VI
LA EVASIÓN
Cuando Roberto se encontró en su lujosa estancia se sentó al escritorio de caoba que estaba en un ángulo de la habitación. Leíase en su semblante la expresión picarosca del que medita una travesura. Escribió varias hojas, consultando un papel que sacó del bolsillo, y en esta ocupación le sorprendieron sus cuatro confederados, quienes invadieron la sala sin ceremonia.
-Un momento -dijo el ingeniero sin volverse-; voy a poner la firma.
Cuando concluyó, dio media vuelta en el sillón giratorio y dijo mirando sucesivamente a sus cuatro camaradas:
-Hemos cometido una grave imprudencia, un descuido sin nombre que por poco arruina completamente nuestros planes. Hace muchas horas que en Puntarenas no tienen noticias del Nicaragua y como a su bordo viaja su Excelencia el Ministro de Marina, no es extraño que de un momento a otro tengamos a la vista los otros barcos del escuadrón. Para remediar el daño, si aún es tiempo, voy a expedir estos aerogramas:
"Comandante Burns, jefe del escuadrón de Puntarenas, a bordo del Puerto Rico. Todo perfectamente. Exploramos interesante isla. Dentro de tres días debe hallarse usted con los dos acorazados y el vapor carbonero que los acompaña, en Panamá, en donde nos reuniremos. Adams, Secretario de Marina, a bordo del Nicaragua.".
"Comandante Stuart, jefe del escuadrón de San Juan del Sur, a bordo del acorazado Alabama. Dentro de tres días debe estar usted en Panamá con los tres grandes cruceros que están bajo sus órdenes. Adams, Secretario de Marina, a bordo del Nicaragua.".
Los despachos están escritos en cifra, gracias a la clave que la otra noche sustraje del bolsillo de ese cándido teniente Cornfield, que no tiene ojos más que para su novia; de suerte que no podrán maliciar nada. El desenlace del drama se aproxima. Capitán Amaru, ¿el Blanco está listo para zarpar mañana?
-A bordo están ya -contestó el interpelado- las mil maquinillas en sus respectivas cajas y los veinte mil cohetes. Partiré mañana mismo, pero con el sentimiento de no poder asistir a la obstrucción del canal de Panamá.
-En cambio, presenciará usted algo mejor: el desembarco de sus compatriotas en las costas de California.
Oprimió Roberto un botón y al punto se presentó un mozo filipino.
-Lleve usted esto en el automóvil inmediatamente al telégrafo. No quiero comunicar por teléfono los despachos a Jiso por temor de una equivocación que pudiera ser más funesta -añadió hablando con sus amigos, mientras el criado se alejaba a toda prisa.
-Yo acompañaré al capitán Amaru -dijo Delgado-: quiero presenciar el embarque de las tropas y los primeros combates.
-No desmientes tu sangre salvadoreña -replicó jovialmente Roberto-. Valle, en cambio, vendrá con nosotros. Siempre es consolador tener un facultativo a bordo cuando se vive en estos traidores climas, y un fiel amigo que comparta nuestra suerte -añadió estrechando con efusión la mano del hondureño.
-Espero que los cinco nos desayunaremos mañana en mi cuarto antes de separarnos -insinuó el capitán Amaru-; mi cocinero echará la casa por la ventana y prepara no sé que platos japoneses que en mi país sólo se sirven en las grandes solemnidades.
Repentinamente Roberto se puso de pie y acercándose a una especie de teléfono incrustado en la pared, aplicó el oído, haciendo señas a sus amigos para que callasen.
-Es extraño -murmuró después de un rato-. Fanny lee en voz alta y su padre y su novio escriben alternativamente; se percibe con toda claridad el diferente rasgueo de sus plumas.
-Quizá versos -dijo burlonamente Valle.
-No, deben de ser las confidencias que les hizo Roberto y que esperan poder trasmitir a sus paisanos -agregó Delgado.
Roberto permaneció algún tiempo con la oreja pegada al micrófono, y luego, moviendo la cabeza, vino a sentarse al lado de sus camaradas.
-¡Qué demonio! -exclamó poniéndose serio-. Son más astutos de lo que yo pensaba. ¿Saben ustedes qué estaban haciendo nuestros prisioneros varones? Conversando por escrito. Sospecharon que podíamos oírlos, recordando sin duda lo que neciamente les conté de las conversaciones recogidas debajo de los acorazados en Puntarenas.
-Esta noche podemos sustraerles esos papeles como hicimos con la clave telegráfica y las armas -repuso Delgado. .
-Es inútil: los quemaron. Oí el ruido que hicieron al abrir la lámpara de petróleo y la voz de Fanny que decía: "Quémenlos afuera, porque el humo es insoportable."
