El legado de Rafael Barroeta y Baca
Don Rafael Barroeta y Baca, quien nació en Cartago en 1798 y murió en Esparza en 1880, logró amasar una gran fortuna pero no tuvo a quien dejársela. Se casó dos veces, la primera con Rosario Guardia Robles (tía de don Tomás Guardia) y la segunda con Trinidad Gutiérrez, pero con ninguna de sus esposas tuvo hijos. Tampoco se sabe que los haya tenido fuera del matrimonio.
En su testamento fue muy generoso (tenía con qué) y repartió entre sus parientes y los de sus dos esposas, las enormes e inmensamente productivas propiedades que tenía a lo largo y ancho del país. En las tierras de Barroeta, quien era dueño de fincas de café, cacao, caña de azúcar y ganado, podría decirse que no se ponía el sol. Era suyo El Cacao de Alajuela y la Finca Catalina en Guanacaste.
En dinero en efectivo también dejó grandes partidas. A un primo lejano, al que casi no frecuentaba, le legó quinientos pesos que, seguramente, debieron haberle hecho su vida más fácil.
Barroeta, quien tal parece sufrió mucho por no haber tenido descendencia, en la cláusula quinta de su testamento dispuso que los cien mil pesos que tenía depositados en el banco se convirtieran en un fondo de becas para la juventud. Para poner el monto en perspectiva, hay que anotar que, en aquella época, una maestra de escuela no llegaba a ganar ni treinta pesos al mes y el sueldo de un funcionario de alto rango era de cincuenta pesos mensuales. Utilizando esa referencia, los cien mil pesos de Barroeta en 1880, serían más o menos como mil millones de colones del año 2000, es decir, unos dos millones de dólares.
En los libros de historia de Costa Rica, Barroeta es recordado por haber roto su espada en El Jocote. En 1842, Braulio Carrillo envió a Vicente Villaseñor al mando de setecientos hombres a repeler la invasión de Francisco Morazán. Villaseñor, en vez de detener el avance del general hondureño, pactó con él. Se oyó la voz de un oficial que dijo: «Hemos venido aquí a pelear, no a pactar.» Era Barroeta, quien quebró su espada, se marchó del sitio y acabó luchando en la clandestinidad contra Morazán.
También los historiadores suelen recordar el papel de Barroeta como designado (vicepresidente diríamos hoy) de su sobrino Tomás Guardia Gutiérrez. En algún momento, durante la larga dictadura del General, don Rafael Barroeta ejerció interinamente la Presidencia de la República.
Curiosamente, los historiadores no le han prestado mucha atención al legado de Barroeta y el fondo de becas que creó. El único libro que se refiere al tema es uno muy modesto, titulado La Institución Barroeta, publicado en 1969 por Jorge Murillo Chaves. Se trata más bien de un folleto en que hace un breve resumen histórico, defiende las pretensiones de un par de ancianos de los que se hablará más adelante y brinda una lista de los beneficiarios del fondo de becas.
El libro tiene cierto tono de denuncia, ya que los becados, a quienes se llama «pupilos», no eran precisamente jóvenes necesitados, sino hijos de familias de renombre que llegaron a ser presidentes, ministros, magistrados, empresarios o intelectuales, mientras que los únicos parientes de Barroeta que aún vivían cuando se hizo la publicación, eran unos ancianos sumidos en la pobreza extrema.
La lista de pupilos que, entre 1880 y 1969, recibieron en su juventud los beneficios del legado, es un desfile de celebridades en el que figuran dos expresidentes de la República (Rafael Ángel Calderón Guardia y Abel Pacheco), un presidente de la Corte Suprema de Justicia (Víctor Guardia Quirós), ministros de diversas carteras (Gonzalo Facio, don Claudio Volio Guardia, Carlos José Gutiérrez, Benjamín Piza Carranza, Fernando Volio Jiménez), distinguidos intelectuales (Rodrigo Facio, Luis Demetrio Tinoco, Jaime Solera Bennet, Claudio Gutiérrez Carranza), destacados médicos (Manuel Aguilar Bonilla, Carlos Gutiérrez Cañas, Jaime Gutiérrez Góngora, Rogelio Pardo Evans), poetas (Juan Antillón Montealegre, Willy Sáenz Patterson, Ricardo Ulloa Garay), el escritor don Joaquín Gutiérrez, el escultor Hernán González, el abogado y expresidente del periódico La Nación don Fernán Vargas Rohrmoser y hasta el recordado presentador de televisión Carlos Alberto Patiño. Era común que quienes habían sido pupilos buscaran también el beneficio para otros miembros de la familia, por lo que la repetición de apellidos, entre hermanos, hijos, sobrinos y primos es frecuente. Todos los hermanos Gutiérrez Ross, entre ellos Francisco de Paula, don Paco, el padre de don Joaquín, fueron pupilos. Los hermanos de don Joaquín Gutiérrez también. El padre del Dr. Gutiérrez Cañas, don Carlos Gutiérrez Urtecho, el famoso Canducho, también fue pupilo, así como Paco, el hermano del Dr. Calderón Guardia. El presidente José Joaquín Trejos Fernández no fue pupilo, pero sus hijos Diego, Juan José y Carlos sí.
