Rubén Darío en Costa Rica: Cuentos

ROJO

—¿Pero es que excusáis a Palanteau, después de una crueldad semejante? —exclamaron casi todos los que se hallaban en la redacción, dirigiéndose asombrados al director Lemonnier, que paseaba victoriosamente su cuerpo flaubertiano y hacía tronar su voz de bronce.

—¡Sí, señores! —respondió. Y cruzándose de brazos con majestad: —Palanteau no merece la guillotina . Quizá la casa de salud… Es cierto que ha avanzado hasta el crimen; que ha dado motivo a largas crónicas y reportazgos de sensación; que el asesinato que ha cometido es el más sangriento y terrible de este año; que entre los crímenes pasionales … Pero escuchadme. ¡ Vosotros no estáis al tanto de cómo ha ido hasta allí ese desgraciado!

Se sentó en un sillón; puso los codos sobre las rodillas y continuó:

—Yo le conocí mucho, casi desde niño. Ese pintor de talento, hoy perdido para el arte y cuyo nombre está deshonrado, nació en la tierra de Provenza, con lo cual veis si tendrá mucho sol en la cabeza.

Desde muy temprana edad quedó huérfano, y comenzó una vida errante y a la ventura. Pero tenía buenos instintos y pensó en no ser un inútil. Sentía allá dentro el hormiguero del arte. En los paisajes de la Crau, en la extensión de la Camargue, bajo el soplo sonoro del mistral, el muchacho fue alimentando su sueño.. . ¡Sí!, él sería «alguien»; quería que su nombre sonara, como el del buen señor Rou-manille, el de los versos…

Estuvo en Arles, de aprendiz de músico; estuvo en Avignon sirviendo en casa de un cura; estuvo en Marsella, de aprendiz de impresor… Y ved, allí fue, en Marsella, a la orilla del mar, en tarde cálida y dorada, donde él sintió por primera vez el impulso de su vocación; la luz se le reveló, y desde ese día quiso ¡ya veis si lo consiguió! ser uno de nuestros grandes pintores: él mismo me lo ha contado después. Privaciones, sufrimientos, luchas. Por fin, vino a París: hizo la gran batalla. Casi llegó á desesperar; pero un día cayóle en gracia al viejo Meissonier. Este le ayudó, le hizo célebre. Y desde entonces comenzó la boga de esas telitas finas, originales, brillantes; de esos paisajitos preciosos que llevan su firma. Palanteau había hecho carrera. Pero no era rico, ni podía serlo, porque en pleno París, le gustaba mucho viajar por el país de Bohemia. . . ¡Pobre muchacho! ¿Amó? No lo sé. Creo que tuvo su pasioncilla desgraciada. Poco a poco fue volviéndose taciturno. París le hizo palidecer, le hizo olvidar su hermosa risa meridional, le enflaqueció. A veces me parecía que Palanteau no tenía todos los tornillos del cerebro en su lugar, y me preguntaba ¿será un détraqué? El sufría y su sufrimiento se le revelaba en el rostro. Entonces procuraba aliviarse con la musa verde y con seguir las huellas de los pies pequeños que taconean por el asfalto. Yo le decía cuando le encontraba: —¡Cásate, Palanteau, y serás dichoso! Y era en ese solo instante cuando él reía como un buen provenzal… ¡Pobre muchacho! Entre tanto, supe que cometía ciertas extravagancias. Desafió a un periodista que criticaba a Wagner; dejó de pintar por largo tiempo; insultó en público a Bouguereau; se hizo boulangista; ¡el demonio! Y un buen mediodía se me aparece en mi casa y me saluda con esta frase:

—¡Me caso!

—¡Loado sea Dios, Palanteau! Ya serás hombre formal. ¿Y con quién te casas?

Me contó la cosa. Era una joven de buena familia, honrada, pobre, excelente para el ménage, o como él decía: «muy mujercita de la casa». El quería tener quien lo mimara, le sufriera sus caprichos, le zuroiese los calcetines, le amarrase el pañuelo al cuello sobre el gabán en las noches de frío; en fin, quien le comprendiese y le amara.

—Quiero algo como la buena Lorraine de su amigo Banville, —decía.

—¡Bravo, Palanteau! Piensa usted con juicio, con talento. Deme usted esa mano.

Se fue. En esos días tuvo el pobre ataques epilépticos. A poco, se casó, y partió a Bélgica. Ahora vais a conocer el proceso de esa vida triste que hoy ha concluido en la más espantosa tragedia.

En la familia de Palanteau ha habido locos, hombres de gran ingenio, suicidas e histéricas. ¡Eso, eso! ¿Comprendéis? Las admirables acuarelas, los retratos que emulaban a Carolus Durand, las telas admiradas que han hecho tanto ruido en el Salón, todo eso era, amigos míos, producto de un talento que tenía por compañero el más tremendo estado morboso. ¿Conocéis los estudios de medicina penal que se han hecho en Italia? Yo estoy con Loinbroso, con Garofalo y con nuestro Richet. Y además, es un hecho que el talento y la locura están íntimamente ligados; pues aunque, a propósito de la pérdida intelectual de nuestro querido Maupassant, ha habido quienes nieguen la exactitud de esta afirmación, la experiencia manifiesta lo contrarío. Nacen los infelices mártires, según la frase medical, progenerados. Luego el medio, las circunstancias, las contrariedades, los abusos genésicos o alcohólicos; las fuertes impresiones… ¡Llega un momento en que el arpa de los nervios siente en sus cuerdas una mano infernal que comienza una sinfonía macabra! Se ponen ejemplos de hombres ilustres que no han tenido encima la garra de la neurosis : Galileo, Goethe, Voltaire, Descartes, Chateaubriand, Lamartine, Lesseps, Chevreul, Víctor Hugo. Pero ¡ah! delante de ellos pasa el desfile de los precitos: Ezequiel, Nerón —caso de patología histórica—, Dante, Colón, Rousseau, Pascal, Hégésippe Moreau, Baudelarie, Comte, Villemain, Nerval, Prévost-Paradol, Luis de Baviera, el rey ideal; Montanus, Schumann, Harrington, Ampére, Hoffmann, Swift, Schopenhauer, Newton, el Tasso, Malebranche, Byron, Donizetti, Paul Verlaine, Rollinat … ¡Dios mío! Es una lista inacabable. Pues bien, Palanteau pertenece a esa familia maldita, es miembro atávico de una generación de condenados…

Se puso de pie; alzó el brazo derecho; prosiguió:

—Esas puñaladas no ha sido él quien las ha dado: ha sido el horrible ananke de su existencia. ¿Sabéis cuál fue la causa de todo? El choque de dos caracteres. Madame Palanteau era honrada, pura, pero fría y dura como el hierro. El triste pintor necesitaba una hermana de caridad. Era un grand enfant enfermo, a propósito para una clinica; y ya conocéis cómo hay que tratar a esa clase de desequilibrados. Lombroso, al hablar de María Bashkirt-seff, señala como síntomas o, más bien, como fundamentos de la locura moral, la extrañeza de carácter, la falta de afectos, la megalomanía, la inmensa vanidad; todo eso lo tenía Palanteau. Excéntrico, apasionado, raro, vibrante; así era. Y todo ese temperamento, todo ese estado morboso, todo ese delicado y espantoso cristal, chocaba con aquella femenilidad férrea y helada, incomprensible y hosca.

¿Se amaban? Sí. Y allí está lo más atroz de la historia. Choque tras choque, llegó la catástrofe. Un día, amándose mucho, estando ambos en un suave ensueño de futura dicha, dice él de pronto —era una tarde áurea y tibia—:

—¡Mira, qué bella nube violeta!

—No es violeta —respondió ella dulcemente.

—¡Sí! —arguyó él, como avergonzado, poniéndose purpúreo.

—No —volvió ella a responder sonriendo. Entonces, Palanteau, transfigurado, alocado, acercóse más a su adorada mujer cita y le lanzó en pleno rostro esta palabra:

—¡Estúpida!

¡Ah! veo que estáis de acuerdo conmigo, por la lástima que se os pinta en la cara. ¡Pobre muchacho! Esa fue la primera vez. Palanteau lloró, pidió perdón, se creyó infamado, perdido y fue presa de su aterrador nerviosismo. La segunda vez… —¡oh!, ella no comprendía nada; cruel por ignorancia, vengadora de imposibles agravios, encendía más aquella negra hoguera—, la segunda vez fue ante un crucifijo. El poseía, como todos los soñadores, el espíritu y el ansia del misterio. El pintor de las blancas anadyomenas desnudas se sentía atraído por el madero de Cristo; el artista pagano, se estremecía al contemplar la divina medialuna que de la frente de Diana rodó hasta los pies de María. Al inclinarse ante la cruz, vio que se reían de él; y allí, en presencia de la santa escultura del martirio, con la sangre agolpada y los nervios vibrantes, ¡alzó la mano y dio una bofetada! Un minuto, un segundo después, ¡cayó de hinojos llorando y se llamó canalla!

Eso pasó hace algún tiempo. ¡La tercera vez, amigos, la tercera vez fue la siniestra y fúnebre tragedia! No es el caso del Posdnicheff de Tolstoi, el caso imaginado por «un enfermo preso de delirio místico»; tampoco es el de Lantier. Volará mi palabra; ya es tarde; seré conciso. La tercera vez, él había llegado al mayor grado de exaltación en que puede templarse el cordaje de la neurosis; veíalo todo con desesperación, y casi con un desvarío completamente patológico. Y la desgraciada sin saberlo —¡ porque, yo os lo juro que no lo sabía! atizaba momento por momentos aquel horno fulminante. Ya no era lo de las veces primeras; sino que, juzgándole maligno en vez de desequilibrado o lleno de turbación, procuró herir la más peligrosa de las sensitivas.

Fue en una crisis. El día estaba cálido, pesado. Palanteau se paseaba en su taller. Una modelo acababa de desvestirse e iba a tomar la posición, cuando… —¡sí, tal como os lo cuento!— cuando se abrió la puerta y apareció «ella».

Increpóle… El artista callaba. Injurióle… El artista callaba. Desprecióle…

—¿Sí? —rugió el epiléptico— La crisis llegó a su colmo.

—¡No, no más! Sólo falta que me engañes…

—¡Quizá! —exclamó ella, para herirle, con un rictus felino.

Y allí fue, señores, cuando Palanteau dio el salto de que tanto se ha hablado, descolgó el arma, y ciego, completamente inconsciente, ¡apuñaleó a su mujer! Creo que no se le absolverá.

La justicia anda a gatas en el mundo. Para mí, en vez de entregárselo a Monsieur de París, deben llevárselo a mi amigo Charcot. ¡Pobre muchacho! En todo caso, él será más feliz con que le corten el pescuezo. Buenas tardes.

En: Diario del Comercio, San José,
Costa Rica, 14 de febrero de 1892.
Año I, Nº 62, Pág. 2.

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