VII

A BORDO DEL "CAÑAS"

Al entrar en su cuarto Mr. Adams y su hija vieron sorprendidos una mesita japonesa cargada de exquisitos manjares humeantes, dos botellas de excelente vino, y una cocinilla de plata con una tetera.

Aunque embargados por la pena de ser testigos a pesar suyo de la ruina del poderío de su patria, no pudieron menos de agradecer en su interior las delicadas atenciones de su caballeresco enemigo. Comieron con poco apetito y al terminar, cuando Mr. Adams encendió su cigarro, le dijo Fanny, dóndole palmaditas en la mano:

-¿Qué piensas de todo esto, papá?

-No quisiera pensar nada -respondió él con amargura-. Estamos perdidos. Estos demonios cuentan con medios bastantes para arruinarnos.

¡Ah! si yo supiera como Jack manejar el telégrafo inalámbrico, a estas horas los doscientos aviones que tenemos en el Canal estarían aterrizando en esta isla y sus mil tripulantes bastarían para destruir a los bandidos.

Vergüenza me da que yo, el Secretario de Marina de los Estados Unidos, que tengo bajo mis órdenes la flota más gigantesca creada hasta ahora, sea incapaz de trasmitir un despacho y me encuentre prisionero como un infeliz grumete. Esta idea me tortura desde anoche. Fanny: yo no podré sobrevivir a mi deshonra, y si no fuera por ti ...

-No digas disparates, papá -le interrumpió ella, acariciando sus mejillas-. ¿Cómo luchar contra la fatalidad? ¿No me aconsejabas resignación hace un rato? Tú has cumplido con tu deber y nadie podrá reprocharte negligencia ni debilidad alguna. Sea de ello lo que fuere, tú has hecho por la patria lo que debías; piensa ahora en tu hija.

El la besó conmovido. Pasaron la tarde leyendo, y antes de las siete oyeron las agudas notas de un clarín que parecían venir de las entrañas de la tierra; y apenas cerraron los libros, vieron en la puerta de la habitación a Roberto, con uniforme oscuro en cuyas mangas y cuello lucían las estrellas de general. Cubría su cabeza el tricornio de gala y ceñía al cinto un sable de marina con empuñadura de oro.

-Señores -dijo gravemente-, es hora de embarcarnos y de decir adiós a esta isla.

Volveremos a ella cuando cualquier nación se niegue a desarmar sus escuadras o persista en los viejos ideales de dominación mundial. Los Caballeros de la Libertad combaten sin tregua a los enemigos de los pueblos, sin distinción de razas ni naciones.

Un criado tomó las valijas de los prisioneros y los tres se dirigieron a la gruta número 2 de la derecha, en el fondo de la cual brillaba la entrada subterránea iluminada como para una fiesta.

Bajaron al segundo piso, que servía de alojamiento a los piratas, en el cual sólo había centinelas inmóviles en la puerta de cada habitación. Descendieron luego a la gran cripta subterránea, en donde reposaban los submarinos, y al poner el pie en la playa del canal los dos yanquis se detuvieron sorprendidos. En el agua oscura del lago subterráneo dos nautilos de más de cien metros sobresalían de la superficie como gigantescos cetáceos, mostrando en su costado derecho una puerta que descubría el interior regiamente alumbrado.

A lo largo de la playa se alineaban doscientos marinos en correcta formación, capitaneados por el conde Stein, Valle y Delgado, que presentaron las armas cuando Roberto les pasó revista a los acordes del himno de Costa Rica, ejecutado por la banda marcial que estaba a la cabeza de la fila.

Roberto se descubrió conmovido, y dirigiéndose a sus camaradas gritó con voz vibrante:

-Compañeros, ha llegado el momento de la acción. La egoísta República que en provecho de sus particulares intereses privó a España de sus colonias, se apoderó de las Filipinas, mutiló a Colombia y asesinó a millares de centroamericanos para apropiarse de sus ricos territorios, va a saber dentro de poco lo que puede la cólera de un puñado de hombres libres. Desprecia a estas minúsculas nacionalidades como si estuvieran formadas por parias, sin sospechar que el amor patrio no se mide por millones de hombres y que no es patrimonio exclusivo de las grandes potencias.

Por ignorar ese sentimiento se desmoronaron los imperios orientales; por despreciarlo se hundieron Macedonia y Roma, la Francia Napoleónica y Alemania. Por devolver a los pueblos el derecho de disponer de sus destinos y de emanciparse de la tutela de la fuerza representada por las bayonetas o el dinero, estamos luchando nosotros y nos hallamos en vísperas de coronar nuestros ideales. Si sucumbimos, lo que es poco probable, moriremos con la conciencia de habernos sacrificado como Cristo, por nuestros semejantes.

Un ¡hurra! formidable acogió las últimas palabras de Roberto.

Lo extraño del caso es que Mr. Adams y su linda heredera no entendieron una palabra del discurso del ingeniero.

El Secretario hablaba, además de su lengua nativa, el francés, el alemán y el castellano; sus oídos estaban habituados a las palabras de ocho o diez idiomas de los principales de la tierra; pero aquellos sonidos musicales y aquellas voces en las que el Ministro reconocía raíces latinas, griegas y sajonas, debían de pertenecer a algún dialecto sánscrito.

Sólo cuando el ingeniero dio la mano a Fanny para pasar a bordo del Cañas, obtuvo Mr. Adams la clave del misterio, pues el rubio costarricense, volviéndose sonriente a su joven compañera, dijo:

-Imagino que ustedes no entendieron mi discurso.

Como aquí tenemos alemanes, hispano-americanos, tagalos y japoneses y aun tres o cuatro yanquis, convinimos en adoptar oficialmente el idioma universal Esperanto, que hoy habla como el suyo propio, toda nuestra tripulación cosmopolita, estándole prohibido, bajo severas penas, emplear otro. Ustedes deben resignarse a conversar conmigo o con el amigo Delgado, pues Valle se embarcará en el Mora con van Stein; y a menos que ustedes se decidan a aprender la lengua internacional del doctor Zamenhoff, no podrán hablar con ninguno de los empleados.

Cuando penetraron en el salón del submarino se quedaron maravillados padre e hija. Imposible era hallar ni aun en los más suntuosos transatlánticos lujo parecido. Preciados muebles, alfombras persas, lunas de Venecia, columnas doradas, selecta biblioteca y cuantas comodidades pueda acumular en su yate un rumboso archimillonario.

A un costado del salón se abrían tres puertas esmaltadas de blanco, y el ingeniero dijo a sus huéspedes:

-Si ustedes prefieren estar juntos, en el primer camarote pueden instalarse a sus anchas; si la señorita prefiere estar sola, tiene a su disposición el segundo.

Fanny y su padre optaron por no separarse y pasaron al punto a su cuarto para hacer los arreglos nocturnos. Allí estaban sus valijas, un velador con una cocinilla eléctrica y diversas latas de conserva y bizcochos.

El camarote tenía baño con agua caliente y fría, una nevera con champaña y vinos generosos, teléfono para llamar a los criados y cuanto puede encontrarse en los hoteles más espléndidos de París o de Nueva York.

El Secretario y Fanny resolvieron acostarse temprano: cuando se metían en la cama un reloj dio ocho campanadas y al punto resonó una música lejana, grave y solemne. Era el himno de El Salvador, familiar para Mr. Adams por haberlo escuchado varias veces en recepciones oficiales. Tras él se oyó el de Honduras y sucesivamente el del Japón y el de Alemania. Luego un rumor sordo y prolongado que anunciaba el embarque de la tripulación, y enseguida rechinamientos metálicos y una leve sacudida que anunciaba el principio del viaje submarino. Siguió un profundo silencio, aunque los estremecimientos del barco indicaban que corría bajo las agua con vertiginosa rapidez. Lo que más sorprendía a Fanny era la impresión de frescura de una corriente de aire sin cesar renovada, como si se hallase en alta mar, sobre la cubierta de un vapor mercante.

Comunicó su observación a su padre, sin que éste pudiese explicarse el extraño fenómeno, y media hora después ambos dormían profundamente.

La estabilidad del barco era perfecta: ni la mas leve sacudida delataba su carrera; y sin el zumbido de sus hélices, que sólo un oído experto habría podido percibir, diríase que la asombrosa nave descansaba aún en el seno de la cripta del Coco.

Daba el reloj seis sonoras campanadas cuando se despertaron casi a un tiempo los dos detenidos. Levantáronse y salieron al salón en donde un criado filipino se acercó a ellos respetuosamente y les dijo en mediano inglés.

-El desayuno está servido. Tengan la bondad de seguirme.

Los condujo al comedor, inmediato al salón, y separó un poco dos sillones arrimados a una mesa en la que vaheaban una cafetera y una tetera, y dos platos de huevos fritos con jamón. Magníficas frutas tropicales mostraban allí sus vivos colores en sendas bandejas. Ambos cautivos comieron con buen apetito, servidos por el obsequioso criado; y cuando terminaron, éste les dijo:

-Si quieren ustedes dar un paseo por el puente podrán gozar del aire puro de la mañana. Por aquí -añadió, encaminándose a una angosta escalera adosada a la pared del comedor.

Al emerger de la escotilla, el Secretario y Fanny quedaron extasiados. La cubierta del submarino, circunvalada por una barandilla de aluminio con placas de mica a modo de un biombo sin el cual habría sido imposible resistir el viento, mostraba en la popa una especie de kiosko de acero con paredes de tela transparente, a cuya sombra había cuatro mecedoras de junco. El sol reverberaba en el oriente con áureas llamaradas, y el mar reflejaba aquel incendio con tonalidades inverosímiles, con una orgía de matices que jamás se ven en las paletas de los pintores.

El nautilo se había detenido. A pocas millas se dibujaba la línea oscura de la costa. Mr. Adams se explicó ahora la frescura de la noche pasada a bordo: habían navegado en la superficie para dar al submarino el máximum de velocidad; lo que no se explicaba era aquella repentina parada, debida acaso a algún desperfecto de la maquinaria.

Un rato después surgió por la escotilla de proa el rubio ingeniero comandante de la nave.

Inmediatamente corrió al encuentro de sus huéspedes y los invitó a sentarse bajo la toldilla de popa.

-¿No sospecha usted, Mr. Adams, en dónde estamos?

-Creo que delante de Puntarenas -contestó el interpelado, examinando la lejana orilla.

-No, señor -repuso el joven, sonriendo-: nos encontramos enfrente de Panamá y von Stein ha ido a cerciorarse de que efectivamente están allí los ocho barcos a los cuales citamos en nombre de usted y que han de servirnos para obstruir el canal. Dentro de poco veremos aparecer el Mora a nuestro lado y después ...

-¡Roberto, Roberto! -gritó Fanny, sacudida por espasmos violentos, premonitores de un ataque histérico-. ¡Eso es infame! ¿Por qué condenar a muerte a miles de hombres inocentes cuyo único delito es servir fielmente a su país? ¡Esto es monstruoso, inconcebible!

-Usted sabe, Fanny, que para adueñarse de Centro América, los Estados Unidos -la patria de usted- no vacilaron en sacrificar millares de compatriotas míos que no hacían más que defender su derecho. ¡Esto también fue monstruoso, inconcebible! Pero usted no lo calificó así entonces, porque las víctimas pertenecían a una raza distinta de la suya.

¿Con qué derecho pide usted compasión para quienes no titubearon en matar a patriotas mal armados?

Los latinos no tenemos ese instinto de crueldad que caracteriza a otras razas; si después de las matanzas de Puntarenas, Amapala y Acajutla hubiésemos tenido a merced nuestra algunos miles de yanquis, les habríamos perdonado la vida.

Yo no necesito la de esos infelices marinos que van a cruzar el canal, sino la mole de sus navíos para obstruirlo. Si en mi mano estuviere, les avisaría para que abandonasen sus barcos sin pérdida de tiempo; pero eso es imposible. i Duras necesidades de la guerra!

Iba Fanny a replicar, enjugándose- las lágrimas que a torrentes brotaban de sus ojos, cuando se escuchó una especie de hervor en las aguas vecinas y súbitamente surgió a estribor del Cañas un objeto gris y fusiforme sobre cuya cubierta aparecieron como por encanto una barandilla de aluminio, una toldilla de popa y en la proa un estandarte rojo.

-¡Von Stein! -gritó excitado Roberto, levantándose de su poltrona.

En la cubierta del recién llegado nautilo acababa de surgir, de gran uniforme, el conde alemán. Como los dos submarinos estaban apenas a pocos metros de distancia, los comandantes pudieron conversar perfectamente.

-¿Y bien? -preguntó Roberto.

-Ahí están los ocho buques, sin sospechar nada, esperando al Nicaragua.

-Hay que telegrafiarles inmediatamente para que se pongan en marcha, von Stein. Pero ¿qué íbamos a hacer, comandante? ¿Nos hemos vuelto idiotas? ¿No íbamos a aplicar a los acorazados unas ventosas de japonita que los reduciría a polvo? ¡Imbéciles! Tome usted, comandante Stein, ocho torpedos de acción longitudinal que abran la quilla sin volar el barco. Así conseguiremos nuestro objeto y todos los tripulantes podrán desembarcar sanos y salvos en los bordes del canal. ¡Qué bruto fui! -añadió, golpeándose la frente.

Fanny, sin poder reprimir un movimiento de admiración y de gratitud, sacudió cordialmente la diestra del ingeniero, quien después de responder con un efusivo apretón de manos a la sincera manifestación de la señorita, oprimió un botón que estaba debajo de una silla y al punto se elevó sobre el puente un mástil inalámbrico desprovisto de antenas y con un pequeño casquete metálico en el tope. Roberto aplicó los labios a un tubo de caucho que se hallaba al lado de su asiento, y cuando acabó de dictar su despacho, se volvió a sus compañeros y dijo gravemente:

-Dentro de doce horas el canal de Panamá habrá cesado de ser una amenaza para el continente hispanoamericano. Bajemos ahora al salón, señores, porque dentro de veinte segundos estaremos a diez metros de profundidad.

Antes de descender por la escotilla, detrás de sus dos cautivos, apretó Roberto un botón disimulado en la escalera y al instante desaparecieron el mástil inalámbrico, la toldilla y los sillones.

Ya en el salón, condujo a sus prisioneros a un ángulo, en el cual había un curioso aparato a medio metro de altura sobre una placa deslustrada.

-Aquí podrán ustedes observar todas nuestras maniobras en sus ínfimos detalles; si ustedes no quieren asistir a ellas, están en libertad de utilizar las dos horas que siguen como mejor les plazca.

El ingeniero desapareció enseguida por una escotilla que se abrió a su paso en el centro del salón, mientras el Secretario y la joven miraban ansiosamente la placa sin poder apartar de ella los ojos, como sugestionados por los terribles acontecimientos que ante ellos iban a desarrollarse.

Al principio nada vieron; en la superficie lechosa de la placa no apareció ni un punto oscuro. Inesperadamente se destacaron con toda precisión, como en el vidrio de una cámara oscura, ocho manchas oblongas de diferente tamaño, que se movían casi en fila en una misma dirección.

-¡Son nuestros acorazados y carboneros! -exclamó excitadísimo Mr. Adams.

-Vistos por debajo -dijo una voz a su lado-. Ambos se sobresaltaron y volviendo el rostro vieron al ingeniero costarricense, que contemplaba ansioso la placa. Ahora navegan hacia el canal. Nosotros los vamos siguiendo a cincuenta metros de profundidad... ¡Ah, ahí está! ¿Ven ustedes ese insecto negro que va a colocarse debajo del Puerto Rico, que navega a la cabeza de la línea?

Pues es el submarino Mora, mandado por von Stein, ansioso de vengar las derrotas que infligieron ustedes a los alemanes en el norte ele Francia.

Los objetos se precisaban con toda nitidez, pero reducidos considerablemente en sus proporciones, como las imágenes de un Kodak o las que se perciben invirtiendo un anteojo de larga vista, esto es, mirando por el lado del objetivo.

Vieron entonces distintamente una especie de insecto negro que fue a colocarse debajo del dreadnaught, manteniendo la misma velocidad. Bruscamente se desprendió de la proa del nautilo un punto oscuro en el cual no era difícil reconocer un buzo vestido con una escafandra extraña, llevando en la mano algo como un saco cuyo cuello arrimó a la quilla del acorazado. Moderando luego la velocidad, fue a situarse debajo del segundo barco, y con él y con los otros seis repitió idéntica operación.

Luego el insecto negro, virando en redondo, desapareció del campo de la visión, mientras las ocho manchas oblongas se ocultaban una tras otra en el borde oscuro de la placa.

Irguiéronse los tres y Mr. Adams dijo al ingeniero, dominando su estupefacción:

-¿Qué significa todo esto, Mr. Mora?

-Esto significa, Mr. Adams, la obstrucción del canal de Panamá y la disolución del imperio yanqui. Las ventosas, graduadas de acuerdo con la velocidad de cada buque, harán explosión a su debido tiempo sin volar los cascos; los abrirán apenas a lo largo de la quilla, y dentro de pocas horas ocho enormes masas de acero impedirán el paso a las escuadras norteamericanas que en el Atlántico tendrán noticias de la invasión japonesa, sin poder evitarla. Para completar la obra vamos a subir a la superficie. Desde In cubierta del Cañas verán ustedes volar el único avión que poseemos, el cual va a destruir la esclusa de Gatún con cincuenta libras de japonita.

-¿No sabe usted -replicó con despecho mal reprimido el Secretario- que hay más de doscientos aeroplanos del tipo más perfeccionado, al servicio de las defensas del Canal?

-Quiera Dios, Mr. Adams, que esas naves aéreas no se encuentren al paso de la nuestra.

Para evitar inútiles sacrificios de vidas humanas y no dejar columbrar a vuestros ingenieros mi secreto, he dado orden al capitán del avión Anita para que vuele por encima del canal a pocos metros de altura. Su velocidad de doscientos cincuenta kilómetros por hora le pone a salvo de los ataques desde tierra; los aeroplanos serán incapaces para perseguirlo y sus bombas podrán dañar las obras de las orillas sin causar daño alguno al agresor.

La cariñosa Fanny miró desconsolada a su padre, el cual había inclinado la cabeza. Tanto ella como el inteligente Secretario comprendieron por lo que hasta entonces habían presenciado, que no había la menor jactancia en lo que pronosticaba el ingeniero y que aquellos diabólicos piratas no amenazaban en vano.

Roberto se acercó a un tablero que había en la pared del salón y apretó un vidrio cuadrado.

El nautilo se estremeció, oyóse una especie de resoplido y el costarricense, consultando su reloj, murmuró: -¡Cinco segundos!

Y dirigiéndose a los dos detenidos les dijo:

-Si ustedes gustan iremos sobre cubierta a respirar aire fresco.

Subieron por la escotilla y salieron por el lado de popa, en donde estaban los cuatro sillones abrigados por la toldilla. En el centro del submarino un biombo o mampara metálica impedía ver la parte de proa. El océano, azul y tranquilo, parecía un espejo, rizado de cuando en cuando por la brisa; hacia el oriente se esfumaba la playa distante, bordeada de escollos contra los cuales se estrellaban las olas coronadas de blanca espuma.

Roberto se llevó a los labios un silbato, y antes de apagarse la aguda nota se oyó un prolongado zumbido como el de un enjambre, y un objeto pisciforme se elevó de la proa del nautilo y desapareció.

Mr. Adams asestó a él sus gemelos, pero no tuvo tiempo de observar la curiosa máquina; sólo sí se dio cuenta de que no estaba provista de las enormes alas de los aviones y de que a cierta altura era del todo invisible.

-Si a ustedes les parece, almorzaremos sobre cubierta, siguiendo el ejemplo de von Stein -prosiguió Roberto, señalando hacia el oeste.

A unos cincuentas metros de distancia flotaba el submarino Mora, y en la toldilla de popa el alemán en compañía de dos camaradas colorados y corpulentos, estaba sentado de1ante de una mesa sobre la cual se veían brillar varias botellas.

Como sus prisioneros no pusieron objeción, tocó Roberto un timbre y dio algunas órdenes en voz baja al criado que se presentó a su llamamiento.

Servidos con refinamiento exquisito y una abundancia de manjares que raras veces se encuentra a bordo, los tres hicieron honor a los diversos platos y probaron tres o cuatro vinos añejos que contribuyeron a disipar un tanto la tristeza de Fanny y de su padre.

-Mientras regresa nuestro aeroplano Anita -dijo Roberto al apurar la última copa de madeira-, deseo exponer a ustedes otros puntos de vista del problema que estamos resolviendo, porque no quiero que personas ilustradas y de recto juicio como ustedes juzguen mi obra con el criterio apasionado y ciego del vulgo.

España no se cuidó poco ni mucho de ilustrar a los colonos que vinieron a poblar los ricos países del Nuevo Continente; no pensó más que en explotarlos para aumentar las rentas de la corona y en eso estuvo su capital error.

Si a la relativa autonomía que Inglaterra concede a sus colonias hubiese España agregado mayor protección para sus súbditos, a estas horas todas las repúblicas de Hispano-América estarían al lado de la madre patria dispuestas a formar una liga fraternal para defenderla y defendernos contra la agresión de otras razas. Convertidas bruscamente en repúblicas, las antiguas colonias se encontraron desorientadas, sin la preparación conveniente para regirse por sí mismas. Siguiendo el criterio erróneo de la metrópoli, el mismo adoptado por Napoleón I, creyeron que su salvación estaba en fomentar la enseñanza superior y profesional, descuidando la primaria, que es la base de las democracias. Desenfrenados ambiciosos y aventureros desalmados se aprovecharon hábilmente de ese estado de cosas y del arma formidable de una masa analfabeta, fuerza inconsciente como la de los estúpidos bueyes, y gracias a ella pudieron entronizarse por largo tiempo abominables dictaduras cuyos horrores hacen olvidar las crueldades de los Nerones y Calígulas. El reducido grupo de intelectuales, los menos por patriotismo, los más por el despecho de verse excluidos del banquete, conspiran continuamente manteniendo a estos países en perpetua agitación y desacreditándolos a los ojos de las naciones cultas. Y lo peor es que los agitadores, en ve: de arreglar sus asuntos dentro de casa, cuando se ven en peligro no exponen la vida por la libertad, sino que van a pedir protección al representante de los Estados Unidos, cuyo Gobierno sonríe compasivamente como diciendo al mundo: "¿Lo ven ustedes? Estos pueblos necesitan mi intervención para vivir en paz."

Y los obcecados ciudadanos que solicitan esa fatal protección, coadyuvando neciamente a la realización de las ambiciones norteamericanas, echan en olvido la fábula del caballo, que deseando vengarse de un toro, pidió auxilio al hombre. Este montó sobre el potro y dio muerte al toro: pero luego no quiso bajar de los lomos del bruto y lo conservó bajo su dominio en pago del servicio. Si estos pueblos estuviesen educados cívicamente, darían un puntapié a los ambiciosos intrigantes y sabrían labrarse por sí solos la felicidad.

-Precisamente -exclamó Mr. Adams, interrumpiendo a su interlocutor-. Mi patria no tiene más miras que las de educar a estas repúblicas en las prácticas de la democracia a fin de ponerlas en aptitud de gobernarse por sí mismas, dentro de la esfera de la moralidad y la ley.

-Y para lograr tan nobles fines -repuso irónicamente el ingeniero- los Estados Unidos fomentan nuestras discordias intestinas, quitan y ponen gobernantes a su antojo, y cuando estas repúblicas liliputienses protestan contra la imposición, las invaden a mano armada y ametrallan sin compasión a sus habitantes. ¡Valiente educación cívica!

Iba a replicar furioso Mr. Adams, cuando hacia la proa del nautilo apareció en el cielo un punto negro que en breve se transformó en una nave pisciforme en cuyo costado se veía como un torbellino de hélices diminutas, cuyo rumor no fue perceptible sino cuando el aparato aterrizó sobre la proa del Cañas, saludado por los clarines de los dos submarinos.

Fue tan rápido el arribo del avión, que Mr. Adams no tuvo tiempo de observarlo con sus gemelos. Poco después desapareció la mampara que dividía en dos la cubierta del submarino, y ante Roberto y sus prisioneros se presentó un hombrecillo, japonés por sus facciones, con el traje de aviador y las gafas sobre la frente.

-¡Valiente Oyama! -exclamó Roberto, estrechándole cordialmente la diestra-. Y ¿bien?

El japonés saludó militarmente y respondió en inglés con los ojillos brillantes de satisfacción y de malicia. -General, todo salió perfectamente. Bastó medio quintal de japonita para volar la esclusa y a estas horas ocho cascos enormes interceptan el paso del canal.

-Y ¿no te descubrieron?

-Claro está. Apenas me acerqué a la esclusa volaron por encima no menos de veinte aviones; sólo que temerosos de dañar las obras, no me obsequiaron con sus obuses. Pude destruirlos a todos. pues llevaba suficiente provisión de cohetes; pero pensé que los pobres muchachos que tripulaban los aeroplanos tenían madre, que, como la mía, esperaba ansiosa el regreso del hijo; así pues resolví no utilizar los proyectiles sino en caso de necesidad extrema.

Mr. Adams y Fanny miraron al japonés con una expresión de infinita simpatía; y le habrían tendido las manos con la cordialidad característica del norteamericano, si en su calidad de prisioneros no hubiesen considerado aquel espontáneo movimiento como muestra de servil sumisión.

-Hizo usted bien -repuso gravemente Roberto- y en nombre de la humanidad le doy mis cordiales felicitaciones.

-No corrí peligro alguno -continuó Oyama- pues la velocidad del Anita le hace invulnerable; temo, sin embargo, que me hayan perseguido y que antes de diez minutos tendremos que sumergirnos.

-¡Sumergirnos! y ¿para qué? -repuso con cierta aspereza Mora-. ¿Olvidas, Oyama, que podemos permanecer tranquilos en la superficie del mar sin ser descubiertos por los aviones? Es tan fresca aquí la brisa, que no tengo la menor intención de sumergirme a cincuenta metros de profundidad para respirar aire artificial.

Sacó del bolsillo un objeto prismático, semejante a un estereoscopio, y dirigiéndolo al cielo, gritó de pronto:

-¡Ya vienen! ¡Uno, dos ... ocho! Mr. Adams, yo podría, usando del derecho de legítima defensa, destruir esos ocho aeroplanos. En lugar de hacerlo, vamos a presenciar sus inútiles tentativas para localizarnos.

Se levantó de su asiento y dio vuelta a una perilla que resaltaba en uno de los postes de aluminio que sostenían la toldilla. Al punto desaparecieron, como en las comedias de magia, la mampara, el aeroplano que había aterrizado en la proa y la cubierta de lona con las cuatro poltronas de junco, mientras una especie de velo sutil y verdoso, tendiéndose lentamente de popa a proa, envolvía al submarino.

-Desde arriba -dijo Roberto sonriendo- no verán más que un oleaje, perfectamente simulado. En cambio, nosotros podremos seguir todos sus movimientos y aun deshacernos de nuestros atacantes si fuere preciso.

Entonces los prisioneros se fijaron en que sobre el puente del nautilo había dos tubos largos y delgados, idénticos a los que vieron en el canal subterráneo de la isla del Coco, apuntados hacia el cielo.

Mientras Fanny y su padre cambiaban una triste mirada, el general seguía los movimientos de los ocho aviones norteamericanos con gesto despreciativo, y bajando su extraño anteojo, dijo:

-Ya se van. Perdieron la esperanza de encontrarnos y regresan a su casa.

Los ocho puntos negros, en efecto, volaban hacia el sudeste, reduciéndose en sus proporciones, hasta que desaparecieron del todo.

Mora oprimió con el pie un botón cuadrado que sobresalía en el piso de la popa, y de nuevo aparecieron como por encanto las poltronas y la toldilla, en tanto que el velo verdoso se recogía lentamente hacia la proa, permitiendo a los pasajeros admirar el grandioso espectáculo del océano y del zafirino cielo que se besaban en el horizonte.

Tocó Roberto un botón eléctrico embutido en el segundo poste de aluminio de la toldilla, y por el escotillón que se abrió a sus pies apareció el telegrafista filipino.

-Jiso, trasmite al Emperador este despacho -añadió escribiendo en su libreta lo que dictó en voz alta: -"Tokio-Japón. Canal obstruido.-R. M."

Jiso corrió a la puerta central de la cubierta y en el piso buscó algo durante varios segundos. Súbitamente se elevó un esbelto mástil que sin duda yacía a lo largo del puente, y a su pie surgió un minúsculo aparato en el cual el filipino se puso a trabajar activamente. Cuando terminó, volvióse Roberto a sus compañeros:

-Hemos terminado nuestra misión.

Vamos ahora a emprender un largo viaje, que procuraré hacer lo menos desagradable posible para ustedes. En mi ánimo no hay odios ni venganzas; lucho únicamente por la justicia.

A una indicación suya descendieron todos por la escotilla, en tanto que él permanecía sobre cubierta, en donde tocó diversos botones eléctricos.

Pocos segundos más tarde el nautilo se hundió bajo las olas y emprendió hacia el Norte una marcha vertiginosa, que sus habitantes eran incapaces de apreciar.

Navegaron así unas tres horas y después el barco moderó su velocidad.

El Secretario y la bella señorita se habían recostado en los lechos de su camarote, silenciosos y preocupados. -

Un discreto golpecito a su puerta les hizo levantarse y se encontraron en presencia de Roberto.

-De aquí en adelante navegaremos a flor de agua hasta llegar a nuestro destino, porque no hay peligre' alguno. Pueden ustedes subir sobre cubierta cuando lo tengan a bien y pedir por teléfono todo lo que les haga falta-. E inclinándose ceremoniosamente desapareció sin aguardar respuesta.

Los prisioneros salieron al salón y después de tomar un refrigerio en el comedor subieron sobre cubierta, por la escotilla de estribor.

Con un andar medio de doscientos kilómetros por hora, el Cañas, rumbo al norte, se deslizaba como una saeta, seguido por el Mora a media milla de distancia. Ambos submarinos ostentaban en la popa la bandera roja y en la proa la poderosa antena inalámbrica. Hacia el oriente, él más de cien millas, una raya irregular y negruzca señalaba la costa del istmo. El Secretario Adams pudo distinguir con sus gemelos sucesivamente, gracias a sus viajes y a sus profundos estudios geográficos, la bahía de San Juan del Sur, la ensenada de Corinto, el golfo de Fonseca y los puertos salvadoreños de La Libertad y Acajutla.

Ni un aeroplano manchaba el cielo, ni una columna de humo ennegrecía la esmeraldina llanura del océano:

Navegando a tan corta distancia de tierra, era inexplicable para el Ministro de Marina que hasta entonces no hubiesen topado con algún barco de las cuatro líneas que a la sazón hacían el servicio entre los Estados Unidos y su productiva colonia de Centro América; y más aún, que no se hubiese presentado ningún buque de guerra de los doscientos que por orden suya debían vigilar día y noche la costa del Pacífico.

Después de registrar con su anteojo todo el horizonte, exclamó Mr. Adams, mirando sorprendido a Fanny:

-¿No ha quedado, pues ningún buque en estos mares?

-Están todos, sin distinción de nacionalidades, reconcentrados en los puertos -le respondió el costarricense. -¿Quién puede haber dado esa orden?

-Usted mismo.

-¡Yo!

-Mejor dicho, fui yo quien dio la orden en nombre de usted. ¿No le ha llamado a usted la atención que los ocho cruceros que hundimos no esperaran la llegada del Nicaragua para atravesar el canal? Pues fue porque recibieron un despacho en clave por el cual el señor Secretario les ordenaba pasar sin demora al Atlántico y esperar sus órdenes en Puerto Limón.

Mr. Adams se puso lívido. Avanzó amenazante hacia Roberto, mordiéndose los labios y apretando los puños.

-¡Eso es una infamia señor! ¡Una acción indigna!

Usar así mi nombre para consumar la ruina de nuestra escuadra, de mi escuadra, pues soy yo quien la he convertido en la más potente del mundo.

Roberto sonrió maliciosamente; pero no dijo lo que pensaba de ese poderío por no. exasperar más al Secretario.

-Mr. Adams, perdone usted el abuso de confianza, igual al que cometió su futuro yerno cuando trató de utilizar el telégrafo de la isla; pero no había otro medio para obstruir el canal y para navegar nosotros en la superficie disfrutando de aire puro y panoramas espléndidos.

Tan furioso estaba el americano que sin responder volvió la espalda y bajó a su camarote, seguido de su hija. y en el resto del día no volvió a la cubierta del submarino sobre la cual permaneció el ingeniero dos horas, manipulando activamente en el aparato inalámbrico.