-I-


Suspiré recordando aquellos tiempos amargos. Ahora tenía por delante a un Herminio que apenas era una sombra del otro. ¿Cuántos años habría estado en el presidio? Yo ardía en deseos de conocer ese pasaje negro de su vida, pero no me atrevía a hacerle la pregunta directa. El, mientras chorreaba el café, me preguntó con un no sé qué de amargura:

–¿Qué te hiciste desde aquella vaina, te acordás? Nunca más volví a saber de vos.

Yo creí adivinar en su pregunta un reproche por e¡ abandono. Seguro, mientras estuvo en la cárcel de Limón esperando el traslado al lejano presidio de San Lucas, aguardó con ansia mi visita.

–Hermano –le dije– al día siguiente de aquello, me sacaron también a Limón con una fiebre espantosa. Yo me opuse a que me llevaran al Hospital de la Compañía. No quería correrme com'un perro allí, como se mueren tantos infelices. ¡Hospital llaman a ese matadero!

–Ningún liniero quiere ir a él –suspiró Herminio, mientras servía el café en unos jarrillos de lata. Luego agregó:

–Pensar que todas las quincenas hay qui'aflojar la píate, pa ese famoso hospital. ¡Cuántos miles de dólares no s'echará a la bolsa la Compañía!

–Pues, sí –continué yo– me quedé onde unos paisanos que me tuvieron lástima. Ardía'e la fiebre; vomitaba una babasca amarga y espesa; sudaba helao y los güesos me crujían del dolor. Delirios angustiosos me torturaban por horas y horas y lloraba y gritaba com'un demente. Me sentía convertido en'una inmensa manguera por la que bombiaban un'agua espesa y caliente, y m'ensuciaba en la cama cien veces al día. Yo creí que dejaría los güesos en el cangrejero'e Milla Una; pero nosotros tenemos el cuero duro, hermano.

Mes y medio después me levanté hecho un esqueleto y con una "jarana" encima que me quitó hasta las ganas de vivir. Fui a la cárcel, y ya no estabas allí; te habían pasao hacía ocho días pa la Peni. Busqué trabajo en el muelle y lo conseguí, en la descarga, pero no ganaba ni pa la comida. ¿Cuándo iba a pagar las deudas?

Desesperao me metí otra vez a los bananales, pero por la otra línea. Así llegué a Matina. ¿Sabes a quien m'encontré en la Estación? Al viejo Jerez, con su paño, ya desteñido y deshilachao, arrollao siempre en el pescuezo. ¡Qué alegre se puso! Un momento después caminábamos hacia Veinticuatro Millas, onde estaba cabo Pancho. De camino me contó el desastre en que vivían.

El cabo había cogido unos contratos de chapia y le habían salido malas las cuentas; no estaban ganando ni pa la comida. No se podían ir a otra parte porque les faltaban algunas hectáreas, y, pa colmo'e desgracias, hacía tres días una llena les había inundao los ranchos y estaban viviendo con el agua a la cintura. El cabo estaba volcao en la cama, con calentura, y ellos no habían vuelto al monte. Me contó también que su hermanillo siliabía ido pa Panamá.

Llegamos a la laguna en qu'estaban los ranchos. El cabo me recibió tirao en unas tablas que le servían de cama, con la barriga inflamada y el pellejo verde como el agua del suampo. La Pastora tenía los pies comidos por los yuyos, y una horrible infección le hinchaba as piernas. "Me yeden a podriido loj pieej", me dijo muy afligida.

–Pobre Pastora. Así se le pudren las patas a los que tienen que vivir metidos entr'esos suampos –murmuró Herminio, al tiempo que me ofrecía un pejibaye pelado, para que bajara el café.

Y siguiendo mi historia:

–Me vas a ayudar hermano, me rogó el cabo. "Dámele valor a los muchachos pa ver si nos vamos di'aquí". Allí estaban los "gemelitos", al gato Andrés y otro que yo no conocía. Los demás se habían marchao pa otros trabajos. Y esa noche, en los ranchos inundaos, si'oyeron canciones y risas por primera vez. Yo hasta les canté aquella vieja canción, ¿ti acordás?

Y en voz baja:

"Conozco un mar horrible y tenebroso donde los barcos del placer no llegan; sólo una nave va, sin rumbo fijo, es una nave misteriosa y negra. Quiénes van ahí , . . "

Pero él, interrumpiendo y entre suspiros hondos:

– ¡Qué memoria que te tenes vos! No sé cómo no se tilia olvidao . . . –Y disimuló el aguaje de sus ojos con el humo de los tizones.

–Es que vivo rumiando recuerdos, Herminio. Y hay recuerdos d'esos que los llevo pegaos, como chuzo a las costillas, y que son los que m'empujan pa adelante y no me dejan torcer el rumbo.

Y Herminio, como para alejar el fantasma de Calero que se nos había colado en los recuerdos y que ya asomaba en la conversación:

– ¡Bueno, ¿y qué? Al fin cómo salieron de Veinticuatro Millas.

–Pues, yo le metí coraje a los muchachos y otro día me los llevé pa los cerros que teníamos que chapiar. Y un día me llevé un susto espantoso, hermano. Avanzaba agachao, volando machete por entre sus palizadas, cuando se mi'ocurrió levantar la cabeza, ¡y me quedé helao! ¡A menos de una vara se balanciaba la gran cabeza'e sapo de una bocaracá, con las tapas abiertas y los ojos chispeantes! ¡Un momento más, y hubiera pegao la cabeza en su cuerpo asqueroso! No me di cuenta a qui'horas le pegué el machete partiéndole la cabeza en dos gajos; y me quedé frío tamaño rato, contemplando el tasajo café oscuro manchao di'amariDo y verdoso.

–Si te muerde, hermano, no m'estuvieras contando el cuento –comentó Herminio entre dientes.

–Así dijeron los muchachos cuando en la noche les eché el cuento. Y a los doce días, un domingo como a las cuatro y media de la tarde, cuando estábamos dando los últimos machetazos pa terminar, llegó el "gemelito" panzón, brincando por entre las palizadas, a decirme qui'una bocaracá acababa'e "picar" al viejo Jerez. "Dígale a los muchachos que lo fajen pa mientras yo voy a la línea a parar el primer moto-car que pase", le grité. El panzón, mientras corría'e regreso, replicó: ¡No se puede fajaar porqu'es en la naaalgaaa! "

Yo me paré en la línia. Al poco rato arrimaron al viejo y lo acostaron sobre las tablas en que se ponía el banano en los días de "corta". Estaba lívido, bañao en sudor, y se quejaba retorciéndose y crispando las manos. Un momento después apareció un moto-car en la curva, rumbo a San José. Y yo en media línea haciendo señas pa que pararan. Y el gringo y el negro que venían en el carro comenzaron a gritar furiosos y a manotiar pa que les diera campo . . . Yo les volví l'espalda, resuelto a dejarme matar.

Tuvieron que parar, y el macho comenzó a renegar en inglés, pero en cuanto vio a los hombres con los machetes en la mano, se le cortó el resuello. Cuando acomodamos al viejo, abrió los ojos y me dijo entre pujidos: "Deja vej, voy de viaje, hermaneo . . . Mándale unaj letraj a mi hermana ... la que ejtá en Cuuba . . . pa que jepa onde quedée . . ."y volvió a cerrar los ojos. En el lugar onde estuvo acostao dejó un gran charco'e sudor.

Después supimos qu'el gringo, pa no llevarlo hasta San José, lo había dejao en Siquirres, en el mamarracho que tiene allí la Compañía atendido por un negro estúpido. Por eso se murió. Entre mis/cosas tengo el retrato'e la hermana'e Jerez. Es una mujer hermosa, qu'está como mirando al cielo; y con una piel blanca en los hombros. Nunca contestó mi carta.

–Tal vez no la recibió –insinuó Herminio. Luego, interesado, preguntó–: ¿Pa onde cogieron los demás?

–Nos fuimos pa Susanita. Allí el cabo ganó unos centavos y resolvió entonces coger pa Chiriquí, pues la Compañía le ofreció unos contratos allá. El quiso que lo acompañara, pero yo me negué. El gato Andrés también se quedó.

Después rodé por muchas fincas y al tiempo llegué a trabajar a unos desbarrumbos que cayeron en la línia. ¡Un trabajo espantoso, hermano! Todos los días había golpiaos, que se sacaban bien envueltos, pa que la gente no los viera. Nosotros trabajabamos amarraos con cables, en lo alto del cerro, abriendo unas ventanas, pa dinamitarlo.

El día en que se mató "Congolona", un minero que se había hecho muy amigo mío, me solté del cable, mandé el gringo al diablo y me fui p'al campamento. En la noche le hablé a la gente y dos días después estábamos en güelga. Pero nos cayó la policía a tiros. Nosotros, entonces, volamos puentes y arrancamos línia; pero al fin nos vencieron. ¡Estábamos solos contra todo el mundo! Según los periódicos, nosotros éramos unos bandidos, incendiarios y unos salvajes que avergonzábamos al país con nuestras barbaridades ... A mí m'hi-cieron preso en un rancho, ardiendo en calentura y con las tripas deshechas por las amebas. En la cárcel leí un poco, y cuando salí me quedé a vivir en la ciudá, pa luchar, con otros compañeros, por hacer una patria mejor. Y en eso ando, hermano. Es'es mi historia.

Herminio, bajando un trago de café negro y amargo, y como único comentario:

–Esos carajos qu'escriben babosadas en los periódicos, y los que maman del gobierno, nunca se han ensuciao ni la suela di'un zapato. ¡Pa eso viven de panza, besando las patas de los que tienen oro! –Y después, cerrando los ojos, me contó su vida, desde que nos separamos.

La historia de Herminio era triste y muy negra. No quiso, me dijo, volver a su pueblo al salir del presidio. Los periódicos habían abultado su caso y lo habían exhibido como un vulgar criminal, y pensó que su vieja tal vez tendría pena de verlo manchado. Por eso, con el alma amargada y huyendo del mundo, volvió al suampo verdoso de la Zona Atlántica. Me habló de su angustia al encontrarse solo sin sus amigos de antes y con las ilusiones muertas. Rodó de trabajo en trabajo, sudó por toda la inmensa extensión y arrastró su angustia por todos los rincones. Cansado y para aliviar sus penas, buscó una mujer y se fue con ella al corazón de una finca. Allí trabajaron y sufrieron juntos la inclemencia del clima, los ultrajes del gringo y la explotación del Comisariato.

Y cuando la Compañía ordenaba botar el banano cortado, para evitar la baja del precio en el mercado extranjero, perdían su trabajo, y se mordían las uñas. Así, hasta la enfermedad de su mujer, que se quedó de abono en la finca, sin poderla sacar a curarse por falta de dinero y por falta de un carro para llegar a la línea del ferrocarril. El gringo le dijo que las mulas y los carros eran para acarrear el banano y no para jalar enfermos. __

Herminio casi lloraba contando sus penas.

– ¡Desgraciaos! –terminó diciendo–. ¡Yo quisiera que todos los machos tuvieran un solo pescuezo pa córtalo di'un machetazo!

–Así pensaba yo también, Herminio. Pero no son todos: son unos cuantos que viven sangrando a los pueblos. Allá, en el país de los gringos, hay también millones de hombres que sufren como nosotros. ¡Hay que luchar de otro modo pa cambiar la vida, hermano!

–¿Onde cogiste todas las cosas? –preguntó riendo con tristeza.

–¿Onde? Las he sacao del fondo del suampo, Herminio. De lo que vivimos juntos, de lo que he contao y de otros pasajes de mi vida más negros todavía y que me guardo aquí dentro. ¡Y es por eso que por estas cosas sólo nosotros podemos luchar, hermano! ¡Nosotros, que nos hemos forjao en el barro y que tenemos el cuero muy duro pa resistir los golpes! Esto no lo entenderán nunca los tontos, ni los hombres castraos, ni los pillos que infestan el mundo.

Oímos en ese momento los gritos de cabo Lencho llamándome desde su rancho. Me di cuenta entonces de que había oscurecido y oí en los suampos cercanos el croar de las ranas. El cabo apareció en la puerta del rancho:

– ¡No sabía que ustedes eran tan amigos1 –Y agregó, después de coger un pejibaye de los que nos habían sobrado–: Ya es tarde. Si usté quiere li'arreglamos una cama aquí. De algún modo si'acomoda, compañero. Es que las ínulas están cansadas y no pueden hacer el viaje hasta Bonifacio.

–Si me voy ya, ¿a qué hora eré usté que pue'do estar en Bonifacio? –le pregunté.

Y el cabo, rascándose la cabeza pensativo:

–Pues, vea, compañero. Usté es bueno p'andar y, si se jala duro, a las tres de la mañana puede ir arrimando.

–Pues me voy –le dije–. Allá descanso hasta las doce y fresquito cojo después el tren pa Limón.

Me despedí de Herminio con un abrazo, dejándole la dirección para que me escribiera y, después de darle las gracias al cabo y a su mujer, me eché las bolsas a cuestas y salí rumbo a Bonifacio.

Ya entre la oscuridad e la picada, llegó hasta mí el grito de Herminio:

– ¡Adióos, hermaaanoo!

San José, Costa Rica, noviembre de 1940.