Don Claudio Volio Guardia comentó en una oportunidad que ser pupilo de la Institución Barroeta era más un honor que un beneficio. Las becas se otorgaban a jóvenes inteligentes y buenos estudiantes a los que se les veía un futuro prometedor. Las normas de selección, establecidas en el propio testamento de don Rafael Barroeta, disponían que para ser candidato era requisito demostrar ser pariente del propio don Rafael o de alguna de sus dos esposas. De ahí que los pupilos fueran niños bien y no jóvenes necesitados. A los elegidos, según el testamento, se les abría una cuenta en un banco en la que se le depositaban cinco pesos (a partir del Siglo XX cinco colones) al mes y, cuando cumplían veinticinco años de edad se les entregaba el capital y los intereses acumulados para que iniciaran su vida profesional.
Hubo intentos bien intencionados de cambiar las reglas del juego. Incluso se pensó en algún momento en utilizar el capital de la Institución para fundar un colegio de artes y oficios, pero la Junta que administraba los fondos consideró que eso sería alterar la voluntad que, de manera muy detallada, había manifestado don Rafael en su testamento.
La historia de los viejitos es triste. En los años sesenta, los hermanos Rafael y Carmelina, quienes vivían en una casa de piso de tierra en el cantón de Belén, no tenían un centavo, estaban muy ancianos para poder trabajar y malvivían gracias a la ayuda de los vecinos, eran las dos únicas personas de apellido Barroeta en Costa Rica. Les indignaba vivir en la miseria cuando existía un capital enorme, legado por Rafael Barroeta, cuyas utilidades se destinaban a brindar una ayuda casi simbólica a jóvenes que no la necesitaban. En ocho oportunidades, la primera en 1898 y la última en 1966, los pretendidos parientes pobres solicitaron ayuda económica a la Junta que administraba el fondo. Dichas peticiones fueron rechazadas. El fondo no había sido creado para ayudar a familiares lejanos de don Rafael, sino para becar a estudiantes. Incluso en el caso de que tuvieran algún parentesco con el fundador de la obra, ya él mismo, en su propio testamento, había legado otras partidas a sus familiares. La última vez que el par de hermanos, ya en una verdadera situación desesperada, pidieron una pensión para su vejez, la Junta, ablandándose un poco, les solicitó que demostraran ser parientes de don Rafael Barroeta y Baca. El par de ancianos contó con la ayuda desinteresada de varios abogados pero no lograron aportar los documentos necesarios. En los registros de bautizos y matrimonios del Archivo Eclesiástico, no encontraron nada que los relacionara con don Rafael. El Registro Civil se había fundado en 1888, por lo que ninguno de los involucrados estaba inscrito. En un arrebato puramente emocional, los abogados que ayudaban a los ancianos pidieron a la Junta que pasara por alto la falta de prueba y no la exigiera. Ellos aseguraban ser parientes de Rafael Barroeta pero no podían demostrarlo porque no había cómo. Uno experimenta una sensación de gran tristeza y compasión al leer en el libro los alegatos de un abogado, que por su profesión sabe que lo que vale en un proceso son las pruebas, argumentando razones sacadas de la manga (o del corazón) para pedir a la Junta que en vez de pedir pruebas acepte como un hecho lo que solo es un supuesto.
La Junta no cedió. Los ancianos, que perdieron su última esperanza de vivir una vejez con sus necesidades cubiertas, aunque resignados ante los hechos, atribuyeron sus penurias a la rigidez de la Junta. En su mente, el capital de su supuesto tío bisabuelo les pertenecía y se lo quitaron.
La Junta era tan apegada a la letra del testamento que nunca actualizó el monto de la beca. A finales del siglo XIX, que le depositaran a un muchacho cinco pesos al mes, le permitía ir formando un patrimonio modesto pero considerable. Conforme fue avanzando el Siglo XX, los cinco colones de la beca, se iban convirtiendo cada vez más en un aporte simbólico. En los años sesenta, equivalía como a un dólar al mes. El tipo de cambio se mantuvo en seis colones por dólar durante muchos años. Luego pasó a ocho colones con sesenta céntimos. En los años ochenta llegó a cuarenta colones y en los años noventa a cien. Supongo que, por la devaluación, las becas de Barroeta dejaron de darse o, más bien, de solicitarse. En la actualidad nadie se tomaría la molestia de elaborar su árbol genealógico para demostrar que es pariente de Rafael Barroeta o una de sus esposas con el objetivo de que a su hijo le depositen cinco colones al mes, que hoy es menos de un centavo de dólar.
Mientras las becas se hacían cada vez más modestas, el capital, que ya era enorme desde el inicio, iba creciendo gracias a los intereses.
Ya en los años veinte, los dividendos del fondo llegaban a ser varios miles de colones al mes y a los pupilos se les mantuvo la asignación de cinco colones a cada uno. Con un interés compuesto, por bajo que sea, es posible que el principal se duplique cada diez años.
Como la gran frustración de don Rafael Barroeta y Baca fue no haber tenido hijos, dejó escrito en su testamento que si, por agradecimiento al apoyo recibido, alguno de sus pupilos deseaba agregar el apellido Barroeta a los suyos, contaba con su permiso. De más está decir que ninguno de los pupilos tomó en serio la propuesta. Al cumplir los veinticinco años de edad, lo que recibían apenas les alcanzaba para invitar a unos tragos a los amigos.
La tumba en el Cementerio General, con una lápida que reza: «Rafael Barroeta Baca, Bienhechor de la Juventud», ni el monumento en el Parque España, con un busto realizado por Juan Ramón Bonilla, han sido nunca objeto de homenajes. El pobre (es un decir) de don Rafael Barroeta y Baca, pese a su deseo de perpetuar su nombre, ha caído en el olvido.
¿Qué pasó con la institución que se fundó con su legado? y, más importante, ¿a dónde fue a parar el capital? He aquí una buena tarea para un historiador.
Francisco León Chacón
Comentarios Facebook