-IV-


Ya en el campamento, tirados en las hamacas, Calero murmuró con tristeza.:

– ¡Nos jodio el tútile! Nos puso a la cola a "Cristo'e Fierro" y no va'haber modo de coger unas candelas p'al peje.

–¿Vos eres? Ya verás como r o. Yo m'encargo d'eso. –Y al rato agregué:

–¿Saben lo qu'estoy pensando ' Que debíamos cocinar nosotros, esta quincena, pa comer mejor y más barato. El cabo no se puede disgustar, porque hora no estamos trabajando con él. ¿Qué te parece, Herminio?

–Hombre, ¿sabes que sí? No había acatao yo. Y Calero, enderezándose en su hamaca como un resorte y gesticulando, con los ojos pelados:

– ¡Ya sé por'onde van ustedes, carajo! Horita quieren doblarme a mí a la cocina todos los días. ¡Mírenmela! ¡Hasta ahí sí que no, viejitos! Si cocinamos, tiene que ser un día cad'uno, ¡y si'acabó!

–Si se avienen a lo que yo cocine, no hay más que hablar –dije riendo.

Un momento después íbamos rumbo a "Fortuna", con los saquillos de manta que conseguimos prestados a] 'nombro y el tarrillo de las economías en el bolsillo. Tres horas para ir al Comisariato y regresar.

Ya de noche llegamos al Comisariato de Fortuna, un enorme caserón de madera con amplios corredores y una especie de puente que llegaba hasta la orilla de la línea del ferrocarril; trepamos sus recios escalones, bañados 2n sudor por la andada. Calero se sentó un momento en la banca del corredor; nosotros entramos, con la lista de lo que íbamos a comprar en la mano.

El dependiente negro estaba sentado en un rincón, por dentro del mostrador, revisando libros; a nuestro saludo volvió su cara cuadrada, movió los gruesos labios arremangados y con un gesto de impaciencia prosiguió su tarea, rascándose la cabeza pelada y bajándose aún más la viserilla de celuloide azul. Sentados sobre el mostrador, con el tablero en medio, dos negros jugaban silenciosos. En una esquina, sentado también el Agente de Policía hojeaba un periódico. Dos grandes lámparas de tubo colgadas del techo inundaban te do con su luz blanca y parpadeante que irritaba la vista.

Entró Calero, y viéndonos allí, plantados como babiecas, planeó el machete en el mostrador, diciendo:

–A ver, ¿quién diablos es el qu'espacha aquí?

El negro se levantó gruñendo palabrotas en inglés, y cerrando repetidamente sus ojos sanguinolentos se vino a atendernos.

–¿What you want? –preguntó colérico. Y como nosotros titubeáramos un momento revisando la lista, dio un manotazo en el mostrador, exclamando:

– ¡Come on quick!

–¿Qu'es lo que dice este congo? -me preguntó Calero quedito.

Yo, que medio entendía entonces un poquito la jerga de los negros, le aclaré:

–Que nos aligeremos con lo que vamos a comprar.

Y comenzó el más endemoniado de los jaleos para entendernos con el hombre, en una jerga que no era ni inglés ni español, y ayudándonos con muecas y señas. Todo se trataba en oro. Para pedir el jabón, yo le dije, después de un gran esfuerzo para armar la frase:

–Guimi fisti sen of sop.

El negro levantó los hombros haciendo una mueca de burla. Tuve que tocarme la ropa y ponerme a hacer que la restregaba en el mostrador, para que me entendiera. Así con la manteca, que llevaríamos en el paniquín de Herminio; con el arroz, los frijoles, el azúcar, bacalao y lo demás. Como íbamos a estar de gala, nos dimos hasta el lujo de comprar dos tarros de leche condensada para el café. El negro todo lo iba tirando con grosería sobre el mostrador, y no había ni que pensar en discutir la calidad.

Ya todo listo y metido en los sacos, yo pregunté:

–¿Ja mochi?

Eso sí lo entendió el dependiente, pues se puso a sacar cuentas con el lápiz que se quitó de la oreja, gruesa como una coliflor, y exclamó de un solo tirón:

– ¡Nineteen ninety five!

– ¡Hii! –hice yo, aspirándome las íes asombrado–. ¡Por un cinco no son veinte dólares!

Calero pegó un brinco y se quedó arrugando la nariz y parpadeando los ojos, mientras sacaba cuentas. Nosotros habíamos calculado unos cincuenta colones en provisión, para ajustar el resto con verduras de los negritos. Cuando yo iba a pedir explicaciones, Calero intervino:

–¿Ochenta pesos? ¡Ese desgraciado lo menos nos está robando treinta! –Y le armó un alboroto de todos los diablos al negro, haciéndole muecas, pateando en el piso y golpeando con los puños en el mostrador.

El negro lo miraba con rabia y por último le escupió un sonoro:

– ¡I don't understand!

–Dice que no t'entiende –le dije yo a Calero, para sosegarlo.

–¿Qué nu'entiende? –me gritó furioso–. ¡Le voy a mentar la mama a este trompudo sinvergüenza a ver si es cierto!

Calero iba a hacer lo que decía, pero Herminio lo contuvo tejándole un brazo y señalándole, con una mirada, al Agente de Policía que ya se acercaba. Traía el Colt treinta y ocho largo por delante, colgado de una enorme faja de tiros, y disimulaba su intención haciendo que buscaba con la vista algo entre las chucherías de la urna. No había escapatoria. Había que pagar lo que el negro cobraba, si no queríamos perderlo todo y pagar, además, una multa.

–Casi nos deja sin qué comprar los Chester –dijo Herminio, acordándose de los cigarrillos y de la marca, que era la única, junto con los Camel, que se vendía en los Comisariatos.

–Decile al carajo ése que se sirva medio litro en tres –me rogó Calero, que estaba verde de cólera–. ¡Quiero que nos acabe di'acabar!

Se echó la vasada de ron de un solo trago y, después de restregarse la trompa y de escupir con rabia, exclamó:

– ¡Solu'así se me bajan las bilis que me ha regao este saltiador!

Salimos del Comisariato echándole maldiciones al negro, al Agente de Policía y a la United.

Afuera, en los oscuros bananales de Fortuna, relampagueaba nerviosamente la luz opaca y verdosa de las candelillas. Yo corté tres hojas de banano para que cubriéramos con ellas los sacos de la provisión. El agua seguía cayendo tercamente.

Habríamos caminado unos cincuenta pasos sobre la línea, cuando Calero, que marchaba adelante, achispado por el ron lanzó un prolongado grito de desafío. Alguno, que iba llegando en ese momento al Comisariato, se lo contestó gritando :

– ¡Silencio malcriado! ¡Cuidao le caliento las costillas! Calero tiró el saco a la línea y se devolvió en una pata, exclamando, rabioso:

– ¡Este chingao es el que me va'pagar la que m'hizo el negro! –Y le brillaban los ojos en la oscuridad, mientras esgrimía en su mano el filoso machete.

Tuvimos que deternerlo a la fuerza y luego lo aplacamos diciéndole:

–Déjate d'esas vainas, hombre. ¡Nc seas baboso! ¿O es que queres que tengamos que trabajar la quincena pa llenarle las bolsas al vago del Agente'e Policía?

– ¡Me libre el diablo! –gritó juntando el saco–. ¡Primero me seco en la cárcel que págale una multa a ese panzón! –Y echó a trotar hacia Andrómeda.

Come a las nueve d<> la noche ya estábamos de vuelta en el pueblucho. En el campamennto general, donde dormían casi todos los muchachos nicaragüenses, brillaban algunas luces todavía. Al pasar gritamos

– ¡Adiós, nicas chochos!

– ¡Hey, cartaagoj, cuidao loj ajujtan laj bruujaj! –contestaron de adentro, reconociéndonos en la voz.

Cuando pasamos revista a la provisión, nos encontramos con que Calero, al tirar el saco al suelo, había reventado unas bolsas de arroz y de azúcar que se habían mezclado en el fondo. El autor del desastre murmuró muy tranquilo:

–Mejor; así comeremos arroz con dulce, a la juerza.

–Pues, ya podes'irlo alistando. Mañana te toca a vos cocinar –le dijo Herminio.

– ¡Se me puso que tenían que comenzar con el chancho'e casa! -–vociferó Calero. Y después de tirar el sombrerillo en un rincón, añadió:

–Si el lunes entrante hay que ir a traer provisión, yo no voy con ustedes.

Esa quincena cocinamos nosotros. Llegábamos del trabajo a las cinco, bien cansados y mojados, y al que le tocaba tenía que doblarse en la cocina, a batallar con el fuego y con las latas recortadas en que hacíamos la comida. De una vez dejábamos listo el almuerzo del día siguiente, que llevábamos al trabajo en los paniquines, para comerlo frío.

El día que cocinaba Herminio era una delicia. Comíamos temprano y sabroso.

Calero era un relámpago. Hacía una fogata como para asar un buey. Desde el corredor lo oíamos peleándose a gritos con las latas, dándole al fuego unos soplidos que querían botar el campamento, que se inundaba de espesas nubes de humo. Un momento después estaba repiqueteando el cuchillo en el tabique, llamándonos a comer. El se sentaba en el corredor y se hacía la comida tragada en dos bocados, mientras se quitaba con los dedos el sudor que le corría a chorros por su cara tiznada.

El día que me tocaba a mí cocinar era el desastre. Ninguno se podía arrimar a la cocina. Allí estaba yo encerrado, como un tigre, renegando con los ojos llorosos por el humo, lleno de hollín hasta la coronilla y con los dedos chasparreados. Ya de noche los iba llamando a comer. Calero cogía su paniquín, probaba la comida con la punta de los dedos y, haciendo una mueca de asco, exclamaba:

– ¡Ugrrf! ¡Semejantes espavientos p'hacer una pelota de arroz ahumao!

Yo sentía deseos de ensartarle el tarro del arroz en la cabeza.

Algunas veces, cuando el negro Clinton andaba con suerte, hacíamos fiesta con el pedazo de tepezcuintle que nos regalaba. Nosotros lo veíamos pasar todas las noches hacia la montaña, con un gangoche cubriéndole la espalda, un pedazo de gorra sin visera en la cabeza y sus polainas viejas amarradas con mecates a las canillas; al hombro llevaba su más preciado tesoro: una escopeta de cañón carcomido y amarrado con alambres al pedazo de culata. Si oíamos un tiro lejano, exclamábamos:

– ¡Ya hay carne pa mañana!

El regresaba feliz, saludando a gritos a la gente de los campamentos, para que salieran a verlo con el animal colgado a la espalda.

Yo le daba un tiempito y luego le iba llegando muy disimulado, por la cocina del rancho, como el que no sabía la cosa. Ya el viejo, con el cuchillo en la mano, deslazaba al animalillo en una tabla mientras la negraza le alumbraba con la canfinera en alto.

–Gur nai, mai fren. Gur nai, mamá –saludaba yo, haciéndome el sorprendido do encontrarlos en esa ocupación.

Los negros me contestaban riéndose. Ya ellos sabían que iba por la paga del pescado.

– ¡Ta gordita, gordita! –me decía el negro pelando los dientes de satisfacción, mientras palmoteaba el lomo café oscuro veteado de blanco del gordo animalillo. Después me daba mi pedazo que, de vez en cuando, la negra acompañaba con sabrosos pejibayes rayados.

¡Pobre negro Clinton! A veces trasnochaba ocho días seguidos en la montaña, dándole de comer a los zancudos, arriesgando una mordedura de serpiente, para poder cernerse un pedazo de carne.

A pesar de la vigilancia de Cristo'e Fierro y del cholo Azuela, nosotros nos hicimos de veinticinco candelas de dinamita, con sus fulminantes y mechas respectivas. Yo encontré un medio muy sencillo de burlarlos.

A algunos tiros les dejábamos el tubo apenas pegado de la punta de la mecha, para que no llegara hasta el fondo el chorrillo de fuego. Esos tiros no explotaban. Nosotros íbamos después, haciéndonos los desesperados, comprobábamos delante de Cristo'e Fierro que se habían cebado los fulminantes y los arrojábamos con desprecio al monte. En cuanto se descuidaban, los recogíamos y los ocultábamos en la bolsa. Con las candelas la cosa era más peligrosa.

Teníamos que dinamitar los árboles inmensos que formaban parte del "aterro". Yo cogía treinta o más candelas en un solo rollo bien amarrado, y lista una de ellas con la mecha de una cuarta escasa; después de acomodarlas bien entre una de las desgarraduras del tronco, daba fuego a la mecha, gritando:

– ¡Fueeeegooo! ¡La mecha es corta, compañeros!

Herminio y Calero corrían haciendo aspavientos y tronando los zapatones en el barro. Todo el mundo los imitaba espantado. Cristo'e Fierro salía como alma que lleva el diablo y se escapaba de descoyuntar las canillas tirándose por los despeñaderos. El corvetas de Azuola no se le quedaba atrás.

Yo corría unas cuantas varas y aprovechando la confusión me devolvía rápidamente, escamoteba dos o tres candelas del rollo, me las metía en un decir amén por dentro de la camiseta, y en tres saltos caía detrás de unas rocas. No me había ni acabado de agazapar, cuando rugía la pólvora.

¡¡Booon! !

Me quedaba oyendo un repicar de campanillas largo rato, por la proximidad de la potente explosión, mientras caía del cielo una lluvia de astillas y raíces haciendo un ruido que helaba la sangre.

– ;No sé por qué carajos'ese loco del diablo no le pone más mecha a esos tiros! –decía uno, untándose saliva en el codo que se había golpeado al tirarse precipitadamente detrás de una piedra.

Herminio, riendo, me guiñaba un ojo. Calero venía espantado a comprobar si yo estaba vivo todavía.

En una de esas carreras desaforadas se me resbalaron los zapatos y me di un golpe en la rodilla que me puso a sudar helado y me dejó la pierna tiesa por cinco días. Pero ya teníamos dinamita para comer pescado unas dos semanas por lo mernos.

Poco a poco iba desapareciendo la enorme montaña de escombros. En los otros tramos de la trocha los rieles del tranvía semejaban inmensas serpientes de acero. Azuola cubicaba el trabajo hecho y gruñía de satisfacción. Los hombres seguían sudando, metidos hasta las rodillas en el barro.

Dedicábamos los domingos a lavar la ropa. Desnudos los tres en el río, sentados cada uno en su piedra, comenzábamos la aburrida tarea. Calero, posiblemente con la esperanza de lograr blanquear así su pellejo achocolatado, se enjabonaba de los pies a la cabeza, se arrodajaba en su piedra y en esa facha pasaba las horas, dándole a los chuicas. Al principio parecía una montaña de espuma con ojos;pero poco apoco, los rayos ardientes del s oí le iban secando el jabón, que se le cortaba entonces sobre la piel. Yo no podía explicar cómo hacía para soportar la sensación pegajosa que eso le debía causar. El no hacía más que pelar los ojos en muecas ridiculas, para estirarse la piel enjabonada y reseca de la cara, y seguía dándole como un desesperado a los trapos, que un par de horas después tenía tendidos sobre las piedras de la orilla. Luego se tiraba en una sombra, a burlarse de mis inútiles esfuerzos y a reírse de verme soplándome los nudillos pelados contra la piedra.

Pero había que pelarse los dedos y que llevar sol. En Andrómeda era difícil encontrar quien lavara un trapo y la que tenía tiempo para hacerlo se hacía pagar caro el trabajo. Dos colones por un pantalón de dril y uno por la camisa, fuera de la planchada.

Terminaba la lavada, y para mientras se oreaba la ropa, echábamos una candela de dinamita en una poza, ¡y a nadar en las correntadas detrás del peje golpeado!

Había amainado un poco el temporal. Se acercaba el pago y nosotros estábamos alegres como unas pascuas; por las noches, mientras el pobre Badilla se retorcía del dolor de cintura, nosotros lo exasperábamos con nuestras risas y cantos. Una noche, en que nos pidió casi llorando que lo dejáramos en paz, resolvimos continuar la parranda en el campamento general, con los muchachos nicaragüenses amigos nuestros.

Nuestra llegada fue recibida con saludos fraternales de todos los rincones, con bromas y pullas alegres. Nos fuimos directamente al rincón del viejo Sobalvarro para que nos contara cuentos de las guerras de Honduras, en las que al, aunque nicaragüense, había andado metido.

Arrodajados en el piso, con las cobijas arrolladas en el pescuezo, y alumbrados por una canfinerilla, unos cuantos, en grupo, jugaban el poker con un naipe casi deshecho; más allá, un muchacho, echado de panza y a la luz de una candela que se iba doblando poco a poco, se mataba la cabeza escribiendo una carta, sobre el piso. En los rincones oscuros brillaban las rojizas brasas de los puros y de 'os cigarrillos. Bultos tirados en el suelo por todas partes. Risas. Conversaciones ahogadas.

De una esquina llegaba, como zumbido de abejón, la voz gruesa de uno que cantaba una canción nunca oída antes por mí.

–Ahí está Cachuchita cantando, como siempre –nos dijo el viejo Sobalvarro.

"Cachuchita" era el único hondureño que había en Andrómeda. Decía haber recorrido toda la América Central, y era bueno y humilde, con una sonrisa bondadosa en los labios todo el tiempo.

"Y la vieja doña Anita,
refinada liberal,
parecía burra vieja
saliendo di'un guatal".

– ¡Adentro, Cachuchita, ají me gujta! –gritaron de pronto interrumpiéndolo.

¿De qué país lejano traería esa canción? ¿Y esa otra, que cantaba muy lentamente y con la música de "Cielito Lindo"? Yo lo oía como un alegre zumbido que me cosquilleaba en los oídos:

"Dicen sus partidarios,
don Policarpo
que usté es un bueno,
que usté es un bueno;
pero si se descuida,
don Policarpo,
¡le dan veneno!

"De las altas montanas,
don Policarpo,
vienen rodando,
vienen rodando,
cuatro mil esqueletos,
don Policarpo,
¡y lo andan buscando!"

– ¡Hey, catracho'el diablo, jodidóo! ¡Todaviilla hay quien je acuerda'e laj pijiadaj qu'hemoj daoo! –gritó un nica recordando tiempos pasados.

El hondureño rio en su rincón, y un clamor de guerra se alzó en el campamento.

Una vez más se evocó la tierra lejana, sus batallas famosas, sus grandes guerrilleros, sus ciudades y pueblos, perdidos en el pasado de aquellos hombres. Murmullo de conversaciones aleteando en la semioscuridad del campamento.

Vibraba una voz de muchacho en un rincón: ' –... nojotroj, en Laj Grietaj, cuando noj dimoj cuenta'e la embojcaada . . .

– ¡Choocho! ¡Je corrieron como cipootej; –lo interrumpió la voz de uno que conocía la historia del combate de "Las Grietas".

Una voz grave roncaba más allá:

– ... y cuando el General Japata gritó: " ¡Adentro, mi gente! ", nojotroj . . .

Muy cerca, cabo Juan, un nica alto y blanco, muy amigo nuestro, contaba su historia también:

– ... en Laguna'e Perla, ya en la tarde. Nojotroj llevá-bamoj Ejpinfler; algunoj, Cong-cong. ¡Jodiido! , hajían laj máquinaj: ¡pa, parará, pa, parará, pa! Y loj cañonej: ¡ben-guéen! , ¡benguéen! Enton . . .

–Vea, cabo Juan –interrumpió el charlatán de Calero– cuidao voltea un cañón d'esos p'acá y me jode a mí.

Un coro de carcajadas celebró la broma de Calero. A mí me gustaba impacientar el bueno de cabo Juan, y le eché una pulla:

–¿Sabe lo que dicen por'ahi, cabo Juan? Que si uno tira un sogazo en el parque'e Managua, ¡con seguridá que soguea un general!

–¿Y sabej lo que dicen por allá? –me replicó el viejo–. ¡Qué loj ticoj trabajan con jombrilla pa no quemarse el pelleejo!

Carcajadas por todas partes y aplausos para cabo Juan que me había ganado la partida.

Luego, los nombres de lugares queridos y de mujeres amadas. Nandaime, Chinandega, Granada, Masaya, Rivas, Ji-notega. Y la Maríiia, la Juana . . .

Había un palpitar de emoción en la voz de esos hombres curtidos por el duro bregar con la vida; por el sol, el agua y el barro de los bananales. Yo imaginaba pueblitos risueños recostados al píe de montañas azules, desde donde venían esos hombres cantando, y huyendo de la bota del gringo. Y del sable del déspota.

Pobres hermanos nicas. Vienen cantando, arrullando ilusiones, en busca de libertad y trabajo, a caer nuevamente en las manos del gringo. Y a llenar con su esfuerzo el bolsillo del rapaz Agente de Policía. Sudan el suampo, sudan la montaña. Poco a poco sus cuerpos de acero se van convirtiendo en coyundas, hasta caer con los huesos clavados en el bananal.

Huesos de nicas. Huesos de ticos. Huesos de negros. ¡Huesos de hermanos!