-Nada hay que temer -agregó el ingeniero-; cualesquiera que sean las impresiones que hayan cambiado, están bien asegurados en su prisión y podemos dormir tranquilos.
Mientras esta conversación se desarrollaba en el piso subterráneo, en el que ocupaban los norteamericanos ocurría una extraña escena. Apenas se despidió de ellos el rubio costarricense, sacó Jack del bolsillo su pluma de fuente y una libreta en la cual escribió algo que pasó enseguida al Secretario Adams. Este leyó:
-Es indudable que allá abajo oyen todo lo que hablamos aquí. Tengo que comunicar algo importante a usted y le suplico que me conteste también por escrito. Ruéguele a Fanny que mientras tanto lea algo en voz alta para no infundir sospechas.
Mr. Adams pasó el papel a su hija, y ella, aprobando con un movimiento de cabeza, tomó de su valija una novela de Conan Doyle y comenzó él leer, interrumpiéndose de rato en rato para enterarse de los papeles que cambiaban sus compañeros.
"Con un espejillo que me prestó Fanny -escribió Jack- pude observar los movimientos de ese maldito costarricense y sé cómo se abre la reja de la salida de la cueva."
-"Y ¿qué adelantamos con eso?"
-En la madrugada me escaparé e iré a la estación inalámbrica: media hora después todas las nuestras de la costa centroamericana sabrán nuestra precaria situación. Pero allí hay siempre un empleado.
-Sí, el filipino Jiso, a quien no me será difícil maniatar, pues soy bastante fuerte para reducir a la impotencia a ese hombrecillo y a cuatro como él. Además, conservo mi larga navaja de bolsillo y en caso necesario ...
-¿Y si hay en la estación varios agentes?
-Es muy improbable. En tal caso me volveré' sigilosamente y repetiré la tentativa otra noche.
-Pero si pides auxilio, estos infames corsarios huno dirán en un minuto nuestros barcos, como volaron el Ntcaragua.
-Pierda usted cuidado. Advertiré a los jefes que efectúen el desembarco por la costa occidental, y una vez con un millar de bluejackets en la isla me comprometo a acabar con este nido de gavilanes.
-Pones tu vida en peligro.
-Es indispensable salvar a ustedes y a la patria.
Dígale a Fanny que me pase aquella cuerda que ata sus valijas. Si muero en la empresa, mi último pensamiento será para ella.
La joven se conmovió al leer el papel y entregó a su prometido lo que pedía.
Luego los novios se estrecharon cariñosamente las dos manos, Mr. Adams abrazó al teniente y éste antes de retirarse a su gruta, indicó la conveniencia de quemar los papeles escritos, lo que hicieron en el túnel central.
Ya en su dormitorio el joven marino cortó en dos cabos iguales la cuerda, puso su reloj abierto sobre el banco que le servía de velador, se tendió vestido sobre un jergón, y a la luz de la bujía se entretuvo en hojear un libro, más por matar el tiempo que por interesarse en la lectura. De rato en rato consultaba el reloj, como sorprendido de que sus agujas no girasen más rápidamente. Con el oído atento recogía todos los rumores venidos de fuera, el incesante golpear de las olas en los acantilados de la orilla, los mugidos del viento en las selvas, los gritos de las aves marinas desveladas y el murmullo misterioso procedente de las cuevas subterráneas en donde se preparaba insidiosamente la ruina de su querida patria. Poco después de media noche los ruidos se fueron apagando unos tras otros, menos el interminable del océano. Cuando el reloj marcó las dos de la madrugada, levantóse Jack, apagó la vela y a tientas cubrió su blanco uniforme con el impermeable oscuro, cerciorándose antes de que su cuchillo de marino salía fácilmente de su vaina. Pasó luego al zaguán, que la luna menguante mantenía en la penumbra, y siempre alerta y pegado a la pared se encaminó a la salida, obstruida por pesada verja. Palpó G, corta distancia del suelo la pared de la boca de la caverna, según había visto hacerlo a Roberto; pero no encontró ningún punto saliente y sus dedos oprimieron en vano, pulgada por pulgada, el muro de granito. Casi media hora empleó en tales inútiles tentativas y pensaba ya retirarse descorazonado a su cuarto, cuando recordó que el ingeniero -cuyos movimientos había espiado gracias al espejillo de Fanny- mientras oprimía la pared con la izquierda, mantenía su diestra apoyada en el arco de la cripta, a la altura de su cabeza. Hizo lo propio el teniente, y después de otra media hora de infructuosos ensayos oyó un leve chirrido y vio desaparecer la reja en el seno de la roca.
