VIII

LA CAÍDA DEL ÁGUILA

Era la mañana del primero de mayo de 1925.

A treinta leguas de tierra dos objetos fusiformes, grises y sin ningún relieve. se balanceaban mecidos por las olas como dos ballenas dormidas. El sol naciente convertía la superficie del mar en un juego de mudables luces, en las que alternaban chispas doradas, tonos bronceados, hilos de plata y una gama inagotable de matices amarillos, purpurinos y verdes. El aire parecía saturado de los olores de la primavera: el océano se adormilaba arrullado por la perfumaba brisa y acariciado por la aurora, trocando su implacable furia en un leve gruñido y uno que otro latigazo a los costados de los barcos para recordarles que estaban a merced suya en cualquier momento y que la industria humana no había logrado vencer todavía al eterno Prometeo.

Ambos nautilos estaban protegidos por la malla verdosa que los volvía invisibles. La precaución no era inútil, pues dos o tres veces aparecieron en el límpido firmamento varios puntos negros, revoloteando como las moscas, y se alejaron hacia el Este.

A eso de las ocho, después que el velo protector se descorrió lentamente, brotaron de improviso de la cubierta de los dos submarinos la barandilla de aluminio, la toldilla de popa y el mástil del inalámbrico. Al cabo de un rato apareció sobre el Cañas el rubio comandante, quien por espacio de algunos minutos inspeccionó el cielo con la extraña caja que le servía de anteojo. Acercóse luego al telégrafo, que en aquel momento recibía un despacho, y a medida que lo traducía brillaba en su rostro la más profunda satisfacción, Sentóse en un sillón, tocó un timbre, y al criado que se presentó por la escotilla, le dijo:

-Diga Ud. a Mr. Adams, a su hija y al Dr. Valle tengan la bondad de subir inmediatamente.

Sirvanos aquí el desayuno.

Aplicó enseguida la boca a un tubo de caucho adherido a uno de los pies de la mesa y preguntó: -¿Está allí el segundo?

-Presente, mi comandante.

-¿Está lista la tripulación?

-Enteramente.

-Bueno. Ordene usted al mayordomo que dé a cada uno de nuestros valientes muchachos media botella de champaña, antes que suban sobre cubierta, y a los músicos que preparen sus pulmones, porque nuestro himno ha de oírse hasta en los últimos rincones del mundo.

Con la mayor tranquilidad encendió un cigarro y se recostó en la poltrona, fijando los ojos en la puerta de la escotilla.

No había trascurrido un cuarto de hora, cuando asomaron por ella Fanny, su padre y detrás el joven hondureño.

El Secretario, con el entrecejo fruncido, apenas contestó. al saludo del costarricense. Fanny estaba pálida y ansiosa", y el doctor Valle, con el rostro inundado de júbilo, sacudió vigorosamente la mana de su camarada.

-¿Ya? -le preguntó entusiasmado.

-Dentro de media hora -replicó Roberto. E inclinándose ante sus dos cautivos, dijo:

-Espero que ustedes se dignarán tomar el desayuno con nosotros. Así tendrán el placer de saludar antes de mucho a su compatriota Jack.

Fanny abrió los ojos desmesuradamente, a la vez que la estupefacción reemplazaba en el rostro de su padre el gesto hosco y desdeñoso que había mostrado hasta entonces.

-¿No sospecha usted dónde estamos, Mr. Adams?

-prosiguió Roberto con su eterna sonrisa burlona.

El Secretario de Marina se encogió de hombros, como aquel a quien se dirige una absurda pregunta . -Enfrente de San Francisco de California ---:continuó el lnqenlero, poniéndose serio.

-¡Imposible!

-¡Otra vez esa palabra, Mr. Adams! ¿Todavía no se convence usted de que no hay nada imposible para la voluntad humana cuando persigue una causa noble?

Presentóse el sirviente con el desayuno y los cuatro se sentaron a la mesa. Roberto y el doctor comieron con apetito; pero los dos norteamericanos apenas apuraron una taza de té, embargados por indecible preocupación.

Cuando el comandante apartó su plato y encendió un aromático habano, dijo fríamente:

-Antes de media hora tendremos a la vista la escuadra japonesa. El imperio del Sol Naciente ha declarado la guerra á la poderosa República del Norte. Esta tarde un millón de nipones ocuparán el Estado de California y antes de tres días quedará disuelta la formidable Unión que se había convertido en una amenaza para la libertad del mundo.

El Secretario acogió estas frases con una carcajada sarcástica.

-Si la guerra fue declarada ayer, a estas horas estarán concentrados en San Francisco trescientos barcos de guerra, 'dos millones de soldados y mil quinientos aviones del tipo más moderno. Hace años que esperábamos la agresión de los amarillos y estábamos preparados para recibirlos dignamente.

-¡Ah, Mr. Adams, Mr. Adams! -replicó Roberto, meneando tristemente la cabeza-: aún es tiempo de evitar espantosas desgracias. Utilice usted nuestro inalámbrico y diga a sus compatriotas que no opongan resistencia, porque es inútil. ¿A qué el estéril sacrificio de miles, tal vez de millones de vidas? Se lo ruego en nombre de la humanidad, horrorizado de pensar en la inmensa hecatombe que nos veremos obligados a hacer sin objeto alguno.

Era tan vehemente el tono del joven, que no dejó de Impresionar profundamente al Secretario y a Fanny.

-Ya usted ha visto bastante, Mr. Adams -siguió diciendo Roberto- para cerciorarse de que disponemos de recursos hasta ahora nunca vistos para aniquilar escuadras y ejércitos. ¿Por qué no evitar más desgracias? ¿No luchamos, nosotros por la emancipación de los pueblos? ¿Hemos de destruirlos para hacerlos libres? Yo se lo ruego, Mr. Adams: para mí es tan dolorosa como para usted la muerte de tantos inocentes.

El Secretario se quedó meditabundo y visiblemente conmovido, mientras que Fanny, con los ojos preñados de lágrimas, contemplaba con admiración a aquel hombre extraordinario; armonioso conjunto de superior inteligencia, de inquebrantable voluntad y de generosos sentimientos.

Después de una larga pausa, Mr. Adams replicó:

-"Yo no puedo hacer lo que usted solicita. En primer lugar mi mensaje no sería creído, porque verían claramente que estoy prisionero y que obro bajo la presión de mis carceleros; en segundo lugar, porque sería considerado como un cobarde o un traidor, y por lo mismo mi advertencia sería inútil; y finalmente, señor Comandante, porque en mi país, somos algo escépticos y no nos convencemos sino cuando tenemos la irrefutable prueba de los hechos.

-"Está bien -replicó con acento solemne Roberto, poniéndose de pies-. He hecho todo lo posible para evitar un inútil derramamiento de sangre. Sobre usted, Mr. Adams, pese la responsabilidad de lo que va a suceder en breve.

Dio algunos paseos por la cubierta, llevando en la diestra su curioso anteojo, e inopinadamente lanzó un grito: -¡Ahí está!

Todos se levantaron y volviendo la vista en la dirección indicada por el ingeniero, vieron a una legua de distancia hacia el oeste un punto rojo que avanzaba como una flecha.

-¡Es el Blanco, al mando del capitán Amaru! -exclamó Roberto.

Navega a media velocidad para inspeccionar el campo. ¡Ah! ¡Ya nos divisó!

Una columna de humo bronceado, ocupó de pronto el lugar del rojo pabellón. y Roberto, apretando con el pie un tornillo exagonal que estaba en el extremo de la popa, produjo una humareda semejante, que se desvaneció en pocos segundos.

Pasados tres minutos, el submarino Blanco se detuvo a unos cincuenta metros de sus hermanos gemelos, y una minúscula gasolina se desprendió de su costado de estribor. Cuando atracó al Cañas, saltó sobre cubierta el capitán Amaru, y cuadrándose delante dijo respetuosamente:

-General, la escuadra me sigue a corta distancia y dentro de un cuarto de hora estará a la vista. Todo va bien.

Recibimos vuestros despachos y os felicitamos por el buen éxito en Panamá.

-Un abrazo, Amaru. ¿Y el teniente Cornfield?

Una nube de tristeza invadió el semblante del nipón, quien por un momento pareció vacilar, mirando a Fanny, que había palidecido extraordinariamente.

-Capitán -dijo con voz firme el Secretario de Marina- mi hija y yo tenemos ánimo bastante para soportar nuestros infortunios presentes y los que nos esperan en lo porvenir. ¿Qué ha sido de Jack?

-A bordo fue tratado con toda clase de consideraciones, como puede atestiguarlo la tripulación entera. Pareció poseído de rabia cuando presenció la salida de nuestra escuadra y las maniobras de los aviones; y hace tres horas apenas, cuando sobre la cubierta de mi barco contemplaba asombrado su prodigiosa rapidez, se levantó de repente de su silla y acercándose a la borda se arrojó de cabeza al mar. Es tal la velocidad del nautilo que cuando se detuvo estábamos a más de un kilómetro de distancia. Regresó al punto al lugar del siniestro, pero nuestras pesquisas fueron vanas.

Fanny lanzó un grito desgarrador y se abrazó sollozando a su padre, el cual acarició su cabecita, tratando de consolarla.

Roberto, entristecido, se dirigió al Secretario.

-Mr. Adams, todavía es tiempo de evitar nuevas desgracias. ¿Quiere usted telegrafiar a su Gobierno? El inalámbrico está a su disposición.

El Ministro de Marina, ocupado en consolar a su hija, no contestó palabra.

Roberto dirigió entonces sus pasos a la borda, y examinando el Oeste con su caja semejante a un estereoscopio, prorrumpió de improviso en exclamaciones de júbilo. -¡La escuadra! -gritó el doctor Valle.

Abrióse entonces una ancha escotilla en la proa del Cañas. y cien marinos, con uniforme de gala y la banda a la cabeza, se alinearon sobre la cubierta del submarino.

Por el lado de Occidente apareció un soberbio espectáculo: en un frente de más de tres leguas avanzaban dos mil barcos en tres filas, en correcta formación como un regimiento de infantería; encima de ellos, a mil metros de altura, volaban en una sola fila mil puntos negros. Hay en El Salvador unos gavilanes que al terminar la estación lluviosa emigran hacia la costa. Por espacio de varios días se les ve volar a considerable altura, lenta y majestuosamente, como un disciplinado ejército. Observando aquellos mil aeroplanos se recordaba a los azacuanes salvadoreños por la serenidad de su vuelo y la regularidad de sus filas.

La misma Fanny, dando treguas a su dolor, no pudo menos de volver los ojos hacia el maravilloso cuadro; su padre parecía alelado y el joven hondureño. agitando su que~is, saludaba frenéticamente.

-¡Por Dios. Mr. Adams, todavía es tiempo! -gritó Roberto.

El aludido, sin contestar, continuó mirando las dos escuadras aéreas y marítimas, cual si desconfiara de su fuerza y esperase que las de su patria dieran buena cuenta de ambas.

Bruscamente aparecieron del lado de la costa centenares de puntos negros a diversas alturas, describiendo caprichosas espirales. Casi a un tiempo se iluminaron todos con un resplandor azulado y se oyó un estruendo sordo y continuo como el de una artillería lejana.

Los aviones americanos atacaban. Mr. Adams, que observaba emocionado la escuadra aérea del Japón, esperando ver caer algunas unidades bajo el fuego de sus paisanos, fue testigo entonces de algo que le hizo enmudecer de pasmo.

Los mil aeroplanos nipones, en una sola fila, se habían detenido, permanecían inmóviles como los colibríes al chupar las flores. Ni uno solo fue derribado. Parecían peces sin alas, sostenidos por hélices invisibles.

De pronto se desprendió de cada uno de ellos un objeto semejante a un cohete enorme. Aquellos mil dardos dirigidos contra los aviones norteamericanos los persiguieron tenazmente como los sabuesos a las tímidas liebres.

En vano los aeroplanos yanquis se elevaban, descendían o giraban locos de terror: tras ellos iban los cohetes: siguiendo el vacío que dejaban las naves en su vuelo, e iban a adherirse bruscamente a la popa, produciendo sordas explosiones. Veíase luego un copo de humo bronceado.

Inmóvil, macizo, y enseguida se distinguían restos de máquinas, de cuerpos humanos y de objetos extraños que por todas partes llovían al mar como las cenizas de una erupción volcánica.

¡Los mil quinientos aeroplanos que defendían a San Francisco habían dejado de existir!

Fanny perdió el conocimiento y su hermosa cabeza se dobló hacia atrás en el respaldo de su sillón de junco.

Acudió su padre a prodigarle sus cuidados, y aquel fiero sajón avezado a las luchas de la vida y a arrostrar con semblante sereno la mala fortuna, tenía el suyo demudado y a duras penas lograba contener sus lágrimas.

-Usted lo ha querido así, Mr. Adams -exclamó severamente Roberto-. Ahora, ya es demasiado tarde. Antes de media hora esos mismos aviones que constituyen mi orgullo de inventor mecánico, habrán hundido los doscientos barcos de guerra estacionados en el puerto. La escuadra japonesa no disparará un solo cañonazo; todo será obra de mis temibles pájaros de metal. Con cincuenta libras de japonita echarán a pique el más gigantesco dreadnaught. Tampoco el ejército amarillo tendrá ocasión de luchar con el yanqui. Tres o cuatro horas serán suficientes a mis pájaros mecánicos armados con el infernal explosivo inventado por Amaru para reducir a polvo el ejército de dos millones, encargado de defender la costa del Pacífico.

-Usted y sólo usted, Mr. Adams, será ante la Historia el responsable de tantos horrores.

Vibraba con la indignación la voz del costarricense, impresionando visiblemente al Secretario y a su hija, la cual había ya vuelto en sí.

Mr: Adams inclinó la frente bajo la tremenda acusación. Efectivamente, él se había burlado al principio del supuesto poderío de los enemigos de su patria, creyendo que sus asertos eran simples baladronadas; ahora que se había convencido objetivamente de que los piratas contaban con recursos que sin exageración podían calificarse de sobrenaturales, el viejo político lamentaba la ceguedad que le impidió avisar a tiempo a sus coterráneos el tremendo peligro que se cernía sobre sus cabezas.

Su terquedad había ocasionado la pérdida de toda la escuadra aérea del Pacífico. Su exagerado amor propio, impidiéndole aconsejar a sus paisanos la rendición incondicional e inmediata, como la proponía Roberto, iba a producir la ruina de doscientos barcos de guerra y de casi otros tantos miles de valientes e instruidos marinos, y más tarde la destrucción de todo el formidable ejército del Oeste.

Una horrible lucha de encontrados sentimientos parecía desarrollarse en el alma del orgulloso yanqui a quien su hija hablaba cariñosamente a media voz; al fin, dirigiéndose a Roberto, que registraba el firmamento con su curioso estereoscopio, le dijo excitado:

-Señor comandante, yo no puedo permitir esa estúpida y salvaje carnicería. Voy a dar órdenes a la escuadra para que se rinda sin presentar combate, y a comunicar a . mi Gobierno la necesidad de que el ejército haga lo mismo.

-Es demasiado tarde -murmuró tristemente el joven rubio-. La flota norteamericana ha iniciado el ataque y dentro de quince o veinte minutos los doscientos barcos estarán en las profundidades del océano.

¡Esto es horrible, monstruoso! Señores -añadió dirigiéndose a los presentes-, quiero que ustedes sean testigos de que hice cuanto pude por evitar este paso extremo. Dejo a Mr. Adams todo el peso de la responsabilidad moral de lo que va a ocurrir.

Durante uno o dos minutos hubo un silencio profundo, amenazador, interrumpido apenas por el sordo gruñido de los motores de los tres nautilos que navegaban lentamente, apareados, para presenciar el combate.

En el cielo, en perfecta formación y a considerable altura, estaban los mil aeroplanos inmóviles como los colibríes al libar el néctar de las flores.

Las tripulaciones de los submarinos miraban hacia arriba y las bandas dejaron de tocar. Se oyó luego un estruendo lejano, luego otro y otro, hasta que se fundieron todos en el ruido continuo y formidable de un Niágara. El espacio se pobló de puntos brillantes y de copos de vapores blancos y' verdosos, como si llovieran millones de aerolitos.

¡Cosa inaudita! Aquellas poderosas bombas no llegaban hasta los aviones japoneses y estallaban muy por debajo, sin derribar ninguno. Los artilleros norteamericanos desconcertados suspendieron el fuego y entonces se vio un espectáculo espeluznante. Los aviones, rompiendo sus filas, avanzaron un poco y se situaron en formación irregular, como si cada uno tuviera su particular objetivo. En medio del silencio que siguió a las infinitas andanadas de los barcos, resonó una explosión formidable, una señal indudablemente, pues antes de extinguirse sus vibraciones se vio caer de los aeroplanos objetos negros que descendían como centellas.

No hay palabra en ninguna lengua capaz de expresar la terrible impresión que en el oído puede producir la veladura casi simultánea de doscientos acorazados provistos de muchas toneladas de explosivos. Se vieron surgir del mar, a larga distancia infinidad de geiseros; la presión del aire fue tan terrible que en la cubierta de los submarinos muchos cayeron de espaldas y todos creyeron que sus pulmones iban a estallar.

Pasado el primer momento de estupor, el comandante del Cañas recorrió con su anteojo el mar, y al bajarlo dijo con sincera pena:

-Toda la escuadra ha sido destruida, sin escapar ni un bote ni un tripulante. Ahora nuestros aviones van a atacar las defensas de San Francisco y a valor los campamentos. A la noche, nadie podrá impedir que un millón de japoneses ocupen militarmente el Estado de California. Pasado mañana, si la Gran República no se somete a las condiciones que la democracia impone a los imperios militares como el de Napoleón, o plutocráticos como éste, nuestra escuadra aérea reducirá a cenizas a Nueva York, a Chicago y a Washington; y si quisiera podría en menos de un mes borrar las trazas de la dominación anglo-sajona en Norte América. Podemos hacerlo, pero no queremos. Ustedes, en cambio, Mr. Adams, no tendrían el menor escrúpulo en utilizar tan poderosos medios de destrucción contra la raza latina a fin de sustituirla por otra más vigorosa y activa.

Hacía largo rato que Mr. Adams permanecía ensimismado, como si lo trágico de la escena última hubiese suspendido el proceso regular de su vigoroso cerebro.

En vano Fanny se esforzó por darle ánimo y hacerle recobrar su serenidad habitual; el Secretario de Marina, callado, sombrío y con semblante inexpresivo, parecía haberse idiotizado repentinamente. En puridad de verdad, había motivo más que suficiente para perder la razón. La gran escuadra creada a costa de tantos sacrificios, dotada de todos los perfeccionamientos más ingeniosos de la ciencia náutica, aquella escuadra que Mr. Adams suponía invencible, capaz de enfrentarse a todas las del mundo... ¡hundida en pocos minutos por unas cuantas naves aéreas cuyo aspecto no tenía absolutamente nada de imponente!

Los aviones, recobrando su primitiva formación, avanzaron serenamente hacia el Este. Los tres nautilos permanecieron al pairo en espera de noticias, y Roberto ordenó que sirviesen el lunch a sus prisioneros, al doctor Valle; y a los comandantes del Mora y del Blanco, que acababan de desembarcar en la cubierta del Cañas, obedeciendo a la invitación del general en jefe.

Von Stein, el capitán Amaru y Roberto se abrazaron cariñosamente sin poder ocultar su emoción. Su obra redentora y altruista estaba en vísperas de cumplirse. Rendido el ejército americano y desarmado el mundo entero, los pueblos comenzarían a gozar por primera vez de su libertad y a labrarse por sí mismos su bienestar y su independencia.

La mesa de popa ostentaba delicados ornamentos alegóricos y media docena de botellas de champaña.

Con el capitán Amaru desembarcó el salvadoreño Delgado, a quien sus camaradas recibieron como a un hermano. El politécnico venía entusiasmado.

-Queridos amigos, ¡qué espectáculo, qué prodigio!

Nada me queda por ver en el mundo y ahora podría morir tranquilo, pues no es posible experimentar emoción superior a la de esta mañana.

Figúrense ustedes el Blanco a media máquina, encabezando la expedición, detrás dos mil embarcaciones entre acorazados, cruceros y transportes, y en el aire, como un regimiento de granaderos, mil aeroplanos, cuyo poder conocíamos como incontrastable. Me dieron ganas de convertirme en jefe de las fuerzas y conquistar toda la tierra. En un mes, se habría realizado el eterno ideal de los reyes orientales, y aun occidentales, de tener a la humanidad esclavizada al servicio de un hombre, sólo que ese emperador no se llamaría Ciro ni César, Manuel I.

Y al día siguiente de inaugurado tu gobierno autócrata -repuso fríamente Roberto- dejarías de existir.

-EL simpático militar cuzcatleco abandonó de repente su tono, jovial y prosiguió formalizándose:

-¡No, no! Se acabaron los tiranos. Yo no pretendo ser el último; solamente quisiera en nombre de la humanidad, que nos sirvieran el almuerzo, pues hace seis horas que no pruebo bocado.

Llamó Roberto a los criados y mientras preparaban la mesa fijó sus miradas en el triste grupo formado por el Secretario y su hija.

Fanny lloraba silenciosamente, recostada en el hombro de su padre. El Secretario miraba obstinadamente al suelo, como sin darse cuenta de la intensa aflicción de la adorable niña.

Cuando los mozos sirvieron los primeros platos de la opípara comida, que Mr. Adams y Fanny ni siquiera probaron, se descubrió en el cenit un punto negro y casi enseguida descendió sobre la cubierta del Cañas algo a modo de un paracaídas pequeño, que resultó ser un ramillete de frescas flores en el cual venía atado este billete:

-"General Mora.-San Francisco, capituló".-"Enviamos a Washington ultimátum.-W. Z."

La gran flota japonesa comenzó a desfilar ante los tres submarinos que se mantenían al pairo; pasaron no menos de trescientos grandes acorazados, unos quinientos cruceros y gran cantidad de transportes a cuyo bordo iban las tropas de desembarco.

-Todas esas formidables escuadras -dijo pensativamente Roberto- estarán reducidas a la impotencia antes de un mes. Si se negasen a hacerlo, correrán la misma suerte de la que hoy ha desaparecido.

El Secretario Adams y Fanny, sin probar nada, dominados por la tristeza, se habían mantenido alejados del resto del grupo.

Roberto se acercó a ellos y dijo:

-Mr. Adams, acabo de recibir un despacho del jefe de la escuadra aérea en el cual me comunican que San Francisco ha capitulado con todo su ejército y que se han telegrafiado a Washington las condiciones que imponemos para cesar la guerra. Por lo pronto, usted y la señorita están libres y pueden desembarcar ya, si así lo desean.

-Yo no puedo volver a mi patria -replicó sombríamente el Secretario-; no merezco pisar un suelo que no supe defender: mis conciudadanos me juzgarán no sólo inepto, sino acaso traidor.

¡Qué bien hizo Jack al arrojarse al mar! Mientras yo cobarde ...

-Mr. Adarns, usted ha cumplido con su deber y nadie puede reprocharle nada; el pueblo norteamericano le hará justicia. Nadie está obligado a prever lo imprevisto ni él descubrir lo que el mundo entero no ha sospechado siquiera en tantos meses.

Los tres submarinos se habían puesto lentamente en marcha hacia el Este, navegando en la superficie con las rojas banderas izadas. Cerca de la costa se percibían los centenares de humaredas de los barcos japoneses.

Los nautilos a cien metros uno de otro, cortaban las ondas sin el más leve balanceo. En la cubierta del Cenes habían quedado apenas el rubio comandante y los dos norteamericanos, sentados en sendas poltronas y sin cruzar palabra.

Fanny miraba al suelo, con la angustia pintada en su bello rostro, anonadada por el cúmulo de fatalidades que había interrumpido el agradable curso de su existencia; Mr. Adams, con los ojos entornarlos y la cabeza recostada en los brazos cruzados sobre el respaldo de la mecedora, parecía dormitar; Roberto, .con su extraño anteojo en la mano, observaba la costa. De la entrada de la bahía se desprendió un torpedero que avanzó al encuentro de los submarinos con la rapidez de una flecha. Sólo Roberto se dio cuenta de la aproximación de la nave; sus melancólicos compañeros no advirtieron nada hasta que el silbato del minúsculo destructor resonó al costado del Cañas. Un instante después saltó sobre la cubierta un joven moreno, con uniforme gris; y al punto corrió a saludar al general, quien le tendió cariñosamente la mano.

-¿Qué ocurre? ¿Has recibido noticias de Colombia, Antonio?

-Al contrario: he enviado a mi patria un mensaje, anunciándole que la formidable Unión está disuelta y que en adelante los latinos no sufriremos más desmembraciones ni ultrajes hechos en nombre de la fuerza. General, el Gobierno de Washington, viendo la absoluta imposibilidad de resistir, ha declarado disuelta la Unión y convenido en desarmar todos sus buques de guerra; cada Estado será una república independiente y en igual condición quedarán todos los países del resto de América. Hemos intimado lo mismo a Inglaterra para que destruya su flota y deje en completa libertad a sus colonias. y a Francia en iguales términos.

-Está bien -dijo Roberto-. Que nuestros aviones se trasladen inmediatamente a la costa del Atlántico para hacer entrar en razón a las potencias europeas y una vez conseguido nuestro objeto Irás tú a reunirte con nosotros en el cuartel general de la isla del Coco, para donde partiremos cuando hayamos desembarcado a nuestros distinguidos prisioneros.

-Precisamente este asunto es el que me trae a bordo, pues las noticias que debo comunicar no podrían trasmitirse por telégrafo. Cuando la población de San Francisco supo que a bordo traíamos al señor Secretario de Marina, hizo manifestaciones hostiles que según parece se han extendido a los demás Estados de la antigua Gran República. No creo prudente que los señores vayan a tierra; y como los nautilos van a partir enseguida para el Sur, es preferible que desembarquen en Centro América, en donde estarán al abrigo de las venganzas de sus paisanos.

Mr. Adams, había adoptado de nuevo su actitud indiferente y ensimismada; por las descoloridas mejillas de Fanny resbalaban una tras otra las lágrimas.

-Adiós, Antonio -repuso Roberto abrazándole cariñosamente--. Cuando el Japón desarme su escuadra, toma tu aeroplano y vé a reunirte conmigo en la isla misteriosa. Todos los Caballeros de la Libertad debemos estar juntos allí para celebrar el día de la aran liberación.

Cuando partió el torpedero, el comandante Mora dijo al Secretario:

Siento mucho lo que ocurre, Mr. Adams; pero por lo que cuenta Antonio no es posible desembarcar a ustedes en San Francisco. El Cañas va a partir inmediatamente para el Sur; si usted no tiene inconveniente iremos a Costa Rica, en donde no podrán temer nada. Mi madre está allí sola, y Fanny encontrará en ella la madre que perdió cuando era muy niña. Mi casa está enteramente a la disposición de ustedes, mientras voy a la isla a terminar mi misión. Después publicaré todos los detalles de la gran obra para que el pueblo norteamericano vea que su Secretaría de Marina no tuvo culpa alguna en lo sucedido y que nadie habría podido portarse más digna y patrióticamente.

Mr. Adams no abrió siquiera los ojos, como si no hubiese oído las anteriores palabras; pero la joven alargó su mano al ingeniero y la oprimió agradecida.

Unos minutos después los tres submarinos dirigían la proa al Sur con velocidad moderada y manteniéndose a unas diez leguas de la orilla. El sol iba ya declinando, y en la apacible y fresca tarde se respiraba un ambiente primaveral, saturado de felicidad y de vida, que contrastaba con los horrores de la mañana, como muda protesta de la naturaleza contra las crueldades de los hombres.

Roberto ordenó que sirvieran la comida bajo la toldilla de popa; pero MI'. Adams no probó bocado ni salió de su mutismo; y su hija, impresionada por su triste actitud, tomó apenas una taza de café.

Al levantarse de la mesa Roberto llevó aparte a Fanny y le dijo:

-Es necesario distraer a su papá. Mañana cuando se levante hágalo subir sobre cubierta y procure hacer que se resigne con los acontecimientos. Hay que tomar la vida con filosofía. No ha mucho Mr. Adams decía a usted que los antiguos representaban la fortuna como una rueda, y en efecto, no hay nada más voluble. Lo que hoy está abajo, mañana se encuentra encumbrado, sin que haya nada estable.

Vea usted, Fanny, yo soy actualmente el árbitro del mundo -lo digo sin jactancia- pues mis inventos y los del capitán - Amaru pueden aniquilar en un instante las fuerzas terrestres y marítimas de todas las potencias de la tierra: Cuando los pueblos oprimidos sepan quién es su libertador se levantarán centenares de estatuas, sin perjuicio de quemarme en efigie un año más tarde, cuando resulte que me he equivocado y que el mundo era más feliz bajo el imperialismo -añadió riendo cordialmente.

-De modo -repuso Fanny- que usted no está muy seguro de proceder bien en su empresa.

-La humanidad es tan incomprensible, que jamás está uno seguro de que su acción será considerada eternamente como buena. Vea usted, Fanny: mi país erigió dos monumentos en conmemoración de la derrota que en 1856 infligió a los filibusteros yanquis. Hace poco derribó esas estatuas para sustituirlas con la del invasor Walker y la de un Presidente norteamericano que preparó la ocupación militar de Centro América. En estos momentos cuando mi patria se entere de la caída del águila, volverán a su sitio las estatuas de los patriotas. ¿Quién sabe si mañana, al convencerse de que estas repúblicas necesitan una mano de hierro que mate de golpe las ambiciones locales y las revueltas, Costa Rica no volverá a prosternarse ante las estatuas de Walker y de Wilson?

-Entonces usted no obra de buena fe, Roberto. Su escepticismo debiera haberle hecho más cauto y no dejarle consumar tantas desgracias sin estar convencido de la moralidad de su empresa.

-Procedo de acuerdo con mis convicciones y mis ideales, como el científico que emprende lleno de fe un experimento. Si me equivoqué, el tiempo lo dirá. De todos modos, mi experimento será decisivo y la humanidad sabrá a qué atenerse con respecto a su porvenir. Razas y pueblos autónomos, disponiendo libremente de sus destinos, o un imperio universal, disciplinado y sujeto a una autoridad central, como lo soñaron Ciro, Alejandro, Napoleón, Guillermo II y Wilson. La experiencia será decisiva. Si me equivoqué y los puebles me queman en efigie, tanto mejor. A lo menos que se reconozca mi desinterés y que toda mi labor, que podría haberme hecho dueño de la tierra, la he consagrado a un fin humanitario Y altruista. Cualquiera que sea mi suerte, quiero que usted, Fanny, la única mujer que he amado, mire en mí un Quijote que se sacrifica por sus semejantes, sin utilizar sus inventos en provecho propio.

Fanny contemplaba absorta la radiante fisonomía del joven, cuya superior inteligencia y noble corazón engrandecían su figura hasta darle las proporciones de un ser sobrenatural. Bajó los ojos cuando Roberto le manifestó sin rodeos su amor; su turbación era muy natural, pues aquel arrogante mozo cuyos obsequios había rechazado al saber su nacionalidad, obedeciendo a las instigaciones de orgullosos compatriotas, era el único hombre que la había impresionado y atraído desde el día en que se conocieron.

-Dentro de tres días. Fanny, estaremos en la isla del Coco -añadió estrechándole la mano-. Mientras tanto, procure distraer a su papá, que una vez llegados allí yo me encargaré de devolverle su buen humor.

Fanny oprimió agradecida la diestra del comandante y no apartó de él sus miradas hasta que desapareció por la escotilla.

En los días subsiguientes la joven subió sola sobre cubierta, en donde pasó muchas horas en íntima conversación con el ingeniero. Mr. Adams se había obstinado en no salir de su camarote ni en probar alimentos, lo que preocupaba hondamente a la cariñosa hija.

-Déjele usted -repetía Roberto-; cuando reflexione sobre lo ocurrido se disiparán sus penas. Mis publicaciones, además, sincerarán su conducta ante los ojos de las Repúblicas del Norte, y todos sabrán que ustedes cayeron prisioneros sin poder hacer nada en favor de su patria.

-Papá me tiene preocupada -respondió tristemente Fanny-; no ha vuelto a cruzar palabra conmigo y se niega obstinadamente a probar nada.

-Procure usted hablarle de cosas que no se relacionen con su situación. Mañana al amanecer haga que suba al puente, pues muy temprano estaremos a la vista de la isla del Coco, y el espectáculo es digno de contemplarse a esas horas. La isla en esta época ofrece el aspecto de un inmenso pilón verde, bastante alto, del cual caen al mar centenares de cascadas argentinas.

¿Sabe usted una cosa, Fanny? Mi ideal sería ser dueño de una isla solitaria como la del Coco, vivir en ella con una mujer amada y, apartados de las miserias y mezquindades sociales, renovar allí el idilio del paraíso. [Cuánto me repugna el contacto del mundo! Bajezas, intrigas, calumnias, ruines venganzas, chismes innobles, vapor de odio que sofoca y marea, en vez de puras brisas cargadas de amor y simpatía. Yo nací para amar, Fanny; para proporcionar a mis semejantes los medios de ser felices; para tender la mano a los desvalidos y compartir con ellos sus penas.

En pago ¿qué he cosechado? El odio injustificado de aquellos a quienes más favorecí, ingratitud y olvido; mordeduras de víboras que calenté en m! seno ... [Ah, Fanny! [Si usted supiera cuántas amarguras guardo en mi pecho! Cualquiera en mi lugar habría devuelto mal por mal, pues dispongo de poder bastante para causar daño; pero yo no puedo odiar; los ingratos, los infames, los criminales me inspiran profunda lástima; algunos asco; ninguno odio. Yo quisiera ver la tierra ocupada por centenares de pueblos libres y felices, saneada y cultivada, capaz de contener y alimentar una población que no se multiplicara estúpidamente como ahora; desearía ver a los hombres todos equilibrados, exentos de vicios, disfrutando plácidamente de la vida; sin guerras, ni pestes, ni penas. Moriré sin ver realizadas mis aspiraciones. La especie humana está loca; el hombre no es más que un ser desequilibrado por haber dado la preferencia al desarrollo del cerebro sobre los de más órganos, consagrándose al estudio, en lugar de atender un poco más a sus funciones naturales. ¿Qué serían nuestras ciudades si los campos no les enviasen su gran contingente de cerebros sanos? Inmensos manicomios.

Fanny escuchaba con religioso respeto el extraño discurso de su antiguo cortejante, que siempre solícito y cariñoso, procuraba hacerle menos enojosa su prisión. Jamás habría sospechado que aquel joven rubio, a quien había despreciado, poseyera una inteligencia tan elevada, unos sentimientos tan generosos y una voluntad tan firme. Sentíase ella tan insignificante a su lado, que cuando hablaba lo hacía con ese temor del estudiante que consulta a un sabio.

Pasaban todo el día solos, en la cubierta del Cañas, viendo esfumarse la costa con sus cordilleras azuladas y sus verdosas islas. De cuando en cuando se presentaba Jiso el telegrafista con despachos que entregaba silencioso al comandante, el cual después de leerlos los pasaba a su bella compañera.

Eran casi todos homenajes que las ciudades de Méjico y de Centro América tributaban a su libertador, a aquel costarricense desconocido la víspera y hoy célebre en todo el mundo.

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En la mañana del 5 de mayo los tres submarinos divisaron los picachos de la isla del Coco. Roberto recibió la noticia en el comedor cuando tomaba su desayuno; y se disponía a subir sobre cubierta, cuando resonó en el salón un grito de suprema angustia, cuyo timbre era familiar al joven ingeniero. Acudió inmediatamente y vio a Fanny envuelta en blanco peinador, desesperada, loca, en la puerta de su camarote.

-¿Qué ocurre? -exclamó.

-¡Papá está muerto, sí! ¡Dios mío!

Roberto trató de calmar a la bella, cuyos brazos se retorcían convulsivamente y cuyo cuerpo todo temblaba como el de un azogado. Luego se asomó al camarote y se detuvo horrorizado en el umbral.

Sobre el lecho resaltaba la faz cadavérica del Secretario en las sábanas tintas en sangre. En el suelo una navaja de afeitar revelaba cómo se había consumado el suicidio. Mr. Adams, como Jack, no había podido soportar la pena que le causara la disolución de su poderosa patria.

Roberto hizo el saludo militar como postrer homenaje al ilustre muerto, y corrió luego a atender a Fanny que se había desplomado sobre el piso del salón.

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A mediodía los acantilados de la isla del Coco fueron testigos de una fúnebre ceremonia, la primera quizás que se celebraba en aquellas playas inhospitalarias.

Una fosa abierta en la peña recibió el cuerpo del distinguido hombre público cuyo genio había convertido los Estados Unidos durante dos años en la primera potencia naval del mundo. Aunque Roberto se empeñó en que Fanny no saliera del nautilo, la joven manifestó su resolución de asistir al entierro y dar a su padre el último beso antes de verlo desaparecer para siempre.

Alrededor de la sepultura se agrupaban silenciosos el capitán Amaru, el conde Stein, Manuel Delgado, el doctor Valle y un centenar de marinos de diversas nacionalidades, formados en cuadro, mientras las bandas de los submarinos ejecutaban la marcha inmortal de Chapín.

Cuando comenzaron a caer sobre el cuerpo del infortunado Mr. Adams las primeras paladas de tierra, empezó Fanny a temblar y habría caído al suelo si Roberto no la hubiese sostenido por la cintura.

Hasta entonces no reparó Roberto en una coincidencia: los marineros habían cavado la sepultura de Mr. Adams, precisamente en la misma eminencia desde donde los tres norteamericanos habían contemplado la puesta del sol la tarde en que arribaron a la isla, en el lugar en donde al día siguiente el Secretario, mientras cantaba las glorias de su país, fue interrumpido en su discurso por la voladura del Nicaragua.

Terminada la fúnebre ceremonia el cortejo se puso en marcha con dirección a las cavernas, en cuyo canal estaban anclados los tres nautilos.

El ingeniero, sosteniendo a la joven con la solicitud de un hermano, le dijo al llegar a la segunda cueva de la derecha en la cual estaba la escalera que conducía al lujoso piso habitado por la oficialidad de los barcos:

-Fanny, me he tomado la libertad de hacer trasladar su equipaje a uno de los cuartos del segundo piso, porque sería muy doloroso para usted volver a su camarote. Aquí estará menos incómoda Y podrá salir a cualquier hora al aire libre, pues ya no hay rejas que impidan el paso. Quisiera llevarla inmediatamente a Costa Rica al lado de mi madre; pero no puedo ausentarme de aquí antes de dos días. Una vez en San José es usted dueña de quedarse en mi casa meses, años, ¡ojalá toda la vida!, o de regresar a su país.

-¡Gracias!, es usted muy bueno, Roberto -contestó sollozando la linda joven-. ¡Yo no tengo ya ni patria ni padres ni hermanos ni siquiera amigos!

Roberto le estrechó cariñosamente las manos y le dijo, cuando llegaron a la habitación:

-Aquel teléfono se comunica directamente con mi cuarto; si hay alguna novedad, si desea algo, no tiene más que avisármelo. Tocando ese botón eléctrico aparecerá inmediatamente un criado que está exclusivamente a su servicio.

Cuando Roberto se hubo marchado, no pudo menos Fanny, a pesar de su dolor, de admirar y agradecer la delicadeza con que el arrogante mozo le había preparado su alojamiento.

Esa tarde recibió el comandante un despacho inalámbrico cuya lectura le llenó de satisfacción. En la cena, cuando estuvieron reunidos los cinco amigos, dijo:

-Mañana a las seis debemos estar en la plazoleta del telégrafo. Tendremos visitas.

Acostumbrados a la reserva de su jefe, sus compañeros se guardaron de interrogarle y todos comieron con apetito, aunque evitando hablar en voz muy alta y reír, por respeto al dolor de Fanny, cuyo aposento estaba cercano.

Al amanecer, los Caballeros de la Libertad, instalados en el automóvil, se dirigieron rápidamente a la estación inalámbrica.

Al llegar, salió de la garita Jiso el telegrafista y saludando militarmente a Roberto, dijo en esperanto: -General, acabo de recibir un despacho desde alta mar. Dentro de un cuarto de hora estarán aquí.

El ingeniero sacó de la funda su extraño anteojo y después de recorrer la parte norte y este del cielo, gritó: -¡En efecto, ya están a la vista!

Todos se inclinaron sobre la curiosa cámara de Roberto y vieron claramente dos puntos negros que volaban apareados hacia la isla. No habían transcurrido diez minutos cuando levantando los ojos al cenit divisaron a considerable altura dos naves aéreas, verdaderos pájaros mecánicos, sin alas, los cuales después de mantenerse inmóviles un rato, descendieron verticalmente con acelerada rapidez, como en una caída mortal. A cien metros de altura se detuvieron de nuevo y siguieron cayendo lentamente, como dos paracaídas, hasta que se posaron blandamente sobre el césped, acompañados del zumbar de cien hélices pequeñas que sobre cubierta permitían a las naves ascender y aterrizar verticalmente.

Del primer avión saltó Antonio, el piloto colombiano que en la bahía de San Francisco llevó un mensaje al Cañas. Roberto le abrazó y lo mismo hicieron sus cuatro camaradas; pero inmediatamente volvieron los ojos llenos de curiosidad hacia el personaje que acababa de desembarcar del otro avión. Era un hombre como de cuarenta años, alto y robusto, aire militar, tez curtida por el sol, ojos negros y vivos y barba del mismo color, cuidadosamente recortada.

El general Mora le estrechó la mano y volviéndose a sus sorprendidos amigos, dijo:

-Tengo el honor de presentar a ustedes al séptimo Caballero de la Libertad, al coronel mejicano, mi compañero de estudios en Inglaterra, don Salvador Morelos, jefe de la escuadra aérea japonesa que delante del puerto de San Francisco arruinó el poderío norteamericano.

-Yo no he sido más que el brazo que ejecuta, ustedes la cabeza que dirige -contestó el recién llegado con voz sonora y enérgica.

-¿Qué noticias nos traen ustedes?

-Una sola -replicó solemnemente el Coronel Morelos-, que nuestra misión, la misión de los siete Caballeros de la Libertad ha terminado.

-¡Cómo! -exclamaron casi a un tiempo Roberto, van Stein, Amaru, Delgado y Morazán, .mientras Antonio sonreía satisfecho.

-Sí -continuó con el mismo tono grave e imponente Morelos-. Las potencias europeas han capitulado, sobrecogidas de temor por lo que les comunicaron sus ministros residentes en Washington y su aliado el Gobierno de la Gran República hoy disuelta. Únicamente la Gran Bretaña se mostró incrédula y entonces yo mismo telegrafié desde San Francisco al Almirantazgo Inglés, proponiendo una prueba convincente, aunque dolorosa. Ofrecí destruir con sólo dos aviones el escuadrón naval y aéreo estacionado en Jamaica. No recibí contestación: sin duda el Gobierno Inglés pensó que se trataba de una broma o de una fanfarronada, Y no hubo más remedio... Ayer a las nueve de la mañana... Fue un espectáculo estupendo, aunque salvaje. ¡Culpa de la terquedad sajona! Frente a Kingston salieron a encontrarnos, a la hora de la cita, unos cincuenta aeroplanos. Los nuestros con la quilla protegida por las placas que los hacen invisibles desde abajo, no llevaban las de la proa. Queríamos que nuestros enemigos aéreos nos viesen como en el combate de San Francisco y pudiesen dar cuenta a sus compatriotas de que habían combatido apenas contra dos, en tanto que nos divertíamos imaginándonos a los oficiales de los seis grandes acorazados asestando inútilmente sus telescopios al firmamento para descubrirnos.

Nuestros dos cañones neumáticos dispararon sin ruido cincuenta cohetes. Renovose la escena de San Francisco y los aeroplanos fueron cayendo al mar uno tras otro como golondrinas cazadas al vuelo. ¡Qué lejos estaban de sospechar que se habrían escapado del peligro con sólo permanecer siquiera un minuto enteramente inmóviles en el espacio! Pero aun sabiéndolo ¿cómo habrían podido ejecutar esa maniobra sin el prodigioso invento del general Mora? Luego, como un alarde de desprecio descorrimos las placas de la quilla para que pudiesen vernos los dreadnaughts, pero antes que pudiesen disparar sus formidables cañones, cada uno había recibido a bordo un quintal de japonita.

Seis columnas de humo señalaron a la ciudad el lugar que un minuto antes ocupaban los barcos. Volamos luego sobre la población horrorizada y dejamos caer sobre ella una, docena de hojas que teníamos escritas de antemano y que decían: "Poseemos medios para hundir los treinta submarinos que protegen la bahía, aunque se sumerjan a cuarenta metros; pero nos duele sacrificar más vidas inocentes. Aconsejen al Gobierno de la Metrópoli que acepte nuestras condiciones." Punto y seguido volamos en línea recta para acá y aquí nos tienen. Probablemente hoy recibiremos otras noticias.

Mientras todos felicitaban calurosamente a los dos aviadores que habían realizado la proeza más increíble que registra la historia de la guerra, Jiso, que había permanecido en su caseta, se presentó con un papel en la mano y se lo entregó respetuosamente al rubio ingeniero. Era un despacho en cifra y al leerlo lanzó una gran exclamación.

En medio de las curiosas miradas de. sus amigos, se levantó Roberto de la piedra en qua se había sentado, y descubriéndose con religioso respeto dijo con voz trémula por la emoción:

-Señores, saludemos en este día la aurora de los pueblos libres. Hoy comienza una nueva era para la humanidad. Inglaterra y las demás potencias convienen en el desarme completo y en la independencia de las colonias. Cada nación envía inmediatamente un delegado a cada una de las otras para ver que se cumpla lo pactado. El 4 de julio los inalámbricos de toda la tierra llevarán hasta los rincones más apartados la noticia de que terminó para siempre el imperio del águila y que ya este fatídico símbolo no volverá a aparecer en las banderas de otras Romas, de futuros Napoleones, tsares, ni emperadores germánicos. Le hemos cortado las garras. ¡Vivan los pueblos libertados!

-¡Vivan sus libertadores, el general Mora y el capitán Amaru! -gritó el mejicano Morelos entusiasmado.

-¡No! -gritó a su vez Roberto-. Vivan los Caballeros de la libertad, los hombres de todas las razas que han contribuido generosamente a esta obra redentora.

Pasados los primeros transportes de júbilo, Roberto dio sus órdenes precisas. A medio día partirían los tres nautilos, que regresarían al día siguiente a su base. En el Cañas conduciría él a Fanny hasta Puntarenas. El capitán Amaru llevaría a Antonio a Panamá, en donde estaba su familia; y el conde Stein en el Blanco era el encargado de acompañar hasta Acapulco al coronel Morelos, a quien su patria agradecida preparaba sin duda una apoteosis. Los dos aviadores iban sólo de paseo, pero debían estar de vuelta a fines de junio, para aguardar todos reunidos en la isla la noticias del desarme universal y la disolución de los grandes imperios. Pasada esa fecha, las tripulaciones bien gratificadas volverían al servicio del Japón; el conde Stein y diez de sus compatriotas se quedarían en la isla, en donde proyectaban establecerse con sus familias y fundar una colonia agrícola. Los demás Caballeros regresarían a sus respectivos países; pero se convino en que todos los años vendrían a pasar el mes de enero en la colonia. -¡Como no se le ocurra a von Stein apoderarse del mundo! -dijo riendo Manuel Delgado-; quedan aquí los submarinos y dos aviones.

El alemán sonrió y lo mismo hicieron los presentes, excepto el capitán Amaru; el cual en un momento en que se encontró con Roberto alejado del grupo, le dijo en voz baja:

-General, ¿no cree usted que pueda ocurrir lo que en broma dijo Delgado? ¡Estos alemanes son tan ambiciosos! Además, von Stein participó en nuestra obra más por odio a los yanquis que por comulgar con nuestras ideas.

-Duerma usted tranquilo, capitán. Von Stein es leal. Además, no posee nuestros secretos sin los cuales las máquinas que dejamos aquí y las mil que volverán al Japón son juguetes enteramente inofensivos.

Hoy el mundo no puede temer nada, sino de dos hombres, que somos usted y yo -añadió sonriendo. -Entonces -replicó Amaru apretándole la mano también el mundo puede dormir tranquilo.

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Así que hubieron regresado a las habitaciones subterráneas para tomar el desayuno, Roberto preguntó al sirviente por la señorita Fanny.

-Salió hace poco -respondió éste-o Roberto permaneció preocupado durante el almuerzo y apenas hubo terminado se encaminó a la salida de la caverna, desde donde descendió a la hondonada y comenzó a subir con paso firme y rápido por la falda de la colina opuesta, en la cual estaba sepultado Mr.. Adams.

Durante la madrugada unos marineros, por orden de Roberto, habían levantado sobre la fosa una pirámide de piedras amarillas, negras y rojizas combinadas con gusto y unidas con arcilla, en cuyas juntas habían sembrado orquídeas y helechos.

De hinojos ante el túmulo, cubriéndose los ojos con el brazo derecho, y el izquierdo tendido sobre las losas, estaba la bella joven, llorando en silencio.

Roberto se detuvo para contemplarla un instante. Recordó haber visto en el cementerio de Florencia esculturas admirables sobre las suntuosas tumbas; pero ninguna podía compararse en gracia y expresión a aquella linda niña, viva imagen del dolor sublime que no puede externarse con palabras ni con lágrimas.

Al ruido de las pisadas levantó Fanny la cabeza y divisando al ingeniero se puso en pie con viveza, se acercó a él y le estrechó la diestra entre sus dos manos.

-¡Usted, Roberto, ha hecho esto! ¡Gracias, gracias! El se descubrió respetuosamente y dijo con voz grave y pausada, dando unos pasos hacía el túmulo.

-He venido a buscarla aquí, Fanny, porque sólo ante la tumba de su padre debe usted oír las palabras que van a salir de mis labios. Dentro de tres horas partiremos todos de esta isla. Como usted no desea volver por ahora a su patria, en donde no tiene familia, ni amigos ni fortuna que administrar, he pensado, si usted no se opone a ello, llevarla a San José, al lado de mi madre, ya muy anciana.. Cuando ella muera, me hallaré tan solo en el mundo como usted. ¿Quiere usted que unamos nuestros destinos? Yo consagraré mi vida a procurar que la suya sea más dichosa en lo futuro que en la actualidad. ¿Quiere usted ser mi esposa? Así estará más cerca de la sepultura de su padre, y más cerca aún cuando traslade estos queridos despojos a la capital de Costa Rica. Si usted no me juzga digno de labrar su felicidad, considéreme siempre como un hermano y disponga en absoluto de mi persona y de cuanto poseo.

Fanny le contempló asombrada al través de sus lágrimas y luego bajó los ojos, ruborizada y pensativa.

-Perdone usted mi imprudencia -continuó él humildemente- pero quería que usted oyese mi solicitud en este sitio, con esa tumba por testigo, y no más adelante, en mi casa, en donde yo nunca me habría atrevido a hacerlo.

Fanny levantó de nuevo hacia él los ojos con una expresión indefinible de gratitud, de admiración y de cariño. -¿Acepta usted? -murmuró Roberto casi a su oído. Por toda respuesta Fanny le tendió la mano que él besó y retuvo en la suya. Luego ambos jóvenes se arrodillaron ante la sepultura para dar su último adiós al esclarecido patriota y eminente hombre público que había ido a terminar su carrera en aquella isla solitaria.

Cuando se alejaron lentamente, cogidos del brazo, el sol reverberaba sobre el océano, transformándolo en un estanque de plomo fundido, encerrado en el círculo perfecto del horizonte. El cinturón de espumas que ceñía la isla deslumbraba como una herradura de acero al salir de la fragua, y sobre él revoloteaban a la manara de copos de nieve arrastrados por un torbellino, millares de aves marinas que poblaban de extraños gritos el aire.

Ambos jóvenes admiraban profundamente abstraídos el grandioso panorama a medida que descendían por la pendiente de la colina. ¿Se sentirían acaso impresionados por la semejanza entre aquel ignoto mar y el que iban a atravesar juntos en la frágil barquilla de su suerte futura? ¿Preocupaba a ella el temor de no hallar la felicidad en un país extraño, en medio de gente tan diferente de la suya? ¿Pensaría él en el porvenir de su grandiosa obra, que parecía cristalizarse en aquel providencial enlace que iba a fundir en una dos razas antagónicas? Roberto contemplaba en su imaginación a las naciones unidas, no por la presión de la fuerza sino por los lazos del amor: los hombres libres y felices; los pueblos sin guerras; las sociedades mejoradas por la educación, exentas de vicios y de crímenes; las ciudades saneadas, embellecidas y risueñas; los hogares, sin lágrimas y rebosantes de bienestar y de paz ... Pero ¿y si se había equivocado? ¿Y si la humanidad no estaba aún preparada para realizar ese ideal supremo? El, por su parte, estaba tranquilo, con la conciencia de haber obrado honradamente.

De pronto Fanny y Roberto cruzaron una larga mirada como si mutuamente hubiesen adivinado sus recónditas preocupaciones. Había en el rostro del joven ingeniero tanta nobleza y resolución, en sus ojos tanta dulzura y en su frente tanto genio, que la linda americana reclinó la cabeza en el hombro de su compañero, subyugada, vencida. Era el amor que renacía. El la besó en las mejillas y luego ambos serenos y fuertes, llenos de fe en el porvenir, continuaron su camino cogidos de la cintura, seguros de que si algún día la humanidad ha de ser redimida, lo será por la energía y el amor de las almas superiores.

Guadalupe, 27 de abril de 1920.