje

Alcanzar el litoral Caribe para establecer un puerto bueno y firme ahí, fue durante mucho tiempo una gran aspiración nacional, cuyo máximo impulsor fue el presidente Braulio Carrillo Colina. Para la época en que el general hondureño Francisco Morazán lo depuso, se habían construido casi 63 kilómetros del camino que uniría Matina con Cartago -según datos de la historiadora Clotilde Obregón-, en parte aprovechando una vereda de montaña existente desde la época colonial, que se prolongaba desde Cartago hasta Turrialba. Sin embargo, su derrocamiento malogró el sueño que empezaba a concretarse.

El proyecto sería retomado un decenio después, entre 1852-1854, durante la administración de Juan Rafael Mora Porras, gracias a un contrato suscrito con la Sociedad Berlinesa de Colonización Agrícola. Encabezada por el ingeniero Alexander von Bülow, quien incluso se afincó en Angostura, Turrialba, como punto de partida para construir el camino hacia el mar, tan importante iniciativa fracasó de nuevo por el muy alto costo de la obra, obstaculizada por la abrupta topografía, las densas y lluviosas selvas, los caudalosos ríos y las enfermedades endémicas de la vertiente del Caribe. Pero las necesidades de un puerto y su respectivo camino subsistían.

Eso sí, para construir una ruta menos tortuosa había que superar la Cordillera Volcánica Central, que alcanza elevaciones tan marcadas como las del cerro Guararí (2559 metros) y los volcanes Barva (2800 metros) e Irazú (3432 metros).

Al respecto, conviene acotar que en una valiosa recopilación histórica que efectuara el médico y naturalista alemán Alexander von Frantzius, intitulada «La ribera derecha del río San Juan; una parte casi completamente desconocida de Costa Rica«, puntualiza que «durante dos siglos el pequeño pueblo de Costa Rica vivió encerrado entre la cordillera volcánica y las montañas de Candelaria situadas al sur, sin tener idea de tan hermosas comarcas como las que se encontraban del otro lado de aquella cordillera volcánica«. Es decir, las hermosas y feraces llanuras de Upala, San Carlos, Sarapiquí y Santa Clara (Guápiles, Guácimo, Jiménez, etc.), representaban un mundo desconocido, ajeno y quizás hasta hostil para los pobladores de la altiplanicie del Valle Central.

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Detrás de la Cordillera

En realidad, la Cordillera Volcánica Central constituía un gigantesco valladar natural, con excepción de los pasos de El Desengaño, entre los volcanes Poás y Barva, y el de La Palma, entre el Barva y el Irazú. No obstante, el primero tiene altitudes importantes, que en el caserío de Concordia alcanza 1780 metros, respectivamente, lo que podría explicar que los intentos iniciales de alcanzar el Caribe -mucho antes de los anhelos de Carrillo-, se efectuaran por la más profunda y amplia garganta de La Palma, donde la altitud ronda los 1200 metros.

De hecho, aunque sin aportar más detalles, von Frantzius cita que dos religiosos, Encarnación Fernández y un franciscano de apellido Cortos (¿Coto?), fueron los primeros en incursionar por La Palma, y que tiempo después lo hicieron dos campesinos de apellidos Quirós y Salazar por El Desengaño. Enterado de estas tentativas, en 1819 -dos años antes de nuestra Independencia- el josefino Eusebio Rodríguez Castro, arquitecto empírico, ganadero, minero y político -abuelo del futuro presidente José Joaquín Rodríguez Zeledón- envió una comitiva por La Palma, cuyos miembros lograron llegar al río San José. El relato de ellos alentó a Rodríguez a establecer una hacienda ganadera en ese punto, de modo que fue el primer colonizador blanco de dicha zona.

Cabe señalar que la esposa de Rodríguez era hermana de Juan Mora Fernández, nuestro primer Jefe de Estado, cuyo hermano Joaquín era comerciante y exportador de zarzaparrilla, producto de gran demanda internacional. Ávido de hallar una ruta más expedita para sus negocios, éste se propuso explorar la zona norte del país, lo que eventualmente lo llevaría a descubrir la conexión del río Sarapiquí con el San Juan, en agosto de 1821.

A la cabeza de seis hombres, algunos de los cuales habían participado en la expedición de Rodríguez, en su travesía debieron vadear nada menos que 12 ríos, e incluso dos veces el río Blanco, pues en su curso hace un meandro con forma de arco. Es oportuno destacar que von Frantzius acota que antes de dicho río «encuéntrase un pedazo de camino empedrado en un bajo llamado La Palma«, denominación que por entonces no se utilizaba para el paso antes citado; aunque él no alude a eso, es de suponer que se trataba de una calzada indígena.

Según von Frantzius, los conflictos políticos posteriores a la proclamación de nuestra Independencia postergaron el interés por hallar una ruta hacia el Caribe, y no fue sino en setiembre de 1825 que el gobierno de Juan Mora Fernández emitió un decreto alentando a los ciudadanos a buscar tan ansiada ruta, a la vez que ofrecía una cuantiosa recompensa a quien lo lograra. En respuesta a tan tentadora oferta, en 1826 el alajuelense Miguel Alfaro y otros amigos acometieron una exploración a través del paso de El Desengaño, la cual debió interrumpirse al acabarse sus provisiones; no obstante, reanudarían su viaje en abril de 1827, al punto de que pudieron navegar por los ríos Sarapiquí y San Juan, hasta alcanzar San Juan del Norte.

Con este crucial hallazgo quedaba demostrada la existencia de una ruta mixta, de carácter terrestre y fluvial, hasta el Caribe. Sin embargo, languideció la posibilidad de construir un camino para carretas, que favorecería sobre todo a los comerciantes de Alajuela. Ello obedeció no solo a la falta de fondos para hacerlo, sino que también a rivalidades interprovinciales, pues los de San José ya tenían consolidada su ruta y conexiones comerciales a través de Puntarenas, en tanto que los de Cartago insistían en la apertura de la ruta hacia Matina.

Posteriormente hubo intentos de construir el ansiado camino, e incluso se creó la Junta Itineraria del Norte, pero hubo dificultades de diferente naturaleza que conspiraron contra la obra. Al fin de cuentas, para 1853 se contaba con un camino para carretas apenas hasta la Cuesta del Congo -entre Cariblanco y San Miguel-, el cual continuaba por una trocha de montaña hasta Muelle de Sarapiquí, apta solo para el trasiego de mercaderías en mulas. Ni siquiera había puentes, por lo que era necesario vadear los ríos que, aunque no eran muy anchos, tenían cauces encajonados, lo que les confería caudales peligrosos, por voluminosos y rápidos; es decir, típicos ríos de montaña.

A pesar del desánimo, las tentativas para buscar la manera de alcanzar la costa del Caribe con menos obstáculos, no habían cesado. Por ejemplo, ya en 1833 el barveño Pío Murillo había incursionado en las llanuras de Santa Clara, bajando por las estribaciones del volcán Barva hacia el este, y Luz Blanco había hecho lo propio en 1847, atravesando el Paso de La Palma. Blanco retornó dos años después y hasta trató de establecer una hacienda ganadera, lo cual topó con varias dificultades y, cuando se propuso desarrollar un amplio proyecto de colonización en dichas llanuras junto con otras personas, sobrevino la Guerra Patria contra los filibusteros encabezados por William Walker, lo que abortó sus planes.

 
Hacia el Paso de La Palma

He abundado en estos detalles, para así contextualizar por qué fue justamente el Paso de La Palma el punto elegido para acometer la ambiciosa obra de alcanzar el Caribe mediante una ruta híbrida, gracias a una carretera en su primer tramo y después a un ferrocarril hasta la costa. Y el interés mío por investigar al respecto proviene de una reciente gira, organizada por el amigo Oscar E. Romero, como parte de las actividades que despliega desde su portal electrónico GeoTrivia, en el que con frecuencia nos invita a desentrañar las pequeñas o grandes maravillas escondidas en los poblados y montañas de nuestro amado terruño.

Recorrer ese sábado de marzo los hermosísimos parajes que desde el pintoresco San Jerónimo de Moravia conducen a la espesura boscosa del Bajo de La Hondura, con los impecables perfiles de los cerros Zurquí y Hondura mostrándose hacia el norte, me hizo revivir con nostalgia mis días de estudiante universitario.

De hecho, nomás iniciando mi carrera de biólogo, en 1972, una de las primeras giras del curso Historia Natural de Costa Rica, impartido por Sergio Salas, consistió en recorrer parte de esa zona en un solo día; guardo en mis archivos las anotaciones y dibujos de esa y otras giras, que tanto nos ayudaran a comprender la geomorfología, la hidrografía, la flora y la fauna del país. Retornaría ahí en 1975, esa vez como parte del curso de Herpetología, a cargo de Douglas Robinson y, tras recolectar anfibios y reptiles por la noche entre grandes barreales, recuerdo que el grupo pernoctó en una casa destartalada e invadida por la vegetación. Por último, regresé en compañía del colega Rodolfo Camacho, para documentar con mi cámara fotográfica los primeros derrumbes -hoy crónicos-, cuando los tractores de la empresa BEL (Baltodano, Echandi y Lara) empezaban a penetrar en la montaña para construir hacia Guápiles la actual ruta 32.

Cabe acotar que, históricamente, ese fue un significativo sitio de recolección para los biólogos. Por ejemplo, al referirse a los lugares donde buscaba aves José Cástulo Zeledón -nuestro primer naturalista-, su colega Anastasio Alfaro señalaba que el volcán Irazú y el Alto de La Palma eran “localidades ambas predilectas para naturalistas, porque en ellas han encontrado siempre gran cantidad de especies nuevas, como si fuesen minas inagotables de investigación científica”.

Aunque no conozco ningún estudio biogeográfico detallado sobre dicho lugar, es de suponer que, por ser una depresión tan profunda en la cordillera, ha facilitado la migración de la flora y la fauna entre la vertiente del Caribe y el Valle Central, en ambos sentidos. A esto contribuyen los cauces de los numerosos ríos que nacen en las estribaciones del Irazú y el Barva, los cuales actúan como pasadizos o corredores para el desplazamiento de especies animales, sobre todo.

Pero, también, la citada gira me estimuló a organizar mejor, para compartirlos con los lectores, varios materiales que he ido hallando en mis investigaciones historiográficas de los últimos años, y que ahora cobran mayor sentido en mi mente, al hilvanarlos con cierta visión de conjunto. Es decir, lo que recojo aquí es una especie de popurrí y no un texto acabado, y menos aún exhaustivo, acerca de la llamada carretera a Carrillo. Cabe acotar que algunas personas han usado la denominación de camino de Carrillo, lo que ha inducido a confusión, pues da la impresión de que fue Braulio Carrillo quien lo construyó; como indiqué al principio, la fallida ruta que él trató de construir partía de Cartago y culminaría en Matina.

En mis búsquedas, algo aleatorias, el único artículo específico que hallé al respecto se intitula «La carretera a Carrillo«, escrito en 1923 por el naturalista y educador José Fidel Tristán Fernández y recopilado en su libro «Baratijas de antaño«. Es un texto cargado de tristeza, pues rememora cómo su padre, que tuvo bajo su responsabilidad gran parte de la construcción de la obra, quedó en bancarrota debido a ésta. Acota que «hasta sus propiedades particulares tuvieron que servir para liquidar una mala situación en la cual pudo haber malos cálculos, pero también mucha perfidia y mala fe de parte de muy encumbrados personajes quienes hoy duermen el sueño eterno«, vale decir «de ciertos hombres que pasan a la posteridad como muy dignos y honrados«. Es decir, los ya indisolubles vínculos entre la apertura de caminos y la corrupción, como una constante histórica dolorosamente vigente hasta hoy.

Pero su artículo aporta vívidas imágenes de la ruta, al narrar que «esta carretera comunicaba la ciudad de San José con Carrillo, lugar en donde terminaba la línea férrea que salía del puerto de Limón. Todas las mercaderías eran transportadas en carretas, de tal modo que diariamente podían verse largas filas ya en un sentido ya en otro, y a lo largo del camino todo era animación y bullicio. Los pasajeros se transportaban en diligencias tiradas por mulas«. Por cierto, por ahí había entrado al país un día de enero de 1886 el naturalista suizo Paul Biolley, que sería su mentor, y con quien retornaría a esos parajes varias veces. Asimismo, esa fue la ruta de entrada de sus paisanos Henri Pittier, a fines de 1888, y de Adolph Tonduz, Juan Rudín y Gustavo Michaud en 1889, de los cuales los dos primeros regresarían posteriormente, como parte de sus exploraciones botánicas.

Asimismo, Tristán rememora que en Barrio Amón, «hay un establecimiento de comercio que se llama Pulpería El Limón. Este nombre data desde el tiempo de la carretera y por ese lugar pasaban las carretas y llevaban las mercaderías a la aduana, situada en un gran edificio que estaba en la hoy plaza Juan Mora Fernández, frente al Teatro Nacional«; es muy posible que se trate del mismo punto donde está hoy el añoso el Bar Limón. Además, cuenta que en un viaje que hizo a La Palma de joven con la familia de su tío, el célebre educador Mauro Fernández Acuña, vio «en Ipís y cerca del puente, una taquilla de forma cilíndrica con un techo cónico. Sobre la puerta una enorme muñeca de madera con un rótulo en la mano que decía Vía a Limón«; las taquillas eran más o menos equivalentes a cantinas.

Estas dos menciones dan una idea del trazado de la ruta, aunque él aclara que «del camino no tengo ningún otro recuerdo. En la diligencia nos llevaron hasta el alto de La Palma, en donde había algunos hoteles y fondas. Nos detuvimos en el hotel de Anita Rodó. En ese lugar vivía también un americano llamado Mr. Morrell. Desde hace muchos años, el alto de La Palma se llama Alto de Moris, nombre que, sin duda, se originó en el de aquel negociante que, en los buenos tiempos de la carretera a Carrillo, estuvo traficando en el lugar«. Aunque de adulto Tristán retornó a esa zona, y lo explicita al indicar que «muchos años después conocí toda la carretera, hasta Carrillo» y -como indiqué antes-, retornó al Paso de La Palma y al Bajo de La Hondura para recolectar insectos con Biolley, según lo relata en otros pasajes de su libro, llama la atención que no se refiriera con mayor entusiasmo a tan significativa zona. De veras que pesó mucho la amargura por el sufrimiento de su padre, como para que un intelectual de tan solvente pluma y profundo amor por la naturaleza no nos legara un texto más enjundioso.

El sueco Bovallius recorrió esos parajes

Eso sí, por fortuna, un viajero nos regalaría después una hermosa estampa de la ruta hasta Carrillo. Ese fue el arqueólogo sueco Carl Bovallius, quien visitó nuestro país en 1882. En una ocasión emprendió un recorrido por el Caribe, y se hizo acompañar por tres alemanes hasta Siquirres, el botánico Anton Huebsch -que venía con él-, más dos residentes en Costa Rica: el comerciante Guillermo Steinvorth y Julián Carmiol, el naturalista que más había explorado el Caribe, para entonces con 75 años de edad, pero infatigable. Después Bovallius se enrumbaría hacia la cordillera de Talamanca, donde anduvo con el obispo alemán Bernardo Augusto Thiel, quien realizaba labores de evangelización por aquellas comarcas indígenas.

A riesgo de cansar a los lectores con este artículo mío, de por sí extenso, creo necesario transcribir el texto completo de Bovallius, no solo por su valor testimonial, sino que también por su riqueza lírica. Dice así, tras partir su comitiva desde la capital:

«Salimos temprano en la mañana; nuestra meta era el Río Sucio y de allí la línea del ferrocarril, de unos 50 kilómetros de largo, hasta Puerto Limón, el único puerto de Costa Rica en el Atlántico.

Al comienzo el camino va hacia el Noreste y finalmente al Norte de San José sobre la planicie, incluso de este lado densamente poblada, a través de pequeños pueblos con grandes iglesias, sobre arroyos pequeños pobres en agua, a través de profundas hondonadas. El punto más alto del camino fue según mi barómetro un poco más alto de 1.800 metros.

Pronto comenzamos a bajar hacia la calzada ancha recién construida: tenía durante largos trechos una fuerte pendiente y pasaba a través de una tierra casi enteramente sin cultivos, una tierra que parecía ofrecer muy pocos y limitados lugares para la agricultura, tan a pico se levantaban a ambos lados las montañas del estrecho valle. También parecía curioso que se hubiese escogido construir un ferrocarril a través de esta abrupta garganta, ya que efectivamente se encuentra un poco más lejos un camino mucho más fácil, por Angostura. Pero el ferrocarril no ha sido construido aún aquí y todavía pueden pasar algunos años antes que el Estado, con sus créditos en mal estado por el momento, pueda tener los medios para su construcción.

Al fondo del valle en esta profunda grieta corre el Río Hondura, el que seguimos durante un par de horas, después de haber descansado en la hacienda del mismo nombre. No recuerdo haber visto nada parecido a la naturaleza del valle del Hondura, si no es en ciertas partes de la Rossdalen en Noruega.

Durante todo este viaje se tiene una bella colección de vistas majestuosas, a veces sin tomar en cuenta su vegetación rica más allá de toda descripción, casi melancólicas debido a las formas sumamente parecidas de las montañas y a sus profundas sombras.

Bajo nosotros susurraba el río, a veces a través de inmensas arcadas entre los farallones, a veces a través de los matorrales verdinegros del bosque, con troncos de árboles tan llenos de nudos y tan contorsionados como si fueran viejos y solitarios pinos enanos.

Detrás de nosotros y encima de nuestras cabezas, hasta cerca de cien metros más arriba de nosotros serpenteaba el camino, que justamente habíamos recorrido, como una cinta blanca. Cuelga al lado de los escarpados paredones de la montaña, en curvas como serpientes y podíamos oír los gritos de los conductores de mulas y de carretones, tanto arriba como abajo de nosotros, a pesar de que teníamos varios k ilómetros de distancia, a lo largo del camino, entre ellos y nosotros.

La última vuelta del Hondura lleva el nombre de Río Blanco: desemboca en el Río Sucio. La última parte del camino la cabalgamos a lo largo de este último río, que en toda justicia merece su nombre de Sucio; sus aguas amarillas, mezcladas de lodo, resaltan en contraste con las aguas cristalinas del Río Blanco.

El camino de San José al Río Sucio es a la vez sumamente caro de construir y difícil de mantener: una gran fuerza de trabajadores está casi continuamente ocupada en reparaciones y después de las fuertes lluvias es peligroso de pasar. A la estación del Río Sucio llegamos con buen tiempo para almorzar y asegurarnos un hospedaje para la noche. Hay allí tres pequeños hoteles y unas 40 a 50 casas de madera construidas con más menos cuidado y chozas de hojas de palmera. El lugar tiene la única importancia de ser la estación final del ferrocarril«.

Nótese que, sin mencionar su nombre, Bovallius y compañeros habían llegado a Carrillo, punto de unión de la carretera y el ferrocarril, denominado así para honrar la memoria de quien más se desvivió por establecer la conexión del Valle Central con el Caribe.

De Carrillo a Puerto Limón

Desde ese punto, a 379 metros de altitud, se extendía hasta Puerto Limón la línea ferroviaria. En su sector norteño, que culminaba en La Junta, en la ribera del río Reventazón, cerca de Siquirres, se le conocía técnicamente como División de Santa Clara, por atravesar las llanuras homónimas, aunque la gente lo denominó Línea Vieja. Los llamados pueblos linieros, algunos otrora haciendas bananeras -no necesariamente con el mismo nombre-, eran Guápiles, Jiménez, Guácimo, Destierro, Germania y Cairo, según lo especifican con distancias y altitudes precisas los esposos Philip y Amelia Calvert, entomólogos estadounidenses que entre 1909-1910 recorrieron el país y que nos legarían una joya científica e histórica intitulada «Un año de historia natural de Costa Rica«, voluminoso libro aún no traducido al español.

Esa obra ferroviaria fue el resultado parcial de un proyecto mucho más ambicioso. Al respecto, cabe recordar que ya en 1868 el alemán Francisco Kurtze había escrito un proyecto a solicitud del gobierno, intitulado «El Ferrocarril de Costa Rica como ruta de tráfico interoceánico y su importancia para Costa Rica«, pero no pudo concretarse, por razones que sería extenso discutir aquí. Sin embargo, tres años después, el gobierno del general Tomás Guardia Gutiérrez suscribió un contrato con Henry Meiggs para la construcción de un ferrocarril hacia Limón, el cual después quedaría en manos de sus sobrinos Henry M. Keith y Minor C. Keith.

Bajo la conducción del ingeniero alemán Guillermo Nanne como superintendente, se empezaron a instalar los durmientes y los rieles a partir de Alajuela en octubre de 1871, y cinco semanas después desde Puerto Limón, con la idea de que oportunamente se toparan en un punto intermedio. De manera simbólica, ya el 31 de marzo de 1872 una máquina realizaba un recorrido de media milla desde Alajuela, y otra hizo lo propio por una milla desde Puerto Limón, el 4 de julio. Pero tan auspiciosos augurios se estrellarían contra la misma realidad que von Bülow había afrontado desde su destacamento en Angostura, lo que se agravaría con el agotamiento del presupuesto para la obra, sumado a la imposibilidad de honrar la inmensa deuda contraída de previo con la banca inglesa.

Watt Stewart, autor de «Keith y Costa Rica«, narra que no fue sino en 1879 que Guardia conoció en persona a Minor Keith, justamente en Puerto Limón y por recomendación del general Pablo Quirós Jiménez, como un hombre capaz de reanudar la obra que parecía haber abortado. Transitando ellos tres y otras personas por el escarpado sitio de Los Aparejos, cerca del río Patria, donde la espesura era tal que impedía a las mulas penetrar -lo que los obligó a avanzar a pie-, la sorpresiva y hasta temeraria respuesta de Keith a una pregunta de Guardia acerca de la poca aptitud de la zona para construir el ferrocarril, convenció a éste de que tenía el arrojo necesario para acometer el proyecto.

En ese momento exploraban la posibilidad de desechar la conexión del ferrocarril con Cartago, debido a dificultades topográficas en el valle de Orosi; cabe indicar que desde noviembre de 1873 llegaba a Cartago el tren que salía de Alajuela. La alternativa era hacer el enlace con la capital recorriendo una región menos escabrosa, como las llanuras de Santa Clara, mediante una ruta que pasara al norte de los volcanes Turrialba e Irazú y subiera hacia el Paso de La Palma. Muy pronto, el 8 de setiembre de 1879, Guardia y Keith firmaban el respectivo contrato, con la condición de construir en poco más de dos años la línea desde Siquirres hasta la margen derecha del río Sucio, punto que después sería denominado Carrillo.

Construida con disciplina inusitadamente estricta, mientras la obra ferroviaria se desarrollaba, resultó evidente que no se contaría con los fondos para culminarla en San José. Fue así como, de manera supuestamente temporal, se decidió hacer una carretera desde Carrillo hasta la capital, incluyendo un puente sobre el río Sucio, provisto de línea férrea; en el Valle Central, debía llegar hasta la margen derecha del río Macho, en las inmediaciones del caserío de Paracito, hoy perteneciente a Santo Domingo de Heredia, pero muy cercano a Moravia.

Para ello el gobierno, representado por Manuel Argüello Mora, Secretario de Fomento, firmó un contrato con Keith y los socios Mauro Fernández Acuña y Fidel Tristán Céspedes, de la empresa Fernández & Tristán, por un monto de 210.000 pesos, de modo que la carretera fuera entregada a fines de febrero de 1882; además, por el puente se pagarían 40.000 pesos, para un monto total de 250.000 pesos. En el citado contrato (La Gaceta, 13-VII-1881, No. 1015, p. 1-2) constan las especificaciones de amplitud, pendientes y desagües, así como de los materiales a usar; cabe acotar que, en una zona tan húmeda, los puentes debían ser «de madera de roble u otra equivalente en solidez y duración«.

Como es de suponer, hubo incontables dificultades, incluyendo el bandolerismo que, de manera anecdótica, Tristán rememora así: «Una tarde vi entrar por el portón de la hacienda de San Gabriel [en Cinco Esquinas de Tibás], varias mulas que llevaban cada una un pequeño cargamento. Iban vigiladas por hombres a caballo que cargaban sendos rifles pequeños y carabinas, terciados a la espalda. Todo esto me llamó la atención y corrí a preguntarle a mi madre lo que significaba. Pronto supe que las mulas llevaban el dinero para pagar los gastos de la carretera y los hombres tenían que ir armados para repeler cualquier ataque. Al día siguiente, mi padre salió escoltando aquellas mulas cargadas de plata, que nunca más volví a ver«.

Sin embargo, a pesar de las adversidades, los plazos fueron cumplidos a cabalidad y, con la debida pompa, el 7 de mayo de 1882 se efectuaba la inauguración de ambas obras en Carrillo, su punto de confluencia. Los discursos de fondo fueron pronunciados por Argüello y José María Castro Madriz, ex-presidente de la República y por entonces Secretario de Relaciones Exteriores; por cierto, su hija Cristina se casaría con Keith.

El discurso de Argüello -sobrino e hijo de crianza del prócer Juan Rafael Mora-, escrito con la diestra pluma que le era propia, fue pronunciado en ausencia del general Guardia, víctima de una enfermedad que lo llevaría a la tumba exactamente dos meses después, el 6 de julio, cinco meses antes de cumplir 51 años de edad.

Además de resaltar que ese día por fin se cumplía el sueño de Carrillo, de su tío y del ex-presidente Jesús Jiménez, de alcanzar por tierra la costa del Caribe, en un pasaje de su alocución, revelador de lo agreste de esa región, así como del temple y visión de Guardia, Argüello expresó: «Cuando vine, por primera vez, siguiendo vuestros pasos por estas montañas vírgenes, por estos precipicios que jamás habían sido explorados por el hombre, y sobre esas crestas apenas accesibles para los pájaros, mi ánimo se abatió y desmayó ante las dificultades sin cuento que tenía delante de mis ojos; pero pronto fui confortado en presencia de la serenidad y la confianza que revelaba vuestro semblante, y cuando esperaba la manifestación de la impotencia y el abandono del proyecto, me electrizó la firmeza de vuestra decisión y la profunda fe en el buen éxito«.

Pero, también, su discurso es útil para entender las vicisitudes que enfrentó la obra y conocer importantes detalles de su gestación. Asimismo, detalla que la carretera se extendía desde Carrillo hasta el río Macho, desde donde un antiguo camino cantonal conducía hasta Guadalupe y Moravia, difícil de transitar en la estación lluviosa, por lo que pronto se iba a empedrar. Esto se haría gracias a un contrato con los empresarios Juan N. Venero, Pedro Manau y José Feo, colombiano el primero, y españoles los otros dos, el cual había sido suscrito por ellos y Argüello el 24 de marzo previo.

Cabe indicar que Feo fue el dueño de un servicio de diligencias, fabricadas en los EE.UU., cada una con capacidad para 20 personas y tiradas por tres parejas de mulas; de seguro, las mismas descritas por Tristán. Duraban entre cinco y seis horas para completar la travesía de unos 40 kilómetros, con sendas paradas en San Jerónimo y el Alto de La Palma; esta información consta en un artículo periodístico intitulado «Desde el lujoso landó de don Tomás Guardia«, de Fernando Borges Pérez.

De selvas y musas

Asimismo, el propio Argüello, considerado como el primer literato costarricense, aludiría a esa zona en el cuento «El huerfanillo de Jericó«, ambientado en esa región. En éste, un niño de 10 años de edad, cuyos padres mueren de paludismo casi de seguido en la hacienda de ese nombre, debe partir a buscar vida, pero en la finca La Pepilla conoce al peón jamaiquino Francis Phelps, quien lo aterroriza hasta convertirlo en su siervo y compinche de fechorías. En su vagar, huyendo del temible Phelps, debe atravesar bananales, montañas y ríos, por lo que se topa con cariblancos, felinos, dantas, cabros de monte y monos congos, se alimenta de pacayas y carne de monte, para después llegar a Carrillo y por fin recalar en el Alto de La Palma, donde pide posada en el hotel de Morrell, cuyo administrador Nicolás Guerrero le permite dormir en la caballeriza. Por cierto, en un momento Pedro llega a la hacienda Nueva Corinto, en las llanuras del Caribe, propiedad del autor del cuento.

En un pasaje del relato, Argüello pone al pequeño Pedro a decir, entre reflexivo y regocijado, que «los que nunca han pasado una noche en los bosques vírgenes, no conocen la clase de impresiones extrañas que allí se sienten» y remarca lo que significa «gozar de los grandioso de la montaña«, para culminar expresando que «hay ruidos misteriosos en la soledad poblada de misteriosos habitantes. Tras el quejido de un animal cogido por su natural enemigo, se oye el canto dulce y triste del pajarillo nocturno; y el caer de las hojas y ramas y el arrastrar de la serpiente… En medio de esa armonía y concierto de las fieras que luchan por su vida […]\».

Es importante mencionar que en una apostilla al inicio del cuento, el historiador Carlos Meléndez acota que en él aparecen «las primeras referencias literarias a la carretera de Carrillo y las primeras descripciones de los bosques, de los ríos, y de otros aspectos de la naturaleza virgen«. Esto tiene mucho de cierto, aunque hace un tiempo hallé un extenso artículo intitulado «La región Atlántica de Costa Rica. Impresiones«, escrito en una rica prosa poética por el catalán José de Torres Bonet, y que publiqué con anotaciones bajo el título «Torres Bonet, extasiado por nuestras selvas caribeñas«. Aparecido primero en el Diario Nicaragüense, fue reproducido en 1884 en el diario La Gaceta. Las evidencias sugieren que fue escrito en 1882 o 1883, en tanto que el cuento de Argüello data de cerca de 1887, de manera que lo antecedió.

Cabe hacer aquí una digresión para destacar que el naturalista Anastasio Alfaro consideraba a Torres-Bonet como su mentor, durante sus días de estudiante en el Instituto Nacional, entidad de la que dicho profesor partió para fungir como docente en Nicaragua, donde murió ese mismo año, con apenas 30 años de edad. En congruencia con el inspirador ejemplo de su maestro, Alfaro no solo fue un notable naturalista, sino que también cultivó las letras, como resultado de lo cual llegaría a publicar la novela El delfín de Corubicí, así como el libro Petaquilla, en el que se reúnen algunos de sus poemas y relatos.

Debo confesar que cuando me topé y analicé el artículo de Torres Bonet, carecía por completo de pistas que me revelaran, excepto por una breve mención del caserío de Carrillo, que su autor aludía a los dos tramos de la ruta que unía a San José con Puerto Limón. Eso se me ha hecho más que claro ahora, al reunir los materiales de los que se ha nutrido el presente artículo.

En la sección introductoria de mi artículo consigno lo siguiente: «lo que más me impresionó de su lectura, que justifica mi interés en rescatarlo y publicarlo ahora, es la manera tan vívida y pletórica de imágenes poéticas con que el autor logra transmitir sus percepciones y sensaciones al adentrarse en ese mundo misterioso y hasta mágico de las selvas de nuestra vertiente del Caribe. Al leerlo por vez primera me fue inevitable no evocar varios pasajes de la novela La vorágine, del colombiano José Eustasio Rivera, publicada unos 40 años después, y ambientada en gran parte en las enigmáticas y temibles selvas de la Amazonía«.

Para no excederme en citar detalles de su texto, invito a los lectores a buscarlo, pues está disponible por internet (Revista Comunicación, 2010, volumen 19, No. 2, pp. 63-72). Pero, eso sí, creo pertinente transcribir dos párrafos ilustrativos de su contenido, inspirados al recorrer él la ruta completa hasta Limón.

En el primer caso, de un tramo de la carretera que atravesaba el Paso de La Palma, dice así: «Árboles de extraordinaria corpulencia forman con sus tupidas copas una bóveda de verdor, que en gran parte obstruyen los rayos del sol, cual inmenso dosel interpuesto entre cielo y tierra. A lo largo de estos troncos seculares, que han visto sucederse años como la vida humana y ve deslizarse días, trepan aéreas enredaderas y graciosas parásitas ocultando a trechos la parda corteza bajo caprichosísimos juegos de hojas y flores. De árbol a árbol lánzase el flexible bejuco, que se contornea a veces sobre sí mismo, y, enlazado con rara orquídea, simula rico festón vegetal«.

Asimismo, del trayecto por la vía ferroviaria expresa: «Profunda impresión deja la carretera a Río Sucio cuando se recorre por primera vez; indeleble recuerdo deja la vía férrea a Limón. Colocado el viajero en la plataforma del vagón, al extenderse ante su vista las dos brillantes paralelas formadas por los rieles hasta perderse en lontananza, al oír la sorda trepidación del tren y el rugido de la locomotora, al contemplar las infinitas chispas que mezcladas con el denso humo forman penacho fantástico, digno del móvil a que coronan, al observar el delgado alambre transmisor eléctrico del pensamiento humano, y en artístico contraste ve a derecha y a izquierda la no interrumpida riqueza vegetal, percibe la precipitada huida de pintadas aves y verdes reptiles, no puede menos que embargarse su ánimo por tantos contrastes, origen de belleza tanta«.

En síntesis, la ruta hacia Limón, además de permitir el transporte de personas y mercancías de manera expedita, y agilizar las relaciones comerciales con el este del continente americano y con Europa, tal y como lo habían soñado Braulio Carrillo y otros estadistas, suscitó un sentimiento de asombro, al ver develado un mundo colmado de enigmas, así como primigenio e inédito para la gran mayoría de costarricenses.

¿Qué fue de la ruta y de Carrillo?

Ahora bien, cabe preguntarse, ¿dónde estaba exactamente, y que sucedió con el caserío de Carrillo, otrora importante y hoy inexistente?

La primera pista, hallada de manera fortuita mientras buscaba unos documentos históricos en el Registro de la Propiedad, provino de Óscar Castillo Campos, otrora guardaparques y hoy historiador aficionado, así como funcionario de ese ente. En medio de una conversación variopinta, emergió mi interrogante en tal sentido, ante lo cual él me indicó que ese poblado estuvo poco después de que el río Hondura desemboca en el río Sucio, no muy lejos del actual puente sobre éste en la ruta 32.

Por cierto, esta ruta, denominada Carretera Braulio Carrillo e inaugurada en 1987, serpentea entre las sinuosidades de las grandes e intrincadas masas montañosas que, recubiertas de densos bosques, conforman el actual Parque Nacional homónimo, en un espléndido espectáculo de verdor y humedad. En la travesía, de súbito aparecen trechos flanqueados por taludes altísimos y totalmente perpendiculares, provocando en el ánimo una sensación de pequeñez y hasta temor. Y, de tan escarpada que es la topografía, hasta debió construirse un túnel de casi 600 metros de longitud debajo del cerro Hondura; cabe acotar que, de manera errónea, se le llama el túnel del Zurquí, cerro que se ubica a la par suya hacia el oeste y es levemente más bajo.

Un revelador testimonio acerca del caserío de Carrillo, proviene de los esposos Calvert, quienes atestiguaron que para inicios del siglo XX había resultado imposible mantener activa la línea férrea, debido a que las frecuentes y fuertes inundaciones típicas de la zona habían falseado varios puentes, además de que provocaron que algunos ríos cambiaran su cauce. Para entonces el sector de Línea Vieja quedaba trunco en Guápiles, y de Carrillo quedaba muy poco, al punto de que «no había nada, salvo una casetilla del guarda de telégrafo que conectaba con San José mediante un cable que seguía la línea planeada originalmente para el ferrocarril«. Asimismo, indican que la única manera de llegar allá era mediante una vereda muy escabrosa, a lo que se sumaba el peligro de vadear varios ríos, y en particular los muy caudalosos y peligrosos Toro Amarillo y Sucio.

Ahora bien, según lo relata su biógrafo Stewart, Keith y nuestro gobierno no había descartado construir una ruta completa de ferrocarril desde Puerto Limón hasta Alajuela, y por terrenos menos vulnerables. Por tanto, ya desde 1883, mientras la recién inaugurada ruta aumentaba su actividad, se empezó a negociar con prestamistas en el extranjero la financiación de tan ambiciosa obra, que partiría de La Junta, recorriendo la margen izquierda del río Reventazón, para subir hacia Turrialba, Cartago, Ochomogo y San José, con conexión a Alajuela, atravesando Heredia.

El caserío de Carrillo, inmerso en la densa y lluviosa selva, mostró gran pujanza, pero por menos de un decenio pues, víctima de los desastres naturales y de la apertura de esta nueva ruta ferroviaria, cayó en desgracia, hasta quedar en el olvido, para eventualmente desaparecer.

En cuanto a la carretera a Carrillo, aunque un largo trayecto fue torpemente recubierto con asfalto, desde el Alto de La Palma hoy subsiste el sólido y hermoso empedrado en varios sectores, algunos al descampado y otros invadidos por la indetenible vegetación. Esas fueron las calzadas por las que transitamos una veintena de personas ahora en marzo, como parte de la gira de GeoTrivia, hasta alcanzar el río Hondura.

Como un dato relevante, cabe acotar que en un punto de la travesía, a la izquierda hay una ermita maltrecha por la intemperie y el vandalismo, en la que, en una especie de hito-altar, figura la siguiente inscripción: «En memoria del obispo Monseñor Augusto Thiel, que el 18 julio 1884 pasó por aquí hacia el destierro. Moravia 31 marzo 1957«.

En efecto, en concordancia con lo que acontecía en otras latitudes, aquellos fueron tiempos de muy seria confrontación entre el gobierno liberal de Bernardo Soto Alfaro y la iglesia -que había acumulado mucho poder en diversos ámbitos-, lo que culminó con la expulsión de Thiel y otros miembros de su orden. De ello da fe, con cierta crudeza, el siguiente anuncio aparecido en La Gaceta (25-VII-1884, No. 167, p. 688), cuando ellos ya habían partido del país:

«Julio 24.- A las 3 p.m. de hoy zarpó el vapor bananero “Alene”, con destino a Nueva York y al mando de su capitán Seiders. Llevó de pasajeros a los Señores Ilustrísimo y Reverendísimo Obispo Don Bernardo A. Thiel, Presbítero Luis Hidalgo, 15 Jesuitas, W.P. Cameron, E. Echeverría, Doctor Bruno Carranza, J.E. Ward, F. [Federico] Lahmann, B. [Bartolo] Calsamiglia, Señora y niño, Presbítero Gerónimo M. Fernández, Señora de Hein e hija, H. Lugo y U. Prades; y de carga, 1145 sacos café con peso 145,415 libras; 18 bultos caucho con peso de 3,317 libras; 123 cueros sueltos, con peso de 3,542 libras; 57 bultos cueros con peso de 12,964 libras; 1 caballo y 14,901 racimos bananas. – Despachado por el Señor M.C. [Minor Cooper] Keith«.

Nótese que partieron más o menos una semana después de su paso por el Bajo de La Hondura, donde se dice que durmieron al descampado, aunque lo cierto es que había albergues en varios puntos de la ruta y quizás pernoctaron en alguno de ellos.

Por donde sí tuvieron que pasar de manera ineludible, fue por un gran bodegón de metal y unos edificios anexos, todos ubicados en la margen izquierda del río Sucio. De este bodegón, que funcionó como edificio aduanero, hace poco tuve la fortuna de hallar una fotografía tomada por el célebre fotógrafo estadounidense Harrison Nathaniel Rudd, quien residía en el país; ésta, más una foto del puente ferroviario que cruzaba dicho río, así como otra de uno de los puentes de la carretera a Carrillo, me fueron facilitadas por el lingüista Miguel Ángel Quesada Pacheco, profesor en la Universidad de Bergen, en Noruega, a quien hace poco pude conocer en persona.

Indagando acerca de esa edificación, me topé con la muy agradable sorpresa de enterarme de que Sergio Barquero Ramírez, otrora guardaparques del Parque Nacional Braulio Carrillo, gran interesado en cuestiones históricas y ahora amigo mío, hace unos años logró demostrar, tras cuidadosos análisis y mediciones, que es la misma que, antes de la remodelación y modernización efectuadas hace poco tiempo, albergó el Teatro de la Aduana, en la capital. Pero la investigación de Sergio es tan prolija, que le tomó 16 años reunir la información necesaria para escribir un voluminoso y fascinante libro, colmado de muy valiosos detalles y profusamente ilustrado, acerca de la carretera a Carrillo y el sector de Línea Vieja. Está a la espera de una editorial que lo acoja, y confío en que ello ocurra pronto.

Por cierto, Sergio ofreció llevarme al sitio donde un día estuvo Carrillo. Y hoy sábado, antes de que las lluvias impidan hacerlo, recorrimos por seis horas parte de la montaña ribereña y, con el agua hasta la cintura, vadeamos varias veces los ríos Hondura y Sucio -de intensa tonalidad a herrumbre, debido al azufre que acarrea desde su nacimiento en el volcán Irazú-, hasta llegar al punto donde otrora estuvo el mítico Carrillo, unos cuatro kilómetros aguas abajo del ya citado puente sobre el río Sucio, y en la margen izquierda de éste.

Obviamente, no relataré lo observado, por respeto a los hallazgos efectuados por este noble y generoso amigo, pero desde ahora invito a los lectores a estar atentos para cuando su muy revelador libro sea publicado, de modo que puedan disfrutar de ese viaje a contravía por la memoria.

En mi caso, confieso que fue conmovedor esta mañana, con el rumor del río Sucio por fondo y mientras contemplaba las macizas huellas de una danta en un playón y escuchaba el ronco aullido de unos monos congos en la espesura, transportarme en el tiempo e imaginar in situ la cotidianidad de ese asentamiento humano.

Rodeado de efluvios y sonidos silvestres en la quietud de la noche, al despuntar el alba el silencio mutaba por pitazos de locomotoras, chirridos de rieles, traqueteos de carretas y rechinamientos de diligencias. Y, en medio de la algarabía de gentes que transitaban por sus callejuelas, los lugareños tejían sueños de permanente bienestar como colonos, en tanto que los inmigrantes que ingresaban, presa de incertidumbres y aprensiones anhelaban labrar un mejor porvenir para ellos y sus familias en el nuevo terruño.

En fin, a Carrillo, producto de aquellos días de expectativa y bonanza nacional, especie de puerto en tierra y, por ello, punto de incesantes adioses y bienvenidas, pañuelos y abrazos, llanto y júbilo, le sucedió como a las pompas de jabón y fue borrado de la geografía, para dolor de tantos. Sin embargo, por fortuna y gracias al tenaz y afanoso Sergio Barquero, no lo fue de la historia.


 
Agradezco la desinteresada colaboración del investigador Sergio Barquero Ramírez, así como del lingüista Miguel Ángel Quesada Pacheco.

luko@ice.co.cr

Este artículo orginalemte salió publicado en tres entregas en elpais.cr

Camino al extinto pueblo de Carrillo
 
Inmerso en las profundidades de las montañas del Parque Nacional Braulio Carrillo y sobre el cauce del río Hondura reposa un “Gigante Silencioso”. Un Gigante que si pudiera hablar, tronaría con voz poderosa a la Costa Rica actual todo lo que sobre él pasó. De la figura del General Guardia y el Doc. Castro Madriz, de carretas cargadas de café que horas después llegaría al puerto de Limón, de aquellos costarricenses que salían a estudiar a Francia, porque en aquel entonces el idioma Francés estaba reservado para las familias de alcurnia. De máquinas nunca antes vistas en Costa Rica, de libros e ideas nuevas para aquel país que se vinculaba más rápidamente con los mercados de Europa y Estados Unidos. De apellidos “extraños” que buscaban llegar a la Capital, los Sauter, Traube, Pittier, Rohmoser, para citar algunos.

Hoy la estructura del puente “27 de Abril” es el único sobreviviente de los tres grandes puentes de la antigua Carretera de San José a Carrillo (Río Sucio), imponente y majestuoso en tamaño e historia que guarda en su interior. Cuando uno se adentra en la selva y recorre la antigua carretera únicamente se escucha el ruido característico del bosque, el trinar de cientos de aves, la fauna que merodea el sitio y el canto majestuoso del río Hondura. Y es de pronto cundo se llega de seguido al Puente 27 de Abril, se produce un efecto especial, casi mágico, la presencia de aquella soberbia estructura es un golpe a los sentidos. Pareciera que se hace un silencio al derredor y se puede viajar en el tiempo, se puede escuchar las voces de aquellos que lo construyeron, los materiales traídos en carreta desde San José; es transportarse a los años de 1882.

El puente ya cumplió su función, hoy modernas carreteras, medios de transporte, y la tecnología digital hicieron que el mundo sea pequeño y se conecte y comunique al instante. El puente se niega a caer pese al paso de los años y sus mil historias por contar. Pese que en parte lo cubre la vegetación, todavía conserva los tablones del piso. No sucumbe, con mirarlo impone respeto en recuerdo a aquellos costarricenses que lo construyeron e hicieron que Costa Rica creciera comercialmente e intelectualmente. No agoniza ni muere, se niega sucumbir en las aguas del río Hondura. Ahí está presente, escondido entre la vegetación y ausente del ruido del actual San José, pero está “vigente” en la historia de este hermoso país.

Sergio Barquero Ramírez (vía Facebook)

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