Jack Cornfield sacó primero la cabeza para ver si había por allí algún centinela importuno. No divisando a nadie, comenzó a descender por el escarpado sendero que conducía a la depresión en la cual se hallaba la línea férrea. Procuraba no tropezar en los guijarros y las suelas de caucho de sus zapatos no producían ruido alguno en el piso granítico.
Cuando a favor de la luna encontró la vía, comenzó a trotar por ella a paso gimnástico; y durante más de veinte minutos corrió anhelante, con los puños pegados al pecho, sin experimentar el más leve cansancio, gracias a su larga práctica de foot-ballista.
Llegó por fin a la plazoleta en cuyo centro se elevaba el falso tronco de cemento en el cual estaban los botones que en un instante hacían aparecer y desaparecer las instalaciones de los piratas. Con gran sorpresa advirtió Jack que el tronco no estaba en su sitio; a corta distancia, sin embargo, vio la caseta del telegrafista, alumbrada por una potente bombilla incandescente y al pie el alto mástil cuyas antenas trasmitían hasta los confines del mundo los despachos de cinco desconocidos que podían trastornarlo todo con unas cuantas ondas eléctricas.
Por la angosta ventanilla, a la cual se llegó con las mayores precauciones, vio al joven filipino, a quien Roberto había saludado con el nombre de Jiso, profundamente dormido al lado del auditor del telégrafo.
El americano se despojó rápidamente de su impermeable, y penetrando en la garita envolvió con él al descuidado agente, y mientras éste luchaba desesperadamente por libertarse de la envoltura que le sofocaba, Jack le ató los codos, de manera que el incauto filipino se halló en pocos segundos reducido a la más completa impotencia, sin darse cuenta de quién era su nocturno asaltante.
Si el teniente no hubiera estado tan ocupado en apretar en la espalda del filipino los hábiles nudos que sólo los marinos son capaces de hacer, habría podido observar que su prisionero movía de un lado a otro su pierna derecha, dando fuertes patadas debajo de su escritorio.
Terminada su obra, Jack levantó en vilo al telegrafista y le arrojó en un rincón de la oficina; sentóse luego enfrente del manipulador y comenzó a trasmitir el siguiente despacho:
"A todos los comandantes de los puertos de nuestra colonia de Centro América.
Estamos prisioneros de una cuadrilla de piratas en la Isla del Coco que han hundido ya ocho de nuestros principales barcos. Envíen tres acorazados que se acerquen a la isla por la costa oeste y que desembarquen en la noche mil marinos."
Iba el teniente a poner la firma del Secretario Adams, cuando una mano de acero oprimió la suya y al volverse sorprendido se encontró en presencia del ingeniero rubio, del militar salvadoreño y de tres individuos de raza amarilla armados hasta los dientes.
-¿Qué hace usted aquí? -dijo el costarricense fríamente-, mientras los tres soldados sujetaban al yanqui por los brazos maniatándole en un instante.
-¿Así paga usted las consideraciones con que le he tratado, dejando abierta la reja de su encierro para que pudiera usted visitar a sus amigos? ¿Se imagina usted que no advertí su hábil maniobra de observar mis movimientos por medio de un espejito que sacó por entre los barrotes? Tentado estuve a romperlo de un balazo, porque quizá usted ignora que en Londres gané dos veces seguidas el premio en los concursos de tiro de pistola: pero nunca supuse que encontrara usted el secreto de la puerta de la caverna. Ya veo que tengo que habérmelas con un adversario nada despreciable. Ha tenido usted suerte en su escapatoria: allá en las grutas no se corre una verja sin que un timbre lo avise a un vigilante encargado de ese servicio; pero el empleado se dejó vencer del sueño y a estas horas está purgando su falta en un calabozo. Probablemente habría podido usted volver tranquilo a su cuarto si Jiso no me hubiera avisado.
Jack, pálido, silencioso y con los ojos bajos, los levantó espantado hacía su interlocutor.
-Veo -prosiguió Roberto- que no he perdido aún el don de causarle sorpresas. Usted no se había figurado que,' previendo un posible ataque a nuestro telegrafista y sabiendo que en tales casos es corriente obligar al asaltado a levantar los brazos y dejarse registrar, habíamos arreglado un aparato subterráneo de suerte que le bastó a Jiso oprimir con el pie un botón para avisarme que estaba en peligro.
El filipino, desembarazado ya del impermeable, se puso de pie, saludó militarmente y dijo compungido:
-General, he cometido una falta grave. Mi amigo José, a quien correspondía la vigilancia de dos a cinco, se sintió algo indispuesto y me rogó que lo reemplazase; y yo, cansado del mucho trabajo del día, me dormí y me dejé sorprender.
