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¡Y terminó la guerra!

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¡Y terminó la guerra!

Lissette Monge Ureña

De la Academia Morista Costarricense
Cuento corto.

Yo vivía junto a mi mamá y una hermanita por San Pedro. Siempre madrugaba para ir a la escuela y por las tardes ayudaba a mi madre escogiendo los frijoles, trayendo leña para cocinar en el fogón, barriendo los patios repletos de hojas que se desprendían de las matas de chayote que rodeaban la casa de adobes y haciendo los mandados.

Nuestra casa era pequeña. Contaba con un corredor al frente, una galera atrás y tres aposentos. En uno dormíamos los tres en dos camones con esteras de paja, en otro cocinábamos y teníamos un moledero, un trastero y una mesa que servía de sala para recibir las visitas, en el otro cuarto, muy oscuro por cierto, guardábamos chunches y cosas para labrar en el cerco.

En la galera pasábamos la mayor parte del tiempo haciendo oficios como lavando con ceniza las ollas y los comales de hierro y jugando con amiguitos que vivían cerca de la casa con trompos, canicas y llevando de un lado para otro café, maíz y frijoles en carretitas con bueyes de madera.

Como estábamos en guerra, mamá y las señoras vecinas vivían pendientes de todo lo que sucedía. Los hombres del barrio como mi padre, peleaban en Nicaragua. Yo no entendía muy bien contra quiénes pero escuché al cura en la iglesia cuando dijo que esos enemigos eran malos y nos quitarían nuestras casas, la religión católica y la paz en la que vivíamos.

Eso me ponía muy triste. No habíamos vuelto a tener a papá en la casa. Mamá se cansaba mucho porque tenía que hacerse cargo de todos los oficios que mi papá hacía. Entre todos recogíamos la cosecha del café obtenida de un pequeño cafetal que estaba en un cerco a la par de la huerta y trabajábamos en esta en las tardes, desyerbándola y haciendo eras para cultivar algunas verduras y hortalizas. Mi mamá vestía de negro rígido por la muerte de dos hermanas, debido a una gran diarrea que trajeron los soldados meses atrás y también murieron primos y algunos vecinos. Hubo mucha desolación en nuestro barrio por esa peste pero el padre seguía diciendo que la guerra no podía detenerse hasta echar al enemigo de estas tierras.

En las tardes, mi madre se sentaba con otras vecinas a comentar sobre la guerra. Decían tantas cosas que a mí se paraban los pelos de miedo, abría los ojos y casi ni respiraba cuando decían que tal vez nadie regresaría con vida porque el enemigo recibía muchas armas de otros lugares muy ricos, que a todos nos harían sus esclavos, tendríamos que hablar de otra forma y aprender otra religión. Escucharlas y ponerme a rezar de inmediato era el único consuelo posible en aquellas fatales circunstancias.

Los días se hacían eternos. No me iba nada bien en la escuela. Pasaba pensando todo el tiempo en la guerra, en la muerte, en mi padre y en su regreso a la casa. Recordaba que cuando se fue nos llevó al centro de San José y ahí el jefe de los sacerdotes los despidió y él me dijo que nunca dejara sola a mi mamá y a mi hermanita y yo le cumplía esa promesa con todo el coraje y la obediencia que él esperaba de mí.

A veces me molestaba con el presidente Mora y con el cura de la iglesia. Algunos decían que Mora era muy terco al continuar con esta guerra y deseaban que todos regresaran pronto. Los que más entendían el enredo de la guerra aseguraban que lo mejor para Costa Rica era no rendirse y llegar hasta el final porque si perdíamos o nos rendíamos el destino que nos esperaba sería muy cruel. También supe que a nuestros soldados los ayudaban otros ejércitos de países cercanos al nuestro y que la guerra cada día se complicaba más.

Estábamos en el mes de abril de 1857. Las noticias que se recibían era que nos iba bien y que estábamos ganando. Yo rezaba todas las noches con la ilusión de que mi padre regresara con vida. Nada me importaba más que eso. Y un día, como un milagro que me hacía el Niño Dios, la maestra nos dijo muy feliz que la guerra había terminado y que habíamos obligado al enemigo a rendirse el 1.° de mayo. Yo no pude esperar más y salí corriendo de la escuela a contarle a mi madre y a mi hermanita la gran noticia ¡Papá volvería! Ese fue el día más feliz de mi vida.

Mi madre muy afanosa y radiante de felicidad nos puso a recoger todo lo que estaba mal puesto en la casa. Recuerdo que barría tres veces al día el patio por si papá llegaba en cualquier momento, que todo lo encontrara tan bien como él lo había dejado. Lo peor es que yo no paraba de barrer porque las matas de chayote estaban muy secas por el verano y las hojas eran abundantes en su caída. A pesar de tanto trabajo, estaba muy contento y ansioso por la llegada de los soldados victoriosos y sobre todo de mi papá.

Una vecina avisó a mi madre que el 13 de mayo, de ese inolvidable año de 1857, muy tempranito estarían llegando las tropas a San José y que había que salir a recibirlos. Mi madre me volvió a ver y me dijo, rebosante de contenta: —Chepito ahora sí, a ponernos guapos para recibir a tu tata.

Jamás olvidaré la fiesta que vivimos ese día. Mamá se puso hermosa y a nosotros nos bañó muy bien y nos dio pedazos de teja para que raspáramos bien nuestros pies descalzos. Quedaron rosados de tanto que los restregamos. Yo me puse unos pantalones cortos y una camisa blanca, mi hermanita se puso un vestido de flores rosado y mi madre se quitó el luto. Se veía muy feliz y con una mirada alegre y llena de esperanza. Se recogió su pelo largo y frondoso en un moño y se pasó un poco de color en sus labios y en su mejillas ¡Estaba radiante!

Nos fuimos junto a un grupo de vecinos que iban a caballo y en carretas. Ese día yo hubiera caminado hasta Nicaragua si hubiera sido necesario para encontrarme con mi papá. Nos ubicamos cerca de la Plaza Mayor. Había mucha gente. Nos dijeron que al paso de los soldados les lanzáramos flores y los aplaudiéramos. Pasaban y pasaban y nosotros a todos los festejábamos pero mi padre no aparecía por ningún lado. Carretas engalanadas, caballos bien montados, soldados con sus uniformes limpios y los altos militares con sus condecoraciones que lanzaban destellos al sol. Fue un recibimiento lleno de alegría y sentimientos encontrados: llantos y sollozos a la vez.

Muchos no esperaban a nadie porque la guerra se los llevó. Familias como la nuestra se notaban muy ansiosas porque aparecieran sus seres amados entre el pelotón. Ahí por primera vez experimenté lo que significa el amor a la patria. De pronto unas lágrimas se escaparon de mis ojos y rápidamente con la mano las sequé. No quería que mi padre viera que su hijo lloraba pero es que también cuando se siente que el corazón va a explotar de felicidad, el llanto aflora y nos ahoga.

Los vivas y cantos patrióticos entonados por todo el pueblo se escuchaban con fuerza. Veía el pabellón ondear frente a mí y me sentí muy feliz al estar de la mano de mi mamá y de mi hermana. Pensé: esto que siento es el amor por la patria que nos explica mi maestra en la clase y que nunca entendí. Este sentimiento compartido con todos por la labor cumplida y con honores me hacía sentirme dueño del mundo. Nunca había sentido nada igual. Amaba a mi país, a mi gente, a los soldados, al presidente Mora y al curita del pueblo. Estaba feliz porque se había defendido nuestra paz y nuestra libertad. Ya no seríamos esclavos.

De pronto divisamos varias carretas que traían a los soldados heridos. Y ahí, con un sobrero viejo y gastado reconocí a papá. No pude más, solté la mano de mi madre y corrí hacia él. Subí a la carreta y lo abracé. Mi papá me pegó a su pecho y nos fundimos en un abrazo bañados con lágrimas de gozo. Pasamos frente a mi hermana y a mi madre. Mi padre no le falló a la patria y nosotros tampoco.

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