-I-


El jueves 8 de febrero, a las seis de la mañana, estaba yo acomodándome en el tren local de La Estrella. Por todo equipaje llevaba dos bolsas de papel de las de a diez céntimos, y, dentro de ellas, ropa interior, un foco, una cajita con la máquina de afeitar, un paquete de cigarrillos, el cepillo y la pasta; además, y bien envueltas, mis credenciales de fiscal y mi cédula de identidad, una Ley de Elecciones y unos cuantos folletos y hojas sueltas.

Habiéndome agenciado con un compañero una "jacket" de cuero amarillo, completé la indumentaria para el viaje con un pantalón viejo, unos zapatos turrialba reforzados con buena media suela y un sombrero de paja de los de a veinte reales. No llevaba armas de ninguna clase y disponía de dieciocho colones para todo el viaje.

Después de acomodar los pies en el asiento del frente, comencé a examinar a mis compañeros de viaje. El tren iba repleto de pasajeros que se apiñaban hasta en los balcones de los carros. La mayor parte del pasaje se componía de elementos jóvenes de la raza de color. En uno de los asientos de adelante, el hijo de un finquero y el empleado de un comisariato flirteaban con dos guapas negritas que iban sentadas frente a ellos. Reían ellas de las insinuaciones maliciosas de los muchachos, y al hacerlo ponían al descubierto sus bien conservadas y blancas dentaduras. Lucían traje de hombre: pantalón "baloon" y saquitos de tela blanca, bien engomados y aplanchados. Con sus zapatos blancos de tacón bajo; con sus camisas de cuello abierto, de seda roja la una y azul la otra, y con sus diminutos sombrerillos de fieltro caídos sobre una de las cejas, llamaban la atención.

En un rincón, una familia atendía al padre enfermo, posiblemente recién salido del hospital. Abundan las madamas de grandes sombreros y carnes exuberantes.

En medio de un maremagnum de inglés y español comenzó el desfile de las estacioncillas: Beverley, La Bomba, Bananito... En todas el mismo trajín de carga y descargare mercadería y de bajar y subir de pasajeros. Gentes que se acercaban a ofrecer a los comerciantes que viajaban en el tren, cerdos, gallinas, verduras y frutas. Tratos hechos a la carrera y que quedaban para finalizar en la tarde, con el regreso del tren.

Las dos negritas vestidas de hombre bajaban apresuradamente en todas las estaciones a hacer ofertas y regatear precios. Por las muestras de afecto con que eran recibidas en todas partes, deduje que se dedicaban al comercio y que, posiblemente, hacían con frecuencia el viaje de ida y vuelta a La Estrella.

Nuevas paradas y nuevas arrancadas, bruscas, como las de todo tren de la United que no lleva turistas. Avanzábamos rápidamente, y en el aire, sobre la línea, iba quedando la estela negra del humo de la locomotora. Más puebluchos. Negros a la orilla de la línea. Comisariatos de la Compañía atestados de borrachos.

El tren se detuvo en Pensorth casi al mediodía. Bajé a "sondear" el terreno y me encontré con un compañero que estaba vendiendo tiliches. Rápidamente lo puse al tanto de mi misión

–Voy pa Talamanca –le dije–. Tengo que actuar como fiscal del Bloque de Obreros y Campesinos en la mesa electoral de Amure. Yo no sé dónde queda ese lugar, pero tengo qu'estar allí el domingo. ¡Tres días pa encontrarlo, compañero! No quiero que se sepa en qué ando, pues temo que las Autoridades m 'impidan el viaje. ¿Cuál camino te parece mejor? Yo fui hace seis años a Talamanca, con el finao Antonio, pero entonces ponían la Mesa en Chasse. Esa vez hicimos el viaje por Pandora. ¿Qué decís vos?

–Hombre –contestó el compañero un poco pensativo– yo ti'aconsejo que hagas el viaje por aquí. Todos esos morenos que venían en el tren van pal'otro lao, con el propósito'e cruzar la frontera, atraídos por los trabajos del Canal, podes aprovechar el tractor que sale dentro de una hora y media, y después haces con ellos el trayecto hasta Olivia.

Resolví quedarme para viajar con los negritos y me dediqué a despistar a los que tuvieran interés en saber qué era lo que andaba haciendo yo.

Con una persona de confianza cambié los colones por dólares, ya que en Talamanca no corre la moneda nacional, y al ver reducido mi dinero a tres dólares más treinta céntimos de colón, decidí echarle unos cuantos nudos al estómago.

La gente, negros en su mayoría, se aglomeraba en el Comisariato de la Frutera, así como en las improvisadas ventas de verduras y de tiliches y en las carnicerías instaladas al aire libre.

Cuando menos lo deseaba me encontré con el Agente de Policía del lugar, que me saludó con un "Idiay, ¿es cierto que vas pa Talamanca? "

– ¡Vos cres qu'estoy loco!– –le contesté–. Pensaba regresar'hora mismo, pero acabo'e saber qui'ustedes tienen baile esta noche y quiero quedarme a bailar con las muchachas del partido oficial.

Y mientras me tomaba una cerveza que me obsequió, él me decía:

–Vos me conoces desde hace mucho tiempo. Yo soy un rebelde y nunca he querido a estos carajos. Sólo la tiesura pudo obligarme a servirles en este puesto, pero te prometo ayudar en todo lo que pueda.

Le di las gracias, mientras para mis adentros me decía: " ¡Callate, pécora, precisamente porque te conozco te tengo desconfianza! "

Regresó el tren, y, después que hubo partido para Limón, cogí mis bolsas, conversé con unos cuantos sobre mi regreso en el tren de la mañana siguiente, y con disimulo me escurrí entre los carros. A los pocos instantes estaba en el hermoso puente colgante que se tiende sobre el ancho río. Cuando llegué al caserío, punto de partida del tractor, ya los carros de plataforma estaban atestados de gente de color entre la que se entreveraban algunos blancos. Supe que tendríamos que esperar el tractor y como tenía interés en que no me vieran demasiado, dispuse hacerlo a la sombra de un naranjo; puse las bolsas de almohada y, recordando que no había comido nada, resolví descabezar un sueñito, por aquello de que el sueño alimenta y sale más barato que la comida.

Finalizaba ya la campaña electoral y faltaban tres días para las votaciones. Yo era militante de la Sección de Limón del Bloque de Obreros y Campesinos, único partido de oposición que participaba en la lid. A pesar de ser una agrupación pobre, contábamos con la posibilidad de elegir munícipes en el cantón central de la provincia, siempre que pudiéramos controlar la votación de Talamanca.

En todas las campañas políticas el problema más serio para los partidos de oposición, en la Provincia del Atlántico, lo ha sido la mesa electoral de Talamanca. A pesar de que esa mesa siempre había funcionado en Chasse, uno de los lugares más conocidos y accesibles de esa remota región, siempre les era sumamente difícil y peligroso, a los fiscales de los partidos que no contaban con dinero ni apoyo oficial, llegar hasta el mencionado lugar. A muchos de ellos, una vez llegados allá, se les hacía regresar atemorizándolos mañosamente, o eran eliminados en el transcurso de las votaciones.

Talamanca es una región poblada de indios, en su mayor parte analfabetos, que casi no hablan español y que hacen una vida primitiva y miserable. Viven agrupados en rancheríos cerca de las márgenes de los diferentes y caudalosos ríos o el corazón de la montaña.

El Agente de Policía es el amo y señor de la región y ejerce un control absoluto sobre las indiadas a través de los pocos indios que saben leer y escribir, que hablan bien el español o son un poco más despiertos que los demás. También se sirve para esto de los escasísimos castellanos (ticos y chiricanos) que habiéndose amancebado con indias se han radicado definitivamente en la región. Con estos últimos se había integrado siempre la Junta Electoral de Chasse, y entre ellos, el Agente de Policía y sus secuaces indígenas, se elaboraban las clásicas elecciones de Talamanca. De nada valían las protestas de los pobres fiscales que por casualidad podían actuar, y los fraudes más asquerosos se cometían con toda tranquilidad.

Cuando nosotros supimos que había sido suprimida la mesa electoral de Chasse y que en su lugar se habían creado dos, una en Sixaola y otra en Amure, sospechamos que se trataba de una maniobra para facilitar un fraude en mayor escala y mejor disimulado. Fuimos a la Gobernación a pedir informes y pudimos averiguar que la mesa de Amure tenía doscientos y pico de sufragantes y la de Sixaola cincuenta. En otras palabras, que estaban asegurados alrededor de trescientos forros para el partido oficial. El Gobernador no quiso decirnos el lugar preciso en que funcionaría la mesa de Amure. En resumidas cuentas, si queríamos fiscalizar esa mesa teníamos que ir a buscarla a las montañas de Talamanca.

Me reuní con el Comité Seccional de mi partido para discutir el problema y tomar las medidas necesarias. Acordamos enviar un fiscal a Sixaola y encargarme a mí personalmente de ir a buscar la mesa de Amure e impedir, hasta donde eso fuera posible, el fraude que tenían proyectado. Esto debía quedar en el mayor secreto, para evitar que el partido oficial obstaculizara mi viaje a Talamanca.

Yo contaba con la ventaja de haber actuado como fiscal de mi Partido en Chasse, hacía seis años, y conocía de cara, por lo menos, a los castellanos de Talamanca, y sobre todo al Agente de Policía, Leví Montealegre, ya que en aquel entonces actuó como Presidente de la Junta Electoral. No dejaba de suponer, conociendo como conocía a Montealegre, que sería difícil encontrar la tal mesa y sobre todo encontrar la forma de llegar hasta donde estaba. El único medio de moverse a través de esa región es el de los botes y cayucos y éstos serían controlados por el Agente de Policía para impedir la llegada nuestra, sin contar con las dificultades para la comida y 3l alojamiento. A pesar de todo había que correr la aventura.

Me despertó el estridente pitar del tractor que anunciaba la salida, y medio atarantado todavía corrí a coger campo en el convoy.

En todos los carros había un desordenado hacinamiento de cajas y valijas, de bolsas y maletas de todas, clases y dimensiones. Los hombres, que más que hombres parecían demonios negros y musculosos brillando bajo el sol, sentados en las orillas con los pies colgando, o de pie, apoyándose los unos contra los otros, gesticulaban y discutían a grandes voces. Las negritas, acomodadas ya sobre las cajas y las escasísimas banquillas, le daban alegría y colorido al abigarrado conjunto con sus risas y sus cantos, con sus trajes de colores fuertes y variados y con sus floreadas sombrillas abiertas contra el sol. Contemplado de lejos, el convoy debía dar la impresión de un extravagante desfile de carnaval, del que se alzaba un sordo rumor de fiesta bárbara y salvaje.

Partimos hacia Home-Creek en medio de una algarabía de los once mil diablos. Yo era el único blanco que viajaba en el carro, y, como no entiendo inglés, no podía ni siquiera entretenerme orejeando lo que animadamente conversaba un grupo de negritas sentadas en unos cajones, en el centro de la plataforma.

Desfile interminable de cuadros de banano, descuidados casi todos; manchas de guabos, ranchos perdidos. De vez en cuando, casillas de madera con unas negras sentadas en el corredor o tiradas en las hamacas, que levantaban perezosamente la cabeza para contestar los saludos gritados desde los carros. Paradas rápidas para desembarcar la gente que, con sus bolsas colgando y sus paquetes en la cabeza, se internaba luego por entre los bananales hacia los campamentos lejanos.

En las curvas prolongadas, los muchachos, en un peligroso alarde de habilidad, se tiraban de los carros y, corriendo por la accidentada orilla, de un salto se encaramaban en otros, provocando la confusión y las protestas joviales de las mujeres que los recibían con pellizcos y empujones.

Se hacía tarde y una de las negritas de mi carro sacó, de debajo de unos chunches, una palangana tapada con hojas de banano en la que guardaba el sontín: arroz con bacalao, esponjados pedazos de yuca y grandes pedazos de ñame. La palangana daba vueltas rápidamente de regazo en regazo animando la charla de las mujeres. Yo, que obsesionado seguía su trayectoria, gustosamente hubiera tomado parte en el humilde festín, a pesar de su penetrante olor a aceite de coco.

Saciado el apetito, convidaron a los muchachos que iban sentados en la parte delantera del carro, y al volverse uno de ellos nos reconocimos mutuamente. Se llamaba Chico y era un negro criollo a quien había conocido en el puerto hacía ya bastante tiempo, por lo que me le senté a la par con ganas de entablar conversación. Me contó que hacía mucho tiempo que trabajaba en Home-Creek, pero que, como estaba malo el trabajo, no esperaba sino una platilla para comprar cédula panameña de identidad y entonces se iría a trabajar al Canal.

–¿Cómo puede estar malo el trabajo en una finca tan grande? –le dije.

–Esta finca ya se la van a entregar a la Yunai y está casi abandonada, pues todos los españoles se han ido pa'l Pacífico y hay muy poca gente de color; es lo mismo que está pasando en toda la zona. Casi todos los negritos que vienen en estos carros van pa'l otro lao, buscando pasarse pa Panamá. –Se sonó estrepitosamente la ancha nariz con las puntas del pañuelo de chinilla que llevaba arrollado en el pescuezo, y continuó en tono exaltado:

–¿Sabes a cuántos barcos redujo la Yunai su movimiento por mes? Pues, a dos. Yo conozco muchas familias de negritos, en Limón, que están viviendo a punta de cangrejos y bananos. Se abandonan las fincas y no hay trabajo por ninguna parte, ¿qué vamos a hacer? Los blancos tienen el chance del Pacífico, pero ¿nosotros? ¡No ves que hasta pa legalizar nuestra ciudadanía nos ponen dificultades! No hay trabajo, ni podemos cultivar la tierra, ni nos dejan ganarnos la vida en el Pacífico . . . ¿nos tenemos que morir de hambre, entonces? No somos cuatro, somos miles de negros costarricenses que tampoco podemos convertirnos en saltiadores. Por eso es que tenemos que irnos pa Panamá.

Hicimos una nueva parada que, según Chico, sería la última para llegar a Home-Creek. Entre los que bajaban de uno de los últimos carros reconocí a Escorcia, un nica a quien había conocido radicado en Talamanca.

–Amigó, ¿pa onde la lleva? –me preguntó en cuanto me diviso.

–Voy pa'l otro lao. Idiay, ¿se vinieron de viaje?

–No –me contestó–. Allá siempre tengo los ranchos y el ganadito.

Y cuando el convoy se puso en marcha, hizo bocina con las manos y me gritó:

– ¡Horita nos zafamos pa'llá otra veeez! ¡Esta carajada se está quemaaandoo! –Y lo perdí de vista mientras me decía adiós con el sombrero.

Llegamos a Home-Creek a las cuatro de la tarde. La gente se distribuyó en todas direcciones, arrastrando las valijas y maletas. Unos se dirigieron al Comisariato que estaba como a unos doscientos metros más adelante y otros se fueron a sentar en los corredores de los casi totalmente desocupados campamentos. Yo me encaminé también hacia el Comisariato.

En el corredor estaban unos muchachos negros sentados en las maletas. Creí reconocer a uno de ellos, y como medio hablaba español entablé conversación con él. No sabía a qué hora partirían pues él quería irse con el resto de la gente; casi todos hacían el viaje por primera vez y llevaban muy poco dinero. –¿Y les permitirán la entrada a Panamá?

En su español enrevesado me explicó que tenían que hacerse de una cédula panameña de identidad, que les costaba de doce a quince dólares. La mayor parte de la gente se vería obligada a quedarse trabajando de este lado de la frontera hasta ganarse el dinero necesario.

–El verdadero valor de esas cédulas –le dije– es el de cincuenta centavos oro. Con ustedes están haciendo el mismo negocio que hacen ciertas autoridades costarricenses con los centroamericanos que quieren ingresar al país.

–Yo tiene la mía y tiene trabajo in Panamá; sólo pasiando pa poquitos días in Limón. Yo estar anoche in el mitin y joye jabla cuestión Talamanca. ¿Usté caminar Tala-manca?

–Sí, pero no quiero que lo sepan los demás.

– ¡All right! In Olivia yo enseña el línea Chasse –me prometió.

Lo invité a tomarse una kola. Entramos y había algunas gentes comprando bagatelas. En un rincón, dos borrachos, frente a una botella de ron a modio vaciar, hablaban de matar a puñaladas a un negro que, según lo que decían, le había matado un chancho a uno de ellos. Nos tomamos la kola y se despidió el negrito prometiéndome llamar a la hora de la partida.

Un grupo de mujeres me miraba insistentemente y una de ellas murmuró:

–Claro qu'es el mismo –y se resolvieron:

–¿No lleva por ahí alguna propaganda? Les regalé algunos folletos y hojas sueltas.

–Lo contento que se va a poner Chepe con esto –decía una, mientras doblaba las hojas y se: las metía en el seno.

Uno de los borrachos se acerco al grupo con un vaso de ron en la mano.

–Yo sé quién es usté, pero, carajo, yo nunca me he puesto bozal pa decir lo que pienso .

Y mientras me quería meter el vaso por los ojos, prosiguió:

–Tómese el trago, ¡carajo! ¡Y sepa que se lo va a tomar con un hombre!

Aproveché la llamada del negrito para escabullirme. El y otro que lo acompañaba se habían quitado los zapatos y las camisas; con los pantalones arrollados por encima de las rodillas y con las grandes maletas a la espalda, estaban listos para seguir el camino por el que había partido ya el resto de la gente.

Pasamos un puente y, después de caminar un buen trecho, abandonamos la línea del tranvía para aventurarnos sobre un camino de astillones tendidos sobre un pantano. Mis compañeros apuraban el paso y al poco rato pasamos frente a un rancho en el que sobre unos tinamastes humeaba una olla escarapelada. Seguimos por un trillo lleno de baches y de recovecos. En una de las vueltas, sentados sobre un tronco, estaban dos hombres con los machetes metidos entre las piernas. Cuando yo pasaba me hablaron:

–¿Pa onde camina, paisano?

–Pa'l otro lao, con esta gente –les contesté, casi deteniéndome.

– ¡Hum! Cuidao con los morenos –murmuraron. Nos internamos en la semioscuridad de un abandono, pisando sobre un terreno pantanoso, y cuando salimos al claro llegaron hasta nosotros los gritos de los que marchaban a la cabeza. De un rancho destartalado se asomaron unas mujeres que me pareció haber conocido antes, en algunos de los ramales de la Linea, y que aceptaron encantadas la propaganda que les ofrecí.

Comenzamos a alcanzar a la gente. Algunos iban arrollados como mis compañeros y todos llevaban grandes maletas o valijas sobre la cabeza y bolsas colgadas de los brazos nervudos, de las que asomaban toda clase de utensilios. A pesar de que ya el sol no se veía, sentía calor y los negros sudaban copiosamente. En el pedregoso playón de una quebrada y sentados sobre los envoltorios y valijas, estaba descansando el grueso de la gente; casi todos se estaban quitando los zapatos y arrollándose los pantalones; algunos bebían agua en la quebrada. Un negro viejo le componía la carga a dos chiquillas que lo acompañaban, y una negraza, metida dentro de una especie de pijama de hilo color claro, vieja y raída, se aseguraba a los pies, con unas tiras, las chancletas destrozadas. Tres o cuatro mujeres más, descalzas y con trapos desteñidos en la cabeza.

Yo me sujeté los turrialba y me arrollé los pantalones. Se puso en marcha la comitiva de más de ochenta negros y, ya brincando desesperadamente en busca de terreno firme para sentar el pie, ya chapaleando en el agua o hundiéndonos en el barro, llegamos hasta el pie de la empinada loma. Después de un breve descanso iniciamos en silencio la difícil ascensión. Árboles enormes con largas trenzas de bejucos, humedad y sombras por todas partes. Ni una brisa, ni un rumor en la naturaleza; sólo lograba percibir, de vez en cuando, el ronco jadear de los que venían más cerca. Poco a poco se iba esparciendo la gente por entre la multitud de tortuosas picadas, profundas, estrechas y resbaladizas. Parecía un ejército al asalto de una inexpugnable fortaleza.

Yo trepaba agarrándome con ambas manos de las raíces y de las piedras, mientras arrastraba las bolsas por el barro del camino; jadeaba y sentía que las piernas me temblaban. Cuando hacía un alto para descansar, veía aparecer inmediatamente de todos los repliegues del terreno, primero los bultos enormes, después las caras sudorosas y por último los cuerpos curvados por el esfuerzo.

Avanzaban las sombras y la gente venía perdida y regada por el monte. Nada como las sombras y la soledad y el silencio de las montañas desconocidas para imponer pavor a los hombres más audaces. Quizá por eso comenzaron a gritar los que iban más lejos, contestárosles los otros, se generalizó el griterío, y un coro de potentes aullidos horadó el silencio de la montaña. Yo pensaba en la tribu huyendo amenazada, o en el regreso de los guerreros victoriosos con el botín a cuestas y las cabezas de los vencidos colgando de las cinturas. Y deseaba también lanzar gritos potentes que se quedaran clavados en el corazón del monte, y sentía que aquel clamor salvaje y primitivo, que aquel aullar de tribu africana, era el lazo "fraternal que nos unía a través de las sombras y a través de las distancias.

Cuando dominé la cumbre ya algunos descansaban tirados sobre la maleza; se fueron reuniendo todos, cubiertos de barro y de sudor. El viejo había tenido que aliviar la carga a la más pequeña de las hijas que había rodado varias veces por las pendientes. Reían los muchachos mientras los viejos lanzaban miradas de odio y de rencor a la tierra que los expulsaba sin misericordia.

Después de bajar una pendiente y de cruzar una quebrada salimos al claro de un desmonte; desde un rancho enclavado sobre basas altas un indio miraba silencioso caer-las sombras de la noche.

Caminábamos con el barro a media pierna, abriendo trillo entre la maleza. Alcanzaba a distinguir, un poco más adelante, a la negra de la pijama, que habiendo dejado perdidas las chancletas se iba ayudando con un palo en el camino; se hundió de pronto hasta la cintura y luchaba inútilmente por salirse del hoyanco. Mientras le ayudaba, me rogó con voz cansada:

– ¡No pasar adelante, paisano!

Nos íbamos quedando rezagados y encendí el foco para que pudiera aligerar el paso. El descenso era peligrosísimo: dando tumbos y traspiés, sorteando despeñaderos o cayendo entre los baches profundos, llegamos a un descanso donde nos esperaban algunos, y, al irse a sentar, la negra pegó un grito y manoteó en el aire. Instintivamente estiré el brazo y la agarré del pelo. Cuando alumbramos el barranco no pudimos distinguir el fondo, y la pobre negra se estremeció de horror.

El cansancio había terminado con las risas y los gritos y todos caminábamos silenciosos en acecho del peligro. La luz de los focos brillando intermitentemente; las sombras retorcidas de los árboles; los cuerpos de los hombres, con los brazos en alto, encogidos bajo el peso de los grandes bultos negros, todo formaba un conjunto impresionante y macabro, semejando un desfile de fantasmas fugitivos.

¿De dónde venían y adonde iban esas gentes, arrastrando a través de los siglos el pesado fardo de su piel quemada? ¿Adonde encontrarían su tierra de promisión?

Huyeron en la jungla africana de los cazadores de esclavos; tiñeron con su sangre las argollas en las profundas bodegas de los barcos negreros; gimieron bajo el látigo del capataz en los algodonales sin fin y se internaron en la manigua tropical como alzados, perseguidos por los perros del patrón. Pareciera que para los negros se ha detenido la rueda de la Historia: para ellos no floreció la Revolución Francesa, ni existió Lincoln, ni combatió Bolívar, ni se cubrió de gloria el negro Maceo. Y ahora los pobres negros costarricenses, después de haber enriquecido con su sangre a los potentados del banano, tenían que huir de noche a través de las montañas, arrastrando su prole y sus bártulos. No los perseguía el perro del negrero: los perseguía el fantasma de la miseria. ¿Qué les esperaría al otro lado de la frontera? ¿Adonde irían a dejar sus huesos?

Por entre cacahuitales y nubes de zancudos llegamos por fin a Olivia; la gente se diseminó por entre las casuchas destartaladas despertando a los escasos vecinos del lugar, negros en su totalidad, y algunos corredores se iluminaron con confirieras hechas de latas de conserva viejas y de medias botellas.

El negrito y su compañero me llevaron a un tanque a que me lavara la ropa y los zapatos.

–No hemos comido nada en todo el día –les dije–. Vayan a buscar comida y yo la pago.

Se fueron a testarear por todas las casuchas hasta que encontraron una liquida bolla de pan añejo y un puñado de azúcar que fue un verdadero hallazgo, ya que, según supe después, el azúcar era artículo de lujo en toda la región. Devoramos lo conseguido y muertos de sueño y de cansancio nos fuimos a dormir a un campamento abandonado, en donde nos acomodamos los tres sobre la sábana mugrienta de uno de ellos.