-Tu descuido ha estado a punto de hacer fracasar nuestra campaña y en tal caso habría mandado fusilarte al punto. Estarás arrestado tres días en las mazmorras subterráneas.
-Afortunadamente el mal puede todavía remediarse. Sacando entonces del bolsillo una libreta se la mostró a Jack, sonriendo irónicamente.
El marino se estremeció.
Era la clave oficial del gobierno de Washington, que se entrega a todos los empleados del inalámbrico y cuya pérdida acarrea inmensas responsabilidades.
-Ahora, en castigo de su felonía -siguió diciendo Roberto, mirando tranquilamente al agarrotado yanqui, va usted a escuchar el despacho que voy a trasmitir a todos los comandantes de puerto de la colonia centroamericana.
Tomó el manipulador y fue repitiendo en voz alta las palabras que trasmitía, consultando a cada momento la clave.
"Hemos sorprendido una guarida de piratas. Ya todos están a bordo bien custodiados. Uno de ellos tuvo tiempo de trasmitir un despacho en mi nombre, pues tenían magnífica instalación inalámbrica que hemos destruido. Quería atraer nuestros barcos a la isla para hundirlos. Los escuadrones de Sandpoint y de San Juan del Sur deben hallarse pasado mañana en Panamá, según órdenes trasmitidas anteriormente. Todo bien. Adams, Secretario de Marina a bordo del Nicaragua."
Cuando el ingeniero pronunció la última palabra en medio del silencio general, una lágrima brillaba en los ojos del americano, en la cual se condensaban la rabia de su impotencia, el despecho de su frustrada tentativa y el dolor de asistir a la ruina de su patria sin poder hacer nada por ella.
Levantóse el ingeniero y dirigiéndose al filipino le dijo con voz áspera que hizo temblar al culpado: -Permanezca usted en su puesto hasta las seis y a esa hora se presentará en el cuartel para recibir el castigo, dejando a José encargado de la oficina.
-Vamos, señores -añadió, hablando con sus acompañantes. .
Un rato después, instalados todos en el automóvil, se dirigían a la madriguera de los conspiradores.
Cuando el carro se detuvo al pie del cerro, el militar salvadoreño cubrió la cabeza del prisionero con la capucha de su impermeable a fin de que no pudiese ver los movimientos del ingeniero. 1:1 cual, acercándose a un tronco de cemento, idéntico al de la plazoleta del inalámbrico, apretó un botón. El suelo pareció hundirse como en un terremoto: unos rieles subterráneos vinieron a empalmar con los de la superficie, y el automóvil, en el cual había ocupado nuevamente su sitio el joven rubio, descendió por una cripta brillantemente iluminada por fanales eléctricos e hizo alto al pie de un ascensor. Al llegar arriba, quitó Delgado la' venda al prisionero y este no pudo reprimir un grito de asombro.
Se hallaba en el cuarto en donde el costarricense los había obsequiado la víspera regiamente, y allí en sendos sillones de junco estaban graves y silenciosos el conde Stein, el capitán Amaru y el doctor Valle, enfrente de los cuales, como reos en el banquillo, Mr. Adams y su hija permanecían pálidos e inmóviles. Al divisar entre los recién llegados al teniente, Fanny y su padre lanzaron una exclamación de alegría.
Roberto hizo sentar al prisionero, que aún permanecía atado codo con codo, al lado de sus compatriotas; y ocupando una poltrona cerca de sus amigos, despidió con un gesto a los tres soldados y ofreció una silla al militar salvadoreño.
Por espacio de un minuto reinó en la estancia un penoso silencio que el ingeniero rompió de pronto, diciendo al japonés:
-Capitán Amaru, ¿está Ud. listo para partir dentro de media hora?
-Todo está a bordo -contestó el interpelado.
-Parta usted, pues, y llévese a este caballero (señalando a Jack). El mejor castigo de su deslealtad es llevarlo a presenciar la invasión de su patria. Nosotros, después de obstruir el canal, iremos también a ver el grandioso espectáculo. Dentro de treinta y seis horas estará Ud. en Tokio. Cuéntele al Emperador el motivo que nos obliga a precipitar el desenlace. Los dos mil transportes están listos hace quince días y diseminados en todos los puertos del Japón, pero prontos a acudir al primer aviso. Dentro de una semana un millón de soldados escogidos serán dueños de toda la costa del Pacífico y el innumerable ejército de la Unión habrá desaparecido a menos que se rinda incondicionalmente. Adiós, Amaru, y hasta pronto. Un abrazo a los hermanos de allá y vigile usted estrechamente a su prisionero, pues no deja de ser peligroso.
Levantóse de su silla y estrechó cordialmente la diestra del capitán, ejemplo que imitaron sus tres camaradas. Amaru hizo seña a Jack para que le siguiese: pero el Secretario se interpuso, diciendo a Roberto:
-No, los tres debemos como compatriotas correr una misma suerte. Si Mr. Cornfield va para el Japón, nosotros le acompañaremos.
-Lo siento mucho -replicó el costarricense- pero deseo que ustedes dos presencien una operación interesante y hagan en mi compañía un curioso viaje, a fin de que los norteamericanos conozcan a ojos vistas todos los pormenores de esta obra libertadora ejecutada por un puñado de individuos oscuros. No teman ustedes nada: el señor teniente irá bien tratado, sin correr peligro alguno, y antes de una semana podrán ustedes verle de nuevo y cambiar impresiones.
A una seña de Roberto, el militar salvadoreño soltó la cuerda que ataba los brazos de Jack, y éste, después de abrazar a Mr. Adams y a Fanny, que lloraba a lágrima viva, siguió con aire resignado al nipón.
Cuando los dos desaparecieron, el rubio ingeniero, golpeándose las polainas con su inseparable latiguillo, murmuró como hablando consigo mismo:
-Unos pocos días antes o después, no importa. El desenlace tenía que llegar necesaria y fatalmente, porque las leyes de la justicia se cumplen tarde o temprano con la misma precisión que las del mundo físico.
Como despertando de un sueño; prosiguió' volviendo los ojos al Secretario y a su hija, quienes le contemplaban recelosamente.
-Mañana nos embarcaremos en mi nautilo Cañas e iremos a Panamá a encontrar la escuadra que allí estará reunida por orden de usted, Mr. Adams.
Advirtiendo la expresión de asombro del Ministro. añadió:
-Un ligero abuso de confianza, Mr. Adams: como su futuro yerno utilizó el nombre de usted para trasmitir un despacho, yo no tuve reparo en hacer lo mismo y en consecuencia dí orden a los cruceros estacionados en Puntarenas y San Juan del Sur para marchar inmediatamente a Panamá. ¿No sospecha usted para qué? Para aplicarles sus respectivas ventosas de japonita y hundidos en medio del canal, de suerte que impidan el paso a la formidable flota del Atlántico cuando intente venir a obstaculizar la invasión japonesa. ¿Por qué abrieron ustedes el canal, pisoteando los derechos de la república de Colombia? -añadió con vehemencia-o No fue para facilitar las comunicaciones mundiales, sino para favorecer exclusivamente los intereses del Águila del Norte. Si al través de esa .vía pudiesen abrazarse todos los pueblos, yo no la obstruiría; y si no la arruino del todo, aunque puedo hacerlo, es porque confío en que dentro de poco estará abierta al libre tráfico de todas las naciones. Usted 'se muestra incrédulo y piensa que los cincuenta mil yanquis que con doscientos cañones de noventa millas de alcance custodian el canal son suficientes para defenderle contra todas las escuadras de la tierra. i Error! No pasarán cuatro días sin que usted, señor Secretario, se convenza de que el ingenio latino no es inferior al sajón y que este ignorado ciudadano de la más pequeña y desgraciada república latinoamericana tiene motivos suficientes para enorgullecerse pensando que él sólo, sin más auxiliares qua su escasa ciencia y sin más arma que la justicia, va a destruir el imperio más poderoso de los tiempos modernos.
-Quedan ustedes en libertad para salir de la caverna cuando les plazca -dijo poniéndose de pie e inclinándose respetuosamente-o Pueden ustedes pasear por la isla de día o de noche hasta mañana por la tarde, antes de partir; les recomiendo, sí, que no se acerquen a la línea férrea ni a la estación inalámbrica, porque lamentaría que les ocurriera alguna desgracia.
Un criado condujo a los cautivos a su habitación del piso superior de la caverna, en donde Fanny preparó en un momento el frugal desayuno en la cocinilla de alcohol. Padre e hija estaban silenciosos y hondos suspiros salían de su pecho.
Probaron apenas los huevos con jamón y el aromático café, y aprovechándose del permiso salieron de la caverna y permanecieron extasiados largo rato en la entrada, contemplando la pintoresca Isla bañada por el sol de la mañana y la sabana azul del océano, sobre la cual revoloteaban como copos de nieve miliares de aves marinas.
Fanny admiró por breves instantes el grandioso cuadro con ojos distraídos y volviéndolos luego a su padre prorