-V-


El día amaneció espléndido. En el cielo de un azul purísimo apenas si una que otra nubécula blanca, casi inmóvil, que se iba esfumando lentamente. De la tierra remojada y de los suampos verdosos se alzaba un humillo tenue y perezoso que parecía vibrar a los rayos del sol.

Del campamento de los negros llegaban cantos y risas; de vez en cuando salía alguno de ellos luciendo sus mejores trapos y sus zapatos nuevos. Ellos no trabajaban ese día. Nosotros tampoco. Habíamos terminado el trabajo con el cholo Azuola y esperábamos, tirados en las hamacas, la hora del pag'imento.

A las dos de la tarde escuchamos los primeros gritos que anunciaban la llegada de las peonadas a esperar el tren del pagador.

Por los campamentos se veían caras extrañas. Tahúres de profesión, policías con sus vestidos kaki y sus pistolas al cinto; dos rameras, viejas y horribles, recargadas de polvos y colorete.

En un corredor, la negra de mister Clinton, con una gran batea repleta de confituras y pastas, groseras y pesadas como el cuerpo de la vieja.

Rugió el pito de la locomotora anunciando su llegada. Gritos de alegría. Gente corriendo al encuentro del tren, con las libretas de cuentas en la mano. Contratistas en traje de gala, relucientes de oro por todas partes.

Ni Herminio ni yo nos movimos. En el carro recibían el pago los peones de la cuadrilla oficial y los contratistas; estos últimos pagaban después a sus peonadas. El dinero nuestro nos llegaría por medio de Azuola o de un cheque extendido por Bertolazzi. Calero se fue a dar una vuelta.

Una hora después el pito de la locomotora anunciaba el fin del pago, y su partida. No había transcurrido media hora cuando apareció Calero con una bolla de pan moreno en una mano y luciendo en la otra unos pedacitos de melcocha, blanco y franjeados de rojo.

–¿Saben lo que oí decir'hora qu'estaba onde la negra comprando este "pan bon" y este "pepermín"? –Y nos enseñaba lo que traía en la mano–. ¡Qu'el cholo Azuola, con no sé que cuentos, se jué en el carro del pagador con toda la plata'e la gente! –Y Calero pelaba unos ojos que daban miedo. Después agregó:

–Allí oí decir, a uno que lo conoce, que no es la primera gracia que pela ese corvetas desgraciao.

Herminio se sobresaltó, pero yo lo tranquilicé haciéndole ver que nosotros habíamos ido a trabajar por cuenta de Bertolazzi y no teníamos nada que ver con lo de Azuola.

Un momento después estaba yo sentado en el corredor del campamento de cabo Pancho, esperando que éste terminara de pagar a su gente, para pedirle que fuera a arreglar nuestro asunto con el tútile.

En los campamentos se oían los gritos de los borrachos. Un hombre, con las faldas afuera y el pelo echado sobre la cara, se tiró de pronto a la línea gritando:

– ¡Hey, coyunda, aquí está tu cebo! ¡Suelten ese pendejo! ¡Conmigo son babosadas, jodiiido! –Y brincaba de cuclillas, con una rana, golpeando el suelo con la palma de las manos.

Arriba, en el corredor, un grupo sostenía al que estaba siendo retado por el borracho. Al fin, el hombre se les escabulló y se tiró también a la línea, diciendo:

– ¡No brinque tanto, pendejo, que yo no soy chapulín!. ¡Párese duro si es hombre!

Intervino la autoridad. Los borrachos se revolvieron. Brillaron las pesadas crucetas de los policías, corrió el Agente, garrote en mano, y los pobres diablos cayeron al suelo bañados en sangre. Yo los veía revolverse como lombrices, a cada cintarazo. Cuando se cansaron de golpearlos, se los echaron al hombro y los fueron a encerrar a un cuartucho que servía de cárcel los días de pago.

– ¡Qué perroj son ejoj jodidoj! –exclamó el viejo Jerez, que había salido a contemplar la escena, refiriéndose a los policías.

–Sí –le dije yo–. Lo qu'es a ésos no les va'alcanzar el pago pa pagar la multa. Lo menos sus cien pesos a cad'uno les clava el Agente'e Policía.

