-II-


Desperté a las cinco de la mañana y los negritos me informaron que el resto de la gente había partido a medianoche. Ellos esperarían el tren del cacao que los llevaría muy adelante, y yo podía esperar también un rato, pues era muy temprano para marchar a Chasse. Se fueron a buscar el desayuno, y allá los veía conversando con un negro vestido de harapos sucios, que afilaba el machete en el corredor de una de las casuchas. Me llamaron.

–El dice que sólo puede regalar poquito agua caliente pa calienta el estómago –me dijo riéndose el negrillo, mientras se golpeaba la barriga–. Y plátano verde. No tener azúcar ni sal.

–Está bien –contesté, y me senté a esperar.

Nos trajeron el agua en unas tazas zontas y agrietadas y un plátano verde asado para los tres. Mientras mascaba mi pedazo de plátano, se me metían por los ojos la tristeza y la desolación de aquel lugar: casuchas miserables que parecían acurrucarse en el frío de la mañana gris y lluviosa; cacahuitales oscuros y pantanosos en el fondo sombrío, y moviéndose hacia ellos, arrastrando las piernas envueltas en trapos mugrientos, unos cuantos negros haraposos.

Me despedí de los negritos y cogí la línea en la dirección que me indicaron. Cacahuitales abandonados. Recio aguacero medio capeado con una hoja de banano que me dio un negro. De vez en cuando, negros quebrando cacao a La orilla de la línea, mientras soportaban estoicamente el aguacero.

Cuando llegué a Chasse lucía el sol y en la brisa fresca llegaba el rumor de las cercanas aguas del Sixaola. Dejé a la derecha el comisariato de la United y los campamentos solitarios de sus cercanías y me dirigí directamente a la tienda del chino del lugar. Ni un alma por ninguna parte. Un poco adelante, unas casilla de madera y unos trapos colgando de las cercas. Penetré en el establecimiento, compré unos cigarrillos al dependiente negro y me senté a descansar en la banca del corredor.

Al poco rato salió el chino con los zapatos sueltos y en camiseta. Me saludó y se sentó en la banca.

–¿Uté venil también pa la votación? –me preguntó.

Y como le respondiera afirmativamente con la cabeza, agregó:

–Ayel templano pasó la gente pa lentlo. Esto ta mu lalgo, calajo. ¡Uf! ¡Mulalgo!

Posiblemente se refería a las autoridades y a los agentes del Partido Oficial que ya andaban por ahí y como le expresara mi inconformidad con el traslado de la mesa electoral a un lugar tan remoto, me hizo entender que "nosotros", que "éramos los del negocio de la política", podíamos ir hasta allá y no obligar a los indios, que no ganaban nada, a bajar hasta Chasse.

Nosotros tampoco ganamos nada con la política –le dije.

Se quedó viéndome con una risita de incredulidad en los labios.

–¿Qué paltilo es uté?

¿Para qué mentirle al chino? Tenía que inquirir datos y orientarme y algo tenían que agradecernos los chinos por la campaña que acabábamos de hacer a favor de la República China. En vez de contestarle saqué un folleto y se lo mostré. En cuanto vio el retrato de nuestro candidato, me dijo que él lo conocía y que lo había oído hablar en Limón.

–Hombre mu entelegente –sentenció–. Látima, calajo, pelo sin plata etá jolilo.

Mientras cambiaba una mirada indefinible con el negro, me preguntó si andaba solo y a pie. Le conté cómo había hecho el viaje, y entonces exclamó:

–Poblecito. Camino mu lalgo y montaña dula, ¡calajo! –Y le ordenó a una negra que estaba adentro que me hiciera un poco de café.

Me pasó adelante, y mientras me tomaba el café yo le hablaba , no sin cierta intención, de la guerra china-japonesa y del brillante porvenir de China. El se paseaba preocupado, como el que se ve obligado a hacer algo que le reprocha la conciencia, e insistió en que me comiera todo lo que me había servido, como si me estuviera preparando para un prolongado ayuno. Me explicó que él nada tenía que ver con la política del país y luego me preguntó en qué forma pensaba llegar hasta Amure. Le dije que no lo sabía y entonces me informó de la llegada "casual" de dos inditos; vivían más adentro de Amure y yo podía hacer el viaje en el cayuco de ellos.

Aunque maliciando una trampa, me resolví:

-Dígales que viajaré con ellos y que les pagaré el servicio.

Y mientras el chino se fue a hablar con los indios, saqué el foco y me lo metí por dentro de la camisa, prensándomelo con la faja.

Se trataba de dos indios jóvenes que estaban metiendo la provisión dentro de una red. Uno era alto y fornido, cara ancha de niño grande y pelo cerdoso recortado en forma de hisopo. El otro, bajito y esmirriado, con una carilla afilada que bien podía ser de un ingenuo o de un taimado, me dio la impresión de un gran zamarro metido a tonto por negocio. Ambos llevaban las camisolas sueltas y los pantalones arrollados a la altura de las rodillas.

Compré una bolla de pan de regular tamaño, unas galletas, unos cigarrillos y, ya listos los tres, me despedí del chino que, según me dijo, se iría a pasar el día de las elecciones i Limón.

El indio alto se nos adelantó corriendo y desapareció en el interior de una de las casillas; nos alcanzó cuando bajábamos el playón del río. Acomodaron mis bolsas y la red en la cabecera del cayuco, y mientras las tapaban con hojas para evitar oí salpique del agua y arreglaban unos palos en el centro para que me sentara yo, interrogué al más alto:

-¿Cómo te llamas?

--Juan Motawa.

--¿Y este otro?

-Mi cuñao.

Hablaba rápidamente, cortando las palabras con acento desconfiado y hostil. El otro reía estúpidamente, mientras me lanzaba miradas de reojo.

Comenzamos a remontar las aguas frías y espumosas del Sixaola. Los indios silenciosos, de pie en los extremos del cayuco, con sus largas palancas lo impulsaban vigorosamente corriente arriba. Atrás me quedaba el indio alto, y el "cuñao" iba en la proa. Orillando ;e siempre en busca de los remansos, sorteaban con habilidad asombrosalos troncos, las piedras y los bajos. Cuando se hacia difícil una orilla, enrumbaban a la otra, desafiando la revuelta correntada del centro con el canalete y conservando siempre el cayuco al hilo de la corriente.

Con las piernas cruzadas en el fondo del cayuco estudiaba yo mi nueva situación. ¿Qué intenciones tendrían esos desconocidos de piel achocolatada? ¿Adonde me llevarían en realidad esos hombres silenciosos? La jacket de cuero que ellos examinaron con miradas ávidas, las chucherías de la bolsa, mis zapatos y el dinerillo que me habían visto en el Comisariato, todo eso podía significar una fortuna para aquellos pobres diablos. Sentí frío en la nuca al imaginar a Juan Motawa arrojándome al agua de un palancazo asestado por la espalda. Me volví receloso, pero nada me decía la cara imperturbable del indio, ni sus ojos acechando tenazmente el peligro de los rápidos. Temía también una celada, del Agente de Policía. ¿No era sospechosa la casual llegada de los indios? ¿No tenía el control de la indiada y de los cayucos? ¿Y si mis acompañantes llevaban el encargo de perderme o de llevarme hasta un rancho lejano, perdido allá en el corazón de la montaña, para sacarme hasta después de las elecciones?

– ¡Hum! –me dije- . Estos indios pueden ser más vivos de lo que parecen.

Pero a pesar de mis sospechas no me quedaba más camino que jugarme esa carta y aguzar el entendimiento. Me quité la jacket y el sombrero, me arrollé los pantalones y me puse un pañuelo en la cabeza, imitando a mis compañeros. Vistos de lejos, éramos tres indios en el cayuco.

– ¡Escorcia! –exclamé en voz alta señalando a la derecha dos ranchillos lejanos, enclavados en lo alto de un desmonte.

–Ejem –murmuraron los indios.

–No está aquí pero volverá pronto –añadí, para hacerles creer que conocía bien la gente y la región.

Frente a los ranchos, como manchas oscuras, todavía estaban los viejos mandarinos. Allí había estado yo hacía algunos años durmiendo, con Antonio, sobre unos cueros de saíno. De nuevo contemplaba el paisaje, mientras Antonio dormía lejos, en el rincón de un cementerio. Ya esta vez no tuvo que abandonar su rancho, pan acompañarme, como en aquella ocasión. Me pareció ver de nuevo su cuerpo menudito encorvado sobre los trillos del monte, marchando siempre adelante, con la escopeta al hombro y diciendo con su voz clara y varonil: "No se aflija, compañero, que ahorita llegamos al rancho de Meléndez. ¡Ya verá qué hombrazo es ese! Es el único compañero que tenemos en Talamanca".

–¿Conocerán estos indios a Meléndez? –me pregunté yo–. ¿Será a la orilla de este río donde se alza el monte en que él tiene su rancho? Porque esa vez Antonio me hizo subir hasta el rancho, a conocer al compañero robusto y simpático que tanto me hiciera reír con su modo francote de exponer las cosas. ¿Por qué Meléndez, siendo un hombre inteligente, vivía solitario en el monte con aquella india bajita y pali-deja? No pude contestarme entonces esa pregunta. Pero me fui de su rancho muy contento de haberle estrechado la mano y le dejé folletos y periódicos que él recibió entusiasmado.

– ¡Quién pudiera encontrarse con Meléndez! –suspiré–. ¡Y qué distinto sería todo si viniera guiándome el compañero Antonio. " ¡Adiós, compañero! ", me había gritado Antonio, ya de regreso, desde la puerta de su rancho: "No se olvide, cuando tenga que volver a Talamanca, de avisarme con tiempo, pa alistarme". No podía sospechar entonces el abnegado compañero, que dos meses después iba a llegar, deshecho por la fiebre, al Hospital de San José, de donde enviaron poco después sus restos a podrirse en el Calvo, en el cementerio de los pobres, de los humildes y desconocidos.

Por eso ahora tenía yo que jugármela solo con ese par de indios sombríos.

Llegamos a un rápido peligroso y arrimaron el cayuco a un playón extenso. El "cuñao" saltó a tierra.

–Esperar allá –me dijo Juan Motawa, señalándome el final del playón, quinientos metros más adelante–. Yo sube solo.

Iban en el cayuco todos mis haberes y mis credenciales, pero era peligroso disgustarlos con sospechas que podían ser infundadas.

–Mira . . . –le dije en son de broma, pero para que "echara en su saco". Yo señalando un pedruzco blanco, cuarenta varas más adelante, lancé con fuerza una piedra que fue a hacerce pedazos contra él.

Luego me entretuve disimuladamente, cuidándome de no alejarme mucho de la orilla ni de adelantármele demasiado al cayuco, mientras el "cuñao" trotaba adelante hacia el sitio señalado.

Volvimos al cayuco. Avanzaba el sol por entre nubes amenazantes que ensombrecían los montes abruptos y las aguas tumultuosas del inmenso río. Soledad. Silencio profundo interrumpido apenas, de vez en cuando, por los chillidos de las aves asustadas por nuestro paso y por el acompasado chasquido de las palancas al rastrillar en el fondo pedregoso del Sixaola.

Yo sabía que más adelante atalayaba el río, desde su margen izquierda, la casa del Agente de Policía. Con maña, por si acaso, les di a entender a los indios que quería que nadie se enterara de mi viaje, pues deseaba darle una sorpresa "a mi amigo Leví". Al poco rato arrimaron el bote a la ribera derecha.

–Caminar con mi cuñao por la montaña y esperar arriba. Agua peligrosa –me dijo Juan Motawa.

– ¡Diablo! –me dije yo– este indio va a pasar solo, con mis chécheres, por la casa de Leví. ¿Sería una maniobra estudiada?

Eché a andar desconfiado por el trillo que se internaba en la montaña, pegándome a los talones del "cuñao" para impedirle una escabullida por entre el monte. Al poco rato de andar se detuvo, señalándome unas huellas frescas y bien marcadas en el barro de la picada.

–¿Tigre? –le pregunté.

– ¡Ejem!

Al llegar a un claro de la montaña lanzó un grito prolongado.

– ¡Silencio! –le ordené yo, sospechando una señal.

Volvieron a aparecer más adelante las huellas del tigre, y unos rastros de sangre. El indio se detuvo medroso y con ojos asustados examinó la vegetación que nos rodeaba. Era la oportunidad que yo buscaba para engañarlo e infundirle respeto.

–¿Tenés miedo del tigre?

– ¡Ejem! –musitó el indio, acercándoseme.

–No tengas miedo, yo llevo revólver –le dije, mientras me tocaba el foco que llevaba por dentro de la camisa.

Desde entonces continuó el camino cabizbajo y no se le ocurrió volver a gritar.

Salimos a un lugar en donde el río, abriéndose en dos brazos, dejaba una isla de escasa vegetación en el centro. Dos indios estaban sentados en un pedrón bajo un árbol inmenso y con ellos entabló el "cuñao" larga conversación en su dialecto, mientras me volvían a ver insistentemente. En cuanto divisamos a Juan Motawa remontando lentamente uno de los brazos, los dos indios cogieron su cayuco y se largaron aguas abajo por el otro.

Fuimos a encontrar nuestro cayuco. Conversaron animadamente los dos indios. Cuando calculé que ya el "cuñao" le había informado al otro de lo del revólver, cogí el cayuco de la amarra de fibra trenzada, lo varé en la playa y después de hacer desembarcar a Motawa y de convencerme de que no faltaba nada, nos sentamos los tres en las piedras del playón.

–¿Vos tenes rancho en Amure, Juan?

–Ejem.

–< Vas'ir pasao mañana a las votaciones?

–Ejem.

¿Onde tienen que reunirse pa las votaciones?

Me miró impasible sin contestarme nada.

–Juan Motawa –le dije, poniéndome de pie y acercándome amenazador– quiero que me digas onde van a ser las votaciones.

–Iglesia de Amure –confesó en voz baja, mientras miraba en todas direcciones como convenciéndose de que nadie lo escuchaba.

Entonces le dije que tenía que esconderme en su rancho y llevarme a la iglesia el domingo, a las cuatro de la mañana. Nadie lo vería llegar conmigo.

–Comandante viene Talamanca –terció el "cuñao", como una amenaza.

– ¡Qué comandante ni qué canilla'e muerto! Ese no es comandante –le contesté, sospechando que se refería al fiscal oficial que andaba haciéndose pasar por comandante.

–Quién comandante entonces, ¿Leví?

–Tampoco.

–¿Uté?

–Tal vez –y sacando mi tarjeta de fiscal, le enseñé el sello de la Gobernación.

Luego saqué el peine, el cepillo con su estuche de celuloide verde, la pasta y la cajita de la máquina de afeitar. Abrí esta última y cogiendo la maquinilla dorada comencé a afeitarme en seco. Los indios me miraban extrañados.

– ¡Limpia barba! –exclamaron.

–Todo esto es tuyo, Juan Motawa, si haces lo que te'dicho. Además, si me sacas el lunes hasta Chasse te pagaré un dólar y medio.

–Tá bien. –Y los ojos le brillaban de codicia. Cuando nos dirigíamos de nuevo al cayuco, lo cogí de un brazo para decirle:

–Quiero que nadie sepa nada, ¿entendés? Si sos honrao ganas, pero si m'engañás . . . ¡Juan Motawa no volverá a engañar a nadie! –Y me golpeaba el foco por encima de la camisa.

La cruzada por la montaña me había desorientado. Esa inmensidad de agua revolviéndose en lenguas enormes y esas torrenteras espumosas que remontábamos trabajosamente, lo mismo podían ser las del Sixaola que las del Yorquín, o las del Telire o quizás las del Urén: inútilmente trataba de orientarme examinando las solitarias riberas. De vez en cuando alcanzaba a vislumbrar, por entre el enmarañado bejucal, el cucurucho pajizo de un ranchillo. Para entretenerme y para congraciarme con los indios canté todos los sones y las rumbas que pude recordar. Parecieron entusiasmarse y entonces les pedí que cantaran alguna canción en indio.

–Indios no tienen canción –me dijeron. Pero después de mucho insistir comenzaron a exhalar una serio de gemidos cortos, sin vida ni armonía; era una especie de monótona salmodia, que hacía pensar en largas filas de indios fatigados bajo el sol de fuego, arrastrando enormes cargas por una pendiente interminable.

Al doblar una vuelta, tendí la mirada río abajo. Allá muy lejos distinguí un bote que adiviné repleto de gente.

–¿Leví? –les pregunté, señalando el bote.

–Ejem –murmuraron los indios, sonriendo maliciosamente.

–¿Nos alcanzarán?

No alcanza –afirmó Motawa.

–Cuidao si ese bote nos alcanza. ¡Mucho cuidao! –les dije.

Los indios redoblaron sus esfuerzos, yo empuñé el canalete y comenzó una carrera fantástica sobre la espuma de las correntadas. Cuando llegábamos a algún chiflón o a una torrentera, me tiraba del cayuco, me arrollaba la amarra en la muñeca y ayudaba a arrastrarlo corriendo orillado, con el agua a la rodilla. Allá atrás, apareciendo y desapareciendo en

las revueltas del río, crecía lentamente el bote de Leví. Caía la tarde cuando los indios clavaron el cayuco en la ribera izquierda, contra un desembarcadero.

–Apiar aquí –me dijo Motawa, mientras se quitaba el sudor de la cara con las mangas de la camisa–. Lleva todo –agregó, cuando vio que yo cogía sólo la jacket y el sombrero.

–¿Y tu rancho?

–Mi cuñao lleva. Yo va más lejos y vuelve después.

La picada que seguíamos nos llevó a una especie de floresta cruzada por innumerables trillos, que debían llevar a palenques escondidos en la espesura; por todas partes creía ver indios acechándome. Naranjos abandonados y solitarias cepas de banano anunciaban la proximidad de la vivienda indígena, que muy pronto apareció en un claro. Era un inmenso palenque, con un alto cucurucho de palmas como techo y cerrado con astillones parados y mal unidos con bejucos, por entre los que asomaban las caras asustadas de las mujeres. Aullaron furiosamente los perros sarnosos a nuestro paso y los cerdos gruñeron dentro de la cocina india. Cinco o seis indios que se enderezaron en sus hamacas para conversar rápidamente y a grandes voces con mi guía contestaron mi saludo con gruñidos hoscos.

Más adelante la picada se ahondaba teniendo la montaña del río a la derecha y el monte enmarañado a la izquierda. En las hamacas de un rancho que estaba en un alto creí distinguir a unos hombres que no eran indios. El "cuñao" se paró cerca de la quebrada y apartando la cortina de bejucos para asomarse, me dijo, mientras señalaba un palenque que apenas se dibujaba por entre la vegetación.

–Yo quiere ir momentito.

–Yo también –le contesté, resuelto a no quitarle la vista de encima. Se quedó viéndome contrariado y prosiguió el camino sin hacer la visita.

Mientras subíamos una pendiente me pareció oír rumor de voces en la espesura; subí a un paredón y por entre los claros del monte divisé otro rancho.

–Yo quiere ir momentito --volvió a decir el indio.

–Pues, vamos caminando –le dije, mientras lo empujaba

en dirección al palenque.

Entramos agachándonos un poco, ya que estaba abierto por todas partes. Una india desgreñada y sucia estaba sentada junto a un fogón que humeaba sobre el suelo. Tres indios que se hallaban arrodajados sobre un montón de palmas, se levantaron para saludarme dándome la mano en la forma en que siempre lo hacen todos ellos: se tocan apenas con la punta de los dedos y retiran la mano rápidamente. Me ofrecieron asiento sobre un tronco y entablaron una animada conversación en su dialecto con el guía. ¿Qué se estarían diciendo? Sobre una tarima de maquengue, anidados entre un montón de trapos sucios y hojas secas, unos indillos desnudos, flacos y mechudos, tosían desesperadamente retorciéndose como gusanos.

–¿Mucha tos? –pregunté, dirigiéndome a la india, que permanecía inmóvil. Ella no movió un músculo, pero un indio viejo se volvió para decirme:

–Muy enfermo, señor. Indio pobre no tene medecina. –Y señalándome a la india, agregó–: No entende español, señor.

Llegaron seis indios más, y después de saludarme uno por uno con el consabido toque de manos y uno o dos con un "cómo tá, señor", se fueron acuclillando sobre las palmas. Se animó la charla indígena. Los recién llegados me miraban con disimulo mientras yo encendía un cigarrillo, y cuando empecé a fumar se quedaron extasiados contemplando las volitas de humo. Todos se apresuraron a coger su cigarrillo cuando les pasé el paquete, y al terminar la ronda el indio viejo me señalo a la india del fogón, que con un gruñido me agradecía el cigarrillo que le llevé. Fumaban a grandes chupadas, como novatos, y ninguno golpeaba el cigarrillo.

Un rumor de voces se acercaba por el lado de la picada. Agucé el oído y creí distinguir palabras sueltas en español. A los pocos instantes vi. pasar, por entre los claros de la maraña, una fila de hombres que no eran indios, pero a los que no pude distinguir exactamente. Volví a ver al "cuñao" y estaba contando con los dedos a los que pasaban.

–Cinco –le dije, cuando vi que había pasado el último.

–Ejem.

¿Leví? –le pregunté, sospechando que se trataba de la gente que nos seguía en el otro bote.

–No mira bien –gruñó. Y se volvió a hablarle a los otros. Yo hubiera dado un ojo de la cara por entender lo que decían.

Al poco rato resolvió continuar la marcha. Volvimos a caer a la picada, que había quedado sembrada de huellas de pies calzados. El "cuñao" trotaba y yo me esforzaba por impedir que me tomara mucha delantera. Ya el sol se había ocultado cuando allá muy adelante, en el recodo de una pendiente, alcancé a ver el sombrero y la camisa kaki de un hombre poco antes de que lo ocultara el paredón. Quise avisarle al indio, pero ya éste trepaba velozmente la pendiente. Corrí también y cuando llegué al alto había tanta distancia entre el indio y yo, como entre éste y el hombre que yo había visto. Los otros cuatro hombres que habían pasado marchaban un poco más adelante. Yo deseaba detener al "cuñao", pero no podía gritarle porque me oían todos los demás. Algo atrás, por la picada, avanzaban otros dos españoles. Estaba prensado, sin chance de ocultarme y no me quedó más remedio que disimular la cogida.

–¿Idiay, a onde diablos tienen escondida esa Mesa? –grite en son de guasa y de saludo.

El hombre de la camisa kaki se volvió. Era Jorge Mena, joven empleado de Limón, recién nombrado secretario de la junta electoral de Talamanca. Nos conocíamos bastante.

–No lo había conocido –me dijo con frialdad–. Creí que era ano de los que vienen retrasados.

–Pues yo hace rato que los estaba esperando en ese rancho y no sé cómo demonios se me pasaron.

Los que iban adelante se detuvieron. Como lo presumía, uno de ellos eran don Samuel Mena, ex Comandante de Limón, padre de Jorge y fiscal del Partido Oficial. No dejó de extrañarme la presencia del Comandante y Jefe del Resguardo de Sixaola, don Ramón Soto, paisano mío y viejo conocido. ¿Por qué iba hacia Amure en vez de quedarse presionando en la Mesa de Sixaola? ¿Sería ese el enviado especial que nosotros le habíamos solicitado por medio de una carta al señor Presidente de la República, para que vigilara La Mesa de Amure? Si eso era así, el señor Presidente de la República se había burlado de nosotros mandando a ese zorro mañoso y sin escrúpulos. Me saludó con un:

–Hombre, ¿vos también andabas por'aquí? –mientras se secaba con un pañuelo la espesa montaña do bello canoso que le dejaba al descubierto la camisa desabotonada casi hasta el ombligo y cambiaba miradas de inteligencia con sus compañeros. Los otros me eran desconocidos.

Nos alcanzaron los que venían atrás; uno de ellos era casi un chiquillo, hijo del Agente de Policía de Sixaola y había ?ido nombrado también miembro de la Junta de Amure. ¡Valiente Junta!

En un ambiente de desconfianza y de frialdad proseguimos el camino todos juntos. En un descuido, don Ramón habló rápidamente con el "cuñao" y el indio se esfumó «n un decir amén. Llegamos a un rancho y al poco andar torcieron a la derecha y salimos al río. Teníamos que pasarlo y sospeché que tratarían de dejarme perdido. Comenzaron los cuchicheos y las idas y venidas. Don Ramón resolvió ir a comer naranjas "pa mientras llegaban los botes" y yo lo imité para no quitarle el ojo de encima. En cuanto nos vimos solos me le fui al grano:

–Don Ramón –le dije– yo soy el fiscal del Bloque de Obreros y Campesino y me doy de santazos con habérmelos podido encontrar a ustedes en esta montaña. Usté es la Autoridá y como tal le pido que me dé ayuda para llegar a la Mesa, ya que sólo ustedes pueden dar razón de ella.

El hipocritón comenzó a lavarse las manos y a explicarme que él nada podía hacer y que ni siquiera sabía para dónde lo llevaban; que los botes eran del otro fiscal y que si el tal fiscal quería me pasaba al otro lado del río, pero que de lo contrario nadie lo podía obligar, y que por aquí y que por allá y que este mundo y que el otro. De todo esto deduje que estaban resueltos a hacerme pasar la noche en la montaña y, como no tenía medios para imponerme, no quería romper abiertamente con ellos, por lo que resolví hacerme el tonto, dejarlo hacer y luego entendérmelas solo. Mientras yo reflexionaba, mi paisano me hacía ver la tontería que había hecho ligándome al Bloque, partido que no ofrecía oportunidades para buscarse el bienestar; y después de lisonjearme de mil maneras, me pintó la situación desahogada que él había sabido labrarse.

–Yo sé –añadió- - que con sólo que digas una palabra vos cambias de situación y vas a vivir como te lo mereces. ¡No seas tonto!

Mientras en mis adentros me burlaba de la labia del viejo, aparentaba impre sionarme con lo que me decía y hasta le insinué la posibilidad de "dejar esas vainas del Partido". Quería ponérmele al "hilo en todo, para ver si acaso lo comprometía a llevarme hasta la Mesa. De un momento a otro, y mientras conversaba conmigo, comenzó a hacer señales disimuladas con los ojos y con la boca. Volví a ver. Un cholo, de los que andaban con él, avanzó entonces mientras don Ramón le decía:

–¿Idiay, no han aparecido los botes?

–No –le contestó el cholo–. Ya es tarde y lo mejor es que le vaya a decir a los muchachos que se vengan.

Don Ramón se levantó. Yo entendí la maniobra, pero lo dejé hacer; y mientras el viejo cogía el camino del embarcadero, el cholo comenzó a meterme cuentos precipitadamente, con el fin de entretenerme y atemorizarme.

–Aquí nada va a poder hacer usté –me decía–. Si hubiera venío acompañao, menos mal, pero ¿solo? Además, Talamanca es toda gobiernista. Aquí todos somos uno y marchamos por'onde marcha la cabeza y nadie va querer hacele ningún favor. ¿Onde va a dormir? ¿Aónde va a comer? A los indios hay que cómeles cualquier chanchada que le den, pues si no se los echa uno encima. ¿Y los ríos? Si de casualidá encuentra quien lo pase en éste, ¿cómo va a hacer con los otros que siguen? Yo no creo que haya un loco que se eche a nado en esas correntadas.

Yo le mentí también diciéndole que estaba pensando devolverme, pues no quería meterme en más dificultades. De pronto me interrumpió para decirme:

–Cuidao se van los botes y lo dejan d'este lao.

–¿De veras? –le dije, riéndome–. Eso sería un olvido "involuntario", ¿verdá? Voy a ver qué se hicieron.

–Pues yo ya me voy –me dijo, y se perdió por entre la oscuridad del monte.

El embarcadero estaba desierto. Allá, entre las sombras de la lejana orilla opuesta, se moví; n unos bultos blancuzcos y brillaban unas latas. Deduje que, mientras nosotros dábamos la vuelta a pie, Leví había trepado con el bote por el río, con las latas de guaro y los demás menesteres. Como a unos cuarenta pasos más arriba de donde se movían los bultos, se alcanzaba a ver una mancha más negra que todas las demás. ¿Sería la entrada de la picada que iba hasta la iglesia de Amure? ¿Habrían pasado el río en ese lugar nada más que para despistarme? Bien podían ahora subir o bajar el río para coger el verdadero camino y yo no podía hacer otra cosa que atenerme a las huellas que dejara el calzado de "mis amigos".

Resolví pedir posada en el rancho que había visto por ahí cerca, dispuesto a pasarme la noche enjorquetado en cualquier árbol en el caso de que me la negaran. Mientras me orientaba me hacía el propósito de andarme con caites de lata con los indios del rancho, pues no era raro que, calculando mi llegada a él, Leví o don Ramón hubieran aconsejado al cholo

para que pusiera de acuerdo a los indios, y "como había que cómeles cualquier chanchada que le dieran a uno", como me dijera el cholo, tampoco sería extraño que yo amaneciera enfermo al día siguiente.

Se trataba de un rancho abierto que tenía una especie de plataforma bastante grande de maquengue, en el centro de la cual había un cuartucho cerrado con astillones. La cocina estaba en el suelo y una india machacaba algo en un rincón, mientras un indillo, como de catorce años, asaba bananos en el fogón. Saludé y el indillo me contestó en español.

–¿Hablas español? –le pregunté.

Y como me contestara que un poquito, le rogué que le dijera a la mamá que me permitiera dormir sobre la plataforma. Habló en su dialecto con la vieja y luego me dijo:

–Dice que tá bien. Sienta allí –y me señaló un tronco.

Yo me apresuré a decirle que estaba muy enfermo y con ganas de vomitar y que lo único que deseaba era acostarme inmediatamente.

–Tá bien. Acostar allí.

No aguardé a que me lo dijera dos veces. Me acosté hasta con el sombrero puesto y a los pocos segundos estaba haciendo que roncaba sobre las bolsas, con el objeto de que no me ofrecieran de comer.

Al poco rato se acostaron los dos. Por los bultos que alcancé a ver tirados sobre el piso y por los cuchicheos que oía, calculé que eran varios los indillos que estaban en el cuarto. Parpadeaba por entre las rendijas la incierta luz de un candil. Conversaciones en voz baja; risas ahogadas. Al fin apagaron la luz y el silencio del rancho sólo fue interrumpido por los secos ladridos de la tos que hostigaba a los indillos.

Llegaban hasta mí los rumores extraños de la selva; me sobresaltaba a cada momento el pesado vuelo de los murciélagos y en la oscuridad creía sentirlos parados sobre mi nariz. Dos perros sarnosos me pasaron y repasaron por encima y terminaron por acomodarse entre mis piernas. A cada media hora salían todos los chiquillos, desnudos unos y envueltos en chuicas otros, saltando entre las sombras como duendes, a hacer aguas desde la orilla de la plataforma. ¿Qué diablos beberían esas gentes que los obliga a orinar tanto?

No pudiendo dormir con tranquilidad me dediqué a nacer planes y a sacar conclusiones. ¿Qué estarían haciendo "mis amigos"? Posiblemente tratarían de aprovechar la noche ante el temor de que yo les cayera encima de un momento a otro. ¿Podrían cambiar el sitio de las votaciones? Para eso tendrían que recorrer todo Talamanca avisando de nueve a las indiadas, y no tenían ya tiempo para hacerlo. Sospeché que Leví, conociendo la forma en que yo, seis años antes, le había bloqueado el chorreo, procuraría armar la cosa de otro modo.

Podían simular la distribución de cédulas y mandarme el domingo a cada indio con una cédula de votación en la mano y la consigna de no hablar en español, con lo que me dejarían sin ningún chance de poder identificarlos. De todos modos había que llegar a la iglesia, y allá vería la forma de campanearmelas. ¿La pasada del río? Pues, me robaría un cayuco o lo haría a nado. En cuento al camino, era seguro que me lo indicarían las huellas o las indiadas mismas que de todas partes tenían que bajar hasta la iglesia, y disponía para encontrarlo de todo el sábado y de la bolla de pan, pues no había consumido más que las galletas. Más tranquilo ya, me quedé dormido.

Muy a las cuatro y media de la mañana ya estaban en pie la india y el indillo y comenzaron a preparar un sancocho miserable y maloliente. Me levanté en el acto y después de regalarles unas cuantas monedas me despedí.

En vez de bajar directamente hacia el desembarcadero cogí trillo arriba, para despitar, y entonces el indillo me habló:

–¿Pa onde caminar?

– Voy a pasiar por'ahí y posiblemente vuelva en la tarde . . . ¿Ustedes van'ir a las votaciones?

–Ejem.

–Son allá, en la iglesia, ¿verdá? –le pregunté, mientras señalaba en la dirección en que sospechaba que debía quedar.

– Ejem –contestó, y se quedó viéndome hasta que me le perdí en una de las vueltas de la picada.

Caminé unos veinte minutos sobre el trillo y tropecé con unas huellas frescas de tigre que me hicieron mirar receloso a todos lados. Por temor de encontrarme con el animal corté por el monte, en busca del río. Salí a un cauce pedregoso y casi seco, bajé por él y al poco rato estaba frente al inmenso río, cubierto todavía por las nieblas de la madrugada. Tenía que estar en el otro lado antes de que se disiparan esas nieblas y me pudieran ver. Ya le había echado el ojo a un cayuquillo que estaba escondido entre el monte de la orilla, pero a la vista de ese monstruo de más de ochenta metros de anchura y de sus enormes machos de agua retorciéndose furiosamente, comprendí que, no teniendo mucha práctica en el manejo del canalete, era una locura intentar cruzarlo en tan frágil embarcación. Pero mi Partido me había mandado a la Mesa de Amure y tenía que llegar a ella; y no queriendo, además, que nuestros contrarios se burlaran de mí, me resolví a cruzar el río a nado.

Me desnudé y envolví la ropa en la jacket. Tenía que hacer dos viajes: uno con la ropa y otro con las bolsas. Yo en otro tiempo había desafiado las aguas de ríos como el Cohén, La Estrella y el Reventazón, detrás de los bobos y de las machacas, en las pesquerías con dinamita, y hasta había llegado a ser un buen buzo de cabeza. Pero de eso hacía muchos años ya y por eso ahora sentía que se me estrujaba el corazón.

Frente a mí, al otro lado, había una playa a la que necesariamente debía dirigirme, pues el resto de la orilla lo formaban paredones rocosos en los que se reventaban las aguas cubriéndose de espuma. Veinte o treinta metros más abajo mugía un rápido capaz de matar al nadador más hábil y vigoroso. Subí por la orilla calculando lo que me podía arrastrar el agua, y dispuse hacer primero un ensayo sin llevar nada y con una mano en alto. Dos veces me metí al agua y en las dos retrocedí atemorizado por la fuerza de la corriente. Subí un poco más por la orilla y por último me eché al agua. Nadé desesperadamente y a los pocos segundos me encontraba en el playón de la orilla opuesta; descansé un minuto y ya con más confianza hice el regreso.

Decidí llevar las bolsas primero y por lo que pudiera suceder saqué los documentos y los dejé ocultos entre unas piedras. Hice la travesía con toda felicidad, llevando las bolsas en alto, pero al salir al playón, como llevaba una mano ocupada, la corriente me arrojó contra las piedras golpeándome fuertemente una rodilla, que empezó a sangrar. Renqueando y un poco descorazonado volví al agua para pasar la ropa, y cuando estaba en medio río vi dibujarse entre la bruma un cayuco en el que dos indios remontaban la corriente orillados a la ribera en que yo tenía mi maleta. Me sumergí y fui a salirles casi contra la embarcación. Me miraron extrañados y mientras alcanzaba la orilla, uno de ellos me habló:

–Hombre camina bien en el río ... río mucho peligro.

–Yo indio también –les dije riendo y enseñándoles mí melena, lacia y abundante como la de ellos–. Yo vive mucho tiempo en Cohén. Yo pasa aquella bolsa al otro lao.

–Nosotros ver –me interrumpió el indio. Y viendo la sangre de mi rodilla, exclamó:

–Pobrecito, ¿golpiar piedra?

–Sí –le dije. Y aprovechando la ocasión agregué–: Yo quiere un favor. Pasar en el cayuco mi ropa y yo pagar.

–Tá bien. Traer ropa.

Corrí por la maleta y en un decir amén me pasaron al otro lado. Uno de ellos saltó conmigo a tierra y mientas yo soltaba la jacket para sacar un dinerillo que tenía en la bolsa, él comprendiendo mi intención, habló en su dialecto con el otro y luego se dirigió a mí,, gesticulando para darle más fuerzas a sus palabras:

– ¡No, no pagar, no pagar! Nosotros pobre, uté pobre también. Favor . . . favor.

Les di las gracias profundamente agradecido.

–¿Pa onde caminar? –me preguntó el que estaba en tierra. Y como le contestara que para la iglesia, añadió:

–Yo enseñar camino. –Y trotando delante de mí, me puso frente al boquete que formaba la entrada de la picada y que era el que simulaba la mancha negra que yo había visto la noche anterior.

–Caminar derecho, derecho –me aconsejó.

–¿Está muy largo?

–¿Cómo caminar uté? –me preguntó por toda contestación. Yo le dije que muy rápido, y él agregó:

–Entonces no largo. Poner ropa y caminar ya.

Se despidió de mí después de aceptarme un paquete de cigarrillos, y yo, más alegre que unas Pascuas por haber salvado el peor de los obstáculos, comencé a hacer planes mientras me ponía la ropa. De pronto ¡maldita sea! me acordé que en un exceso de precaución había metido mis credenciales entre las piedras de la otra orilla, y en mi prisa por aprovechar el cayuco las había dejado olvidadas. – ¡Demonio! –me pensé–. ¡Si me las roban sí que quedo mejor! –Y en un santiamén estaba en la otra orilla y no respiré tranquilo hasta que las tuve en mi poder.

En cuanto estuve de vuelta con mis credencial 3S, mandé al diablo el frío y el hambre y la renquera, y desnudo como estaba me puse a ensayar pasos de baile sobre el lodo de la picada, mientras me reía como un loco de s51o pensar en la desagradable sorpresa que les iba a dar al marrullero de Leví y al viejo mentiroso de don Ramón.

Me vestí y eché a andar por la picada. Por todas partes se veían huellas de tacones y de medias suelas. En la primera quebrada que encontré me senté a comer, calculando las raciones de pan para el domingo y el lunes. Más adelante desapareció el barro y la picada se ensanchó en vereda alfombrada de zacate. El trenzado y bien tupido ramaje de los árboles y los amplios cortinajes de bejucos formaban un prolongado túnel verde-oscuro, iluminado de vez en cuando por un débil rayo de sol que, al descolgarse por entre la verdura del follaje, chisporroteaba contra el rojo encendido de las extrañas parásitas. Más de una vez, irrumpiendo entre el gorjeo de los pajarillos que escandalizaban el silencio de la selva, llegaban hasta mí rumores apagados de conversaciones lejanas, y descubría huellas que partiendo de la vereda se perdían en la espesura del monte. Aguzaba el oído y me internaba un poco entre el monte, hasta que divisaba la columna de humo flotando entre las copas de los árboles o veía asomar el agudo techo de un palenque. Pero el indio me había dicho que marchara "derecho, derecho" y las huellas del calzado seguían hacia adelante. En las vueltas de la vereda me agazapaba entre el monte en acecho del que pudiera venir siguiéndome los pasos. Al salir de un recodo divisé a lo lejos dos hombres que avanzaban en dirección opuesta a la que llevaba yo y de un saltó me escondí entre el bejucal. Los dos indios pasaron trotando y conversando a grandes voces en su dialecto. Apuré el paso y redoblé las precauciones para evitarme una sorpresa.

Se rompió el encanto de la vereda que se abrió al sol y saltó por entre el barro de unos abandonos. Al poco andar dejé a mi izquierda un rancho medio destruido y unos cien metros más adelante me interné en un bananal abandonado y sombrío. Escuché voces y ruidos extraños y entre los claros de las cepas divisé una especie de plazoleta. Abandoné la picada y comencé a abrirme paso por entre la maraña, como un saíno, hasta llegar a unos veinte pasos de una casona de madera. Era imposible distinguir bien los detalles desde donde estaba, pero no podía acomodarme mejor sin peligro de que me vieran. Había llegado por detrás de la famosa iglesia. Se oían voces, ruido de trastos y cacareo de gallinas; alguien picaba leña a la sombra de un naranjo.

¿Qué hacer? Si me presentaba inmediatamente, iba a tener que estarle viendo la cara a la gente que no simpatizaba conmigo y era hasta peligroso que me provocaran un incidente que les diera pie para encerrarme mientras se efectuaban las votaciones. El tamal lo debían tener arreglado ya y lo mejor era dejarlos creer que no tendrían fiscal y caerles muy a las cinco de la mañana. Hasta mí llegó la voz chillona de don Ramón:

-¡Así está bien, Culi ... no se apure! ¡Si de todas maneras no hay precisa] –Luego rumor de risas ahogadas.

El sol reverberaba en la mitad del cielo. Calculé las doce y decidí pasar el resto del día y la noche en el rancho abandonado que había dejado atrás. Me devolví rápidamente.

El ranchito se alzaba sobre basas como de un metro de altura y a pesar de estar medio destruido conservaba casi en buen estado el piso de astillones y una parte del techo pajizo. En el frente tenía un corredorcillo al que se subía por una escalera de palos redondos, medio podridos, y el monte amenazaba con invadirlo por todas las partes.

Subí con cuidado y empujé la puerta que daba a la única habitación, cerrada con enormes cortezas, por entre las que se filtraban escandalosamente los bejucos. En un rincón había un moledera cubierto de hojas secas y basura, en el que se amontonaban unas cuantas botellas empolvadas. Un rayo de sol caía sobre un huacal negro que estaba en el piso, medio lleno por el agua de las lluvias. Escogí el rincón menos húmedo del piso y me tendí sobre la basura, de manera que pudiera atisbar, por las rendijas, todo lo que pasara por la picada.

Al poco rato pasaron unos indios llevando unas latas vacías; después pasaron otros con un toro y una vaca flaca y sin rabo. Esa era la carne que, con el guaro que ya tenían allá, completaría el festín con que las Autoridades iban a entretener a las indiadas.

Desde un periódico amarillento y a medio desprenderse de uno de los tabiques, me miraba una fotografía en la que creí reconocer a alguien. Me enderecé intrigado y leí: "Don Franulin de las Cuevas, esforzado profesional que regresa a Costa Rica después de coronar con éxito ..." A la par, otra foto, de una mujer joven y guapa: "Teresita Solera, damita de la alta sociedad herediana, que en el baile de esta noche . . ." Busqué la fecha del periódico: febrero de 1934. ¡Seis largo años de por medio! Y evocando con nostalgia mis dos años de estudios y de picardías en el Instituto de Alajuela, en donde había conocido como estudiante al profesional de la fotografía, me fui quedando dormido.

Desperté sobresaltado por un ruido extraño. Desde una de las varas del techo me sacaban la lengua dos enormes lagartijas verdes. Me asome por la puerta trasera, y posiblemente el silencio y la soledad del monte me impresionaron, porque me dio por imaginar cosas absurdas: que un tigre podía estar acostumbrado a pasar las noches al abrigo del rancho, o que tal vez estaba aquerenciada en ese cuarto alguna horrorosa terciopelo y ya hasta me parecía despertar a medianoche con un diablo de esos arrollado en el pescuezo. Para alivio de males la puerta que daba al monte tenía que quedar abierta, pues no había con qué cerrarla.

Desde ese momento ya no me importaron los indios, ni las indias que con sus indillos enjorquetados en la espalda pasaban en numerosos grupos hacia la iglesia, y mientras más se acentuaban las sombras más me exprimía yo el magín en busca de una solución que me tranquilizara. Al fin descubrí un tapezquillo construido cerca del techo, en uno de los rincones del corredor. Trepé por las cortezas a examinarlo: bejucos, hojas y polvo en abundancia, pero había campo suficiente para que se acomodara un hombre. Bajé a llevar las bolsas y un minuto después las tenía de almohada y yo me sentía más tranquilo que si estuviera en el mejor hotel de San José. Cayó al fin la noche con toda su negrura y un coro de mil ruidos misteriosos comenzó a vibrar entre las sombras.