A un lado, y un poco atrás de los campamentos del frente, un grupo de hombres hacía fila ante la puerta de un improvisado rancho de hojas y astillones; entraban de dos en dos y al ratito salían por detrás. Entre los que iban saliendo alcancé a ver a Calero, que llegó a donde yo estaba, todavía componiéndose los pantalones.

–Hasta rancho les'hicieron, ¿no ves? –me dijo, señalando el ranchillo, mientras escupía arrugando la cara con asco.

–¿Allí están las viejas aquéllas? –le pregunté, acordándome del par de esperpentos que había visto en la mañana.

–Sí. Parecen chanchas, echadas las dos en un montón di'hojas secas –y Calero se tiró al piso, boca arriba, a imitar la figura en que estaban las viejas. Después de hacer unas cuantas piruetas, exclamó:

– ¡Y esos desgraciaos parecen perros encima di'uno! ¿Sabes cuánto se dejaron cobrar esas cochinas? ¡Dos dólares y medio! ¡Ni que jueran di'oro! ¡Hora sí que acabé de desajustar la platilla que tenía! –Y volvió a escupir, exagerando el asco que sentía.

–En cambio, mira –y le señalé a Badilla que se dirigía al campamento contando unos billetes verdes que llevaba en la mano.

– ¡Hey, Badilla, hora, como vas con el rollo'e dólares, no volvés ni a ver! –le gritó Calero.

Badilla se volvió, replicando con rabia:

– ¡Sí, baboso! ¡M'hicieron falta tres dólares y, porque me subí al carro a reclamarlos, casi me deja encerrao el Agente'e Policía!

Y Calero, soltando la carcajada:

– ¡Esos te los deja guardaos la Compañía, pa el corte'e casimir azul!

Se ennegreció el cielo de pronto y comenzó a caer una lluvia que iba arreciando por momentos. Huyendo del agua con paso vacilante, aparecieron los "gemelitos"; venían borrachos, gesticulando como locos y con las faldas afuera. El alto traía una media botella en el bolsillo de atrás del pantalón y caminaba adelante, como de costumbre; el panzón lo seguía como un perrillo, con un litro, lleno apenas hasta la mitad de ron, en la mano. Cuando ya iban a llegar al campamento, el alto se detuvo, volvió la cara al rielo y cerrando los ojos exclamó:

– ¡Dios del Cielo!, ¿por qué en vez d'echar agua no echas ron, jodido? –Y abriendo la boca se puso a hacer que tragaba grandes pocos de agua.

Con las ropas empapadas, llegaron al corredor y se sentaron en el piso. El panzón, levantando el litro para verlo mejor, murmuró:

–¿Por qué decís qu'es agua? ¡Es ron, carajo, puro ron! El otro le quitó el litro y lo destapó con un gesto torpe, dejando caer el tapón que fue a-dar a un charco.

– ¡Júntenmonos ese tapón, canijos! –nos ordenó, haciendo un esfuerzo por sostenor la cabeza, quo so lo iba para adelante. Y como no lo lucimos caso, masculló furioso--; ¡Ningún desgraciao me pida un trago! Estu'es pa nosotros dos. Di'aquí p'arriba, pa mí. . . y di'aquí p'abajo, pavos. –Y después de quererle sacar los ojos al otro quo lo miraba como un idiota, se embrocó oí litro de ron que hizo gorgoritos bajándole por el pescuezo.

Cuando le faltó el aire paró de tragar y, viendo que todavía quedaba tamaño poco, gruñó:

–Ya'está el mío ... hora falta el tuyo.

El panzón estiró ambas manos para coger el litro, pero el seco se lo volvió a embrocar hasta escurrirlo y luego tiró el casco a la línea, haciéndolo pedazos. El gordo se rascó la cabeza y abriendo con dificultad los ojos, preguntó:

–¿Y soy yo ... o yo soy vos?

–No. Yo soy vos –dijo el alto.

– ¡Ay! , ¿entonces . . . vos quién sos?

– ¡Animal! ¡Yo soy vos, y vos ... sos el mismo!

–¿Pero ... quién soy yo? ¿Quién soy yo? –comenzó a gemir desesperado el gordo, mientras se daba golpes por la cabeza como para convencerse de que él era él.

–Vos sos ... un borracho . . . ¡jueputa! –escupió el seco, y de un manazo tiró de espaldas al gordo, que cayó roncando como un bendito.

–¿Anjá? ¡Mataste a tu compañero! –le dijo Calero, que estaba negro de reírse.

El seco pareció asustarse y se fue en cuatro patar a olerle la cara al otro, llenándosela de babas. De pronto comenzó a llorar a lágrima viva y a gemir como un chiquillo:

– ¡Hermanito, levántate! ¡Si yo te quiero mucho! ¡No me dejes solo, desnués de tantos años di'andar juntos! ¡Horita nos vamos pa San Ramón! ¡Todu'el ron es tuyo, tómalo, her-manito! –Y sacando con dificultad la media botella quo tenía en la bolsa, comenzó a chorreársela al otro en la cara.

Tuvimos que intervenir para que no ahogara en ron al gordo, y un momento después los dos roncaban abrazados, en el corredor.

Comenzaba a oscurecer. Cabo Pancho había terminado de pagar su gente y yo aproveché la oportunidad para meterme a plantearle nuestra situación. Calero atravesó la línea a grandes zancadas y se fue a buscar a Herminio. Estaba rogándole al cabo que fuera a hablar con Bertolazzi, cuando entró el viejo Jerez y me dijo, alarmado:

– ¡Acaban de joder'a tu compañero! ¡Ahí lo traen hecho un Crijto!

Pensé en el loco de Calero y corrí a la puerta. Un grupo de hombres subía la escala del corredor con un bulto a cuestas; cuando llegaron a la luz, reconocí a Herminio bañado en sangre, con los ojos cerrados y el cuerpo flojo, como si estuviera muerto. No sé qué pensé en ese momento. Una desesperación rabiosa se me clavó en el alma y sentí el deseo y la necesidad de matar.

– ¡Jodido! –exclamé con rabia–. ¡Hora van'acabar conmigo cambien! –Y me tiré a quitarle el machete a cabo Juan, que era uno de los que venían cargando a Herminio.

Me agarraron entre todos, mientras cabo Juan me decía:

– ¡Jojegate, hermano! ¡Pa todo hay tiempo, jodiido!

Yo pateaba bufando y lanzando amenazas terribles. El Agente, con tres policías más, se me plantó por delante para decirme:

–Vea, amigo: sosiégúese, porque no quiero tener qu'encerrarlo. Lo que tiene su compañero nu'es nada. Jue a insultar a mister Bertolazzi y él se vio obligao a golpiarlo. Hora hay orden de hacerlos desalojar los campamentos. Les doy ocho horas de tiempo pa que se vayan.

– ¡Yo me cago en Bertolazzi y en la madre d'el! –grité, luchando por soltarme.

Posiblemente hubiera ido a dar con mis huesos bien golpeados al cuarto de los borrachos, si los muchachos y el propio cabo Pancho, levantándome en peso, no me hubieran metido dentro del campamento.

Roncó en la línea un moto-car. Jerez, restregándose la nariz con su paño de colores, entró diciendo:

–Ahí va el tútile en ese moto-car pa Limón. Seguro tiene miedo, el pendejo.

Y yo, con desesperación:

¡No! ¡Va'hartarse en güisqui la plata que nos robó! La Pastora lavó y puso alcohol en la herida de Herminio; después le vendó la cabeza con un trapo. Cuando éste pudo hablar, nos contó lo que había sucedido. Fue al carro de Bertolazzi a preguntarle por nuestro dinero, y el tútile le dijo que eso era cosa de Azuola y que él nada tenía que ver con lo que el otro hiciera. Herminio le replicó que a nosotros nos había hablado él para el trabajo y que no dejaríamos que la United nos quitara ni un centavo. No supo más. El tútile cogió rápidamente una botella de whisky vacía y se la quebró en la cabeza.

– ¡Ya arreglaremos cuentas con él, hermano! –terminó diciéndome. Y de sus ojos verdes brotó un chispazo de odio y rencor que anunciaba venganza.

Cabo Pancho, que había salido a darse una vuelta, entró preocupado, me llamó a un rincón aparte y me dijo:

–Se ha puesto fea la cosa di'ustedes. El hombre se fue dejando orden de que no se les diera más trabajo y de que los'echaran di'aquí . . . Parece que Calero corrió a la bulla de la gente, y la policía, después de apaliarlo, lo encerró.

Yo lancé una maldición. El cabo continuó:

–El Agente'e Policía les tiene el ojo puesto y le mejor es que se vayan.

Y cabo Pancho me aconsejó que nos fuéramos a los bananales que estaban entre la montaña. Ya la línea del tranvía iba llegando a éstos y, como hacía muchos años que estaban abandonados, había necesidad de limpiarlos. La United tenía un gringo viejito cuidándolos, y yo conocía bien el lugar donde vivía, pues una vez había andado por allá con cabo Pancho. Este terminó diciéndome:

–No le cuenten nada a mister Cordón de lo que les pasó. Tal vez consigan un buen contrato'e chapia y se repongan la pérdida.

–No nos podemos ir dejando a Calero preso –le dije.

–Ve; yo tengo la segunda de que si ustedes prometen irse inmediatamente, el Agente les entrega a Calero. El hombre como que les tiene miedo . . . Ahí m'estuvo contando no sé qué cosa que 1 luciste vos, hace mucho tiempo, al Agente'e Policía de Bananito. –Y el cabo sonrió con malicia.

– ¡Montón de perros son todos esos! –exclamé yo–. Como el Gobierno les pago cualquier cosa y es la Compañía la que les ajusta el sueldo, viven echaos de panza ante los gringos. . . Vaya y le dice que nos dé a Calero y no le diga pa onde vamos. ¡Algún día pasaremos por aquí!

Cuando puse a Herminio al corriente de todo, me dijo, desesperado:

– ¡Nos vamos esta misma noche, hermano! ¡Quiero ir a dormir lejos, en aquel campamento abandonao qu'está metido entre los bananales de mister Gordon!

Las nueve de la noche. Rugía el aguacero transformando la tierra en un inmenso charco. Nosotros teníamos que partir.

Calero y yo, revolcando barro, como sombras perdidas en la negrura de la noche, luchábamos a brazo partido con un carro robado, hasta dejarlo montado sobre la nueva línea que iba a perderse en el corazón de la selva. En él colocamos nuestros escasos haberes, los que nos habían dejado el tútile, y a Herminio también. Todo lo tapamos con hojas de banano, el herido y los bártulos, y lentamente echamos a andar.

Calero, mientras se estiraba empujando el pesado carro me dijo:

–Desgraciaos, ¿sabes? Casi me muero en ese cuartucho indecente. Tenían encerraos, en un solo montón comu'a treinta borrachos y golpiaos. ¡Y los golpes que me dieron! ¡Me cayeron encima como una partida'e coyotes!

Después, nada. Los dos encorvados, con la cabeza metida entre los brazos, sintiendo el agua golpear con rudeza en la espalda y resbalar haciendo cosquillas piernas abajo; chapaleando agua y barro, resbalando en los rieles y en los astillones. En lo oscuro, crispando los nervios, los congos aullando en un coro infernal. Y la selva inmensa.

Yo no sentía el frío ni el cansancio y ni siquiera escuchaba los gemidos de Herminio. Llevaba una rabia muy grande lacerándome el pecho, allá muy adentro, y como un humo ardiente que subía de pronto hasta la garganta queriéndome ahogar. Atrás quedaban nuestras ilusiones, nuestros sueños truncados.

Cuando llegamos al brazo del río que teníamos que cruzar, se oía a lo lejos bramar el revuelto torrente. El río estaba crecido, y a pesar de que el brazo era un brazo sin vida, de agua muerta, también se había hinchado, inundando los bajos. Los dos, con el agua al cuello y cogidos de la mano, fuimos pasando, uno por uno, todos los bultos; luego ayudamos a Herminio, que hizo un esfuerzo por reanimarse. El carro lo dejamos tirado. Con los bultos a cuestas nos internamos en el bananal, en busca del viejo campamento. Al fin lo encontramos, y caímos en él, sin quitarnos siquiera la ropa empapada, como troncos deshechos.

Cuando desperté, brillaba el sol. Los otros roncaban inmóviles. Calero, boca abajo, como mordiendo el piso sucio y podrido. Herminio, recostado en el bulto de la ropa, con la vendada cabeza hacia atrás, parecía contemplar con tristeza los agujeros del zinc.

– ¡Arriba, muchachos! –grité–. Ya son por lo menos las ocho.

Calero se estiró haciendo muecas, se examinó con los ojos muy abiertos el pellejo de los brazos, y se frotó la cara exclamando:

– ¡Por los diablos! ¡Mira cómo m'hicieron anoche los zancudos! ¡Qué peste'e bichos hay aquí!

Tenía razón de asustarse Calero. Los tres teníamos el cuerpo brotado de ronchas, que ardían como brasas pegadas al cuero. Herminio se quejó de dolor de cabeza. Yo los dejé acomodando las cosas y me dirigí a la casa de mister Gordon para ver en qué forma se arreglaba el trabajo.

El viejo estaba sentado en el umbral de la puerta, con la cachimba en la boca y los pies en la escala; contemplaba sonriendo las hermosas gallinas que corrían en el patio. Un negro le daba de comer a dos cerdos enormes, que gruñían amarrados a las altas y torcidas basas de la vieja casilla. Mientras hablaba con el viejo asomó a la ventana la cara lustrosa de la negra que vivía con él.

El gringo ofreció diez dólares por la hectárea de chapia.

–Vamos a ver el trabajo –le rogué entusiasmado, calculando que entre los tres, fajineando y bien doblados, tal vez podríamos hacer la hectárea en el día.

El viejo bajó la escalera alisándose los cuatro me-choncillos blancos que tenía en la cabeza, se encasquetó el sombrero y echó a andar hacia los abandonos.

Regresé con dos hachas al hombro y la desilusión pintada en el semblante. Antes de que subiera la desvencijada escalera, Calero me preguntó:

–¿Qué hubo, hermano? ¿Qué dijo el viejo y qué tal te pareció el trabajo?

– ¡Nos llevó el diablo, compañeros! –gruñí, tirando las hachas al piso–. No son chapias, son casi volteas. Y una cosa horrible; abandonos cerraos, de palizadas podridas, bejucos y árboles bien criaos. Son cuatro maullas de banano en medio di'una montaña ... El viejo se plantó en los diez dólares y de nada sirvieron mis alegatos. Y, como estamos prensaos, no hubo más que aceptar.

–Yo creo –agregué– que no vamos a ganar ni pa la comida. Tres pesos diarios se dejó cobrar. ¡Y de feria hay que pagarle las hachas!

–Hora estamos en un callejón sin salida y no hay más que echar p'alante, hermanos –murmuró Herminio, palpándose las vendas de la cabeza.

Y Calero, que ya arrugaba la nariz examinando el abollado filo de una de las hachas:

–A esta condenada hay que romperle un filo nuevo; está toda esbocada. Y mi lima triángula tan gastada qu'está, ¡qué chanchada!

Un momento después estábamos los dos sentados en el corredor, afilando los machetes y las hachas.

Cinco días estuvo Herminio sin poder ayudarnos, pero al sexto, a las cuatro y media de la madrugada, caía con nosotros sobre el abandono. Era un trabajo horrible. Perdidos entre el monte mojado; moviéndonos sobre un suelo de troncos y ramazones podridos, que se hundían con un ruido flojo al paso del cuerpo. Centenares de veces al día íbamos a parar, con rama? y troncos, hasta el fondo del oscuro pantano, con el angustioso recelo de caer sobre horribles serpientes. Con los huesos golpeados, el machete en una mano y el garabato en la otra, seguíamos, hasta ir a meter la cabeza en un escondido avispero. Y a revolearnos después entre el monte a berrear. Miles de avisperos nos acechaban entre la espesura; cuando no eran las "Chías" enormes, negras y feroces, eran unas avispillas rojizas y agresivas, que buscaban la cara pa dejarla convertida en cara de mostruo.

– ¡Hay que dejar esa burra! ¡Tiene como tres avisperos! –me gritó Herminio en una ocasión, señalándome unos espesos matorrales. Y el pobre se restregaba la nariz inflamada, mientras las lágrimas le inundaban la cara.

Dejamos los matorrales formando una isla en medio del campo chapiado. Un poco después pasó el negro que trabajaba con mister Cordón y nos gritó:

–¿Po qué dejar ese monte allí?

Y yo, enseñándole la cara de Herminio:

– ¡Por las avispas, jeta abierta!

El negro se apeó de la muía pelando los dientes en una sonrisa de burla y con el machete en la mano se acercó a la "burra", diciendo:

–Hombre tener mala conciencia las avispas picar. A mí no picar. –Y tranquilamente le metió el machete al monte hasta dejarlo tendido, mientras las avispas zumbaban en espesa nube sobre su cabeza.

– ¡Su alma es tan' hedionda que a la ¡ avispas les da asco pícalo! –le gritó Calero al negro, que montado en su muía se alejaba riéndose.

– ¡Quién sabe qué si'untan en el pellejo esos carajos! –comentó Herminio con envidia.

Una tarde, en que yo estaba feliz porque no me habían torturado las avispas, al acomodar el zapatón entre unas ramas podridas para pegarle el machete a una bejucada, sentí un mordisco espantoso er. la garganta del pie. Salté aterrado creyéndome mordido por una "terciopelo" y temblando me examiné el pie. Dos grandes hormigas estaban clavadas a mi piel, encogidos sus cuerpos negruzcos, luchando furiosas por arrancarme el pedazo con sus cortantes tenazas. En el suelo bullían los inquietos animalillos, moviendo nerviosos sus cuerpecillos recios, como forjados en acero opacado y de casi una pulgada de largo; producían un chasquido seco al mover sus tenazas terribles y buscaban agresivas en qué saciar su hambre iracunda. Toda la tarde estuve con la pierna acalambrada, acalenturado, y cuando nos fuimos a bañar no resistí el agua; sentía como una plancha al rojo, corrida a lo largo de la columna vertebral.

Para evitarse los sustos de las culebras que huían entre la hojarasca, Calero prefería hacerse cargo del pesado trabajo del hacha. Alrededor de cada tronco formaba un tapezco de varillas y horquetas y en él se encajaba con el hacha en la mano. Yo veía su espalda desnuda brillar sudorosa a los rayos del sol. Chispeaba el hacha en el aire, caía sobre el tronco hundiéndose hasta el ojo, Calero pegaba un pujido, y las grandes astillas esparcíanse roncando entre el monte.

En la cintura se arrollaba un trapo para recoger el sudor; en los brazos también, formando pulseras, para no empapar el cabo del hacha. De cuando en cuando se aflojaba y retorcía esos trapos, que soltaban un chorro de agua sucia y humeante. Lentamente iba abriendo el enorme boquete, y de pronto gritaba:

– ¡Hujujuuy! ¡Se va este bruuto, compañeeroos! –Y de un salto se tiraba del tapezco.

El gigante comenzaba a mecerse, y al irse inclinando reventaba con un ruido horrible las fibras que no había herido el hacha. Como un rayo caía sobre la espesa maraña, y el sordo rumor se perdía en multitud de misteriosos ruidillos, de alimañas huyendo espantadas entre la oscura y podrida maleza.

Así pasábamos el día, bajo el sol o el agua, uno con el hacha, los otros con el machete; sudando a chorros; cayendo y levantando; con las manos rotas y el cuerpo ortigado; y llorando a veces del dolor producido por el piquete inflamado de las fieras avispas.

Llegábamos muertos de hambre y fatiga a comer a la casa del viejo. En la escalera teníamos que dejar los Zapatones para no ensuciarle el piso a la vieja, que a fuerza de grasa y de darle con una pulpa seca de pipa lo man tenía limpio y lustroso, como su pellejo. La negra nos servía la comida en platos de loza floreada muy limpios también, como la mesa, los bancos y todo lo que había en la casa. Pero lo que nos servía era comida para -pájaros y no para hombres hambrientos. Pedacitos casi indivisibles de carne; un poquito de arroz sin sal y dos docenas de frijoles; una torta pequeña y dorada de harina y una infusión de hojas, que los negros llaman té y que sólo ellos se pueden tragar.

–Esa carajada nu'hace más que toriarme el hambre –afirmaba Calero, ya camino del campamento, mientras buscaba bananos para acabarse de llenar.

No había más camino que acudir a los bananos asoleados, medio podridos, manchados de blanco por las asquerosas queresas de las moscas. Y a ninguno le restaba voluntad para hacer piruetas. Los congos bajaban a aullarnos hasta las primeras horquetas de los árboles y no los volvíamos a ver siquiera; a lo más, cuando alguno de esos animales se acuclillaba en una rama baja y comenzaba a encogerse y a estirarse como un resorte mientras roncaba igual que un trueno, Calero le hacía una mueca, diciendo:

– ¡Tan chiquito y tan gritón el condenao! –Pero no se le ocurría correrlo a pedradas, como hacía en Andrómeda.

Nos tirábamos en el piso a descansar y espantábamos las nubes de zancudos con una ramilla, como hacía el cholo Azuola. Yo no sentía deseos ni de conversar en las tardes. Había calculado el trabajo hecho y me daba cuenta de que estábamos perdiendo nuestro esfuerzo estúpidamente. ¿Cuándo podríamos salir de ese infierno?

Calero se metía de cabeza dentro de un saco de gangoche, para burlar los zancudos, y tirado en un rincón entonaba casi siempre la misma canción. Era una canción de música triste, como la tristeza en que vivíamos; hablaba de un barco negro perdido en un mar sombrío y de unos pobres hombres que lloraban su miserio.. Calero también vivía tríste; por eso no se quitaba esa maldita canción de los labios. Cuando yo se la oía, cogía el machete y me iba muy lejos, a sentarme solo en una piedra del río. Allí muchas veces, a la luz de la. luna, lloré de amargura. Ya no pensaba en el viaje fantástico a lejanos países. Sentía un desesperado deseo de volver a mi barrio, de besar a mi vieja; de pasar una noche tranquilo y un día sin congojas al lado de los míos; de sentir la tibia caricia del viento abrileño en mi tierra nativa. Y entonces cantaba también ahogándome el alma:

"Adonde irá veloz y fatigada
la golondrina que de aquí se fue ..."

Un negro presentimiento de que no volvería a ver mi pueblo, de que me iba a quedar podrido en el suampo, se me clavaba en el pecho. Sólo de una juventud forjada en el yunque podía sacarse coraje para seguir en la brecha. Había que echar para adelante, como los hombres, hasta que el destino, quisiera otra cosa.

Calero enfermó de pronto. Un dolor agudo le destrozaba el estómago. Bramaba revolcándose en el piso, mordiendo las tablas; se levantaba haciendo muecas de angustia, escupiendo una baba negra de tierra y corría hacia el monte. Nosotros oíamos sus dolorosos pujidos, sin poder hacer nada por él. Los sitios que usaba, quedaban marcados por cuajarones de sangre verdosa y hedionda.

No pudo volver más al trabajo el pobre Calero. Una tarde, en una de las tantas veces que salió al monte, regresó torciéndose, con las manos atrás, y se tiró en el piso a llorar. Yo nunca lo había visto llorar.

–¿Qué te pasa? –le pregunté alarmado.

– ¡Yo quisiera morirme! –exclamó–. Sólo agachao y pujando se mi'alivia el dolor ... Y esos desgraciaos zancudos no me dejan ni pujar tranquilo. Hora me jui a limpiar, a la carrera, porque ya me tenían las nalgas hinchadas, y mi'ortigué el culo con las hojas que cogí. ¡Ni siquiera limpiarse puedi'uno!

Tene paciencia, hermano –terció Herminio, para consolarlo.

Y Calero, pujando:

–Esa negra desgraciada es la que me tiene así ... ¡Quién sabe qué cochinada mi'ha echao en la comida!

–No, hermano –le dije–; son las amebas y los bichos que te has tragao con el agua del suampo, los que hora t'están mordiendo las tripas. -

A los cuatro días se le calmó el dolor, y volví a ver su espalda desnuda brillando a los rayos del sol y a escuchar su grito triunfal:

– ¡Hujujuuy! ¡Se va este bruuutoo, compañeeeroos! Una tarde, ya oscuro, Calero exclamó desde su rincón:

–Mañana cumplimos un mes d'estar metidos aquí. ¡Me parece qui'hace años qu'estoy viviendo en este destierro, jodi-do! –Y comenzó a cantar su triste canción.

Yo salí huyendo hacia el río, a torturarme el cerebro y a amargarme la vida donde nadie me viera.

Ese día el cielo amaneció sombrío. Una lluvia cansada parecía mecerse sobre el abandono. Calero, muy lejos, hacía gemir el hacha contra el tronco de un árbol. Herminio y yo terminábamos juntos un "corte" que iba a morir en un crique verdoso.

De pronto, con el sordo rumor que anunció la caída de un árbol, llegó hasta nosotros un grito salvaje. No era el grito de triunfo que acostumbraba Clero. No. Era un grito de angustia, un aullido espantoso que taladró mis oídos erizándome el pelo. Corrimos a ver qué pasaba.

Calero tenía medio cuerpo aplastado por el tronco de un árbol inmenso; su medio cuerpo libre, con la cabeza levantada y las manos crispadas en la tierra, parecía combarse en un esfuerzo terrible por arrancar el pedazo de las fauces del monstruo. Su cara nos miraba de frente, con los ojos saltados y contraída en una mueca helada. Su última mueca. De la boca torcida le bajaba un hilillo de sangre negruzca.

¿Cuánto tiempo estuvimos inmóviles, con la sangre cuajada en las venas?

Como en sueños me vi después a la par de Herminio, metiéndole el pecho y los brazos al tronco, haciéndonos pedazos la ropa y las carnes, llorando de impotencia. El tronco, tendido, insensible, parecía burlarse de nuestra inútil congoja.

Corriendo como un loco, llegué a la casa de mister Gordon. Un momento después llegábamos los tres al abandono, el viejo, el negro y yo, cargando una barra, picos y palas para escarbar la tierra. Herminio lloraba sentado en un tronco. Calero, ya con los músculos flojos, parecía dormir boca abajo, besando la tierra, igual que la tarde en que mordió llorando la tablas del piso.

Cuando le pedí al viejo una mula para sacar el cuerpo mutilado hasta Andrómeda, movió la cabeza y me hizo un gesto que quería decir: "¿Para qué sacarlo? Lo mismo se pudre en el suampo allá afuera, que aquí, sirviendo de abono en este bananal"'.

Tenía razón el viejo. Calero se quedó de abono de aquel bananal.

Esa noche, en la oscuridad del campamento, los dos, cada uno en su rincón, rumiábamos en silencio la pena común.

A mí me parecía ver en la esquina de Calero su cuerpo metido entre el saco, como siempre, y hasta escuchaba el triste rumor de su añeja canción. ¿Quién se la habría enseñado? Tal vez su vieja, mientras lo arrullaba cuando era un chiquillo. Quizás alguno que cantaba sus penas al viento en las noches de luna, allá en Esparta, su pueblo nativo. Sin darme cuenta comencé a cantarla quedito, llorando, como una oración al hermano caído:

"Conozco un mar horrible y tenebroso
donde los barcos del placer no llegan;
sólo una nave va, sin rumbo fijo
es una nave misteriosa y negra.
¿Quiénes van ahí, qué barco es ése,
sin piloto, sin brújula y sin vela?
pregunté una vez y el mar me dijo:
son los desheredados de la tierra,
son tus hermanos que sin pan ni abrigo
van a morir entre mis ondas negras.
¡Dios mío! , grité. ¡Qué tristeza
es penar y vivir en la miseria!
¡Yo soy pobre también, echadme al barco!
¡Quiero morir entre las ondas negras!"

No eran negras las ondas de ese horrible mar. Eran verdes y hediondas, y en medio de ellas bogábamos nosotros, perdidos, sin brújula y sin vela. Miles de hermanos se habían hundido en él y sus ondas acababan de tragarse también a Calero. Pobre Calero. Ya podría dormir, eternamente, tranquilo, sin quien le gritara a las tres y media de la madrugada. Y hasta tendría las mujeres hermosas que tanto deseó. Su carne deshecha, convertida en pulpa dulce del rubio banano, sería acariciada por los ojos azules y por los labios pintados de las rubias mujeres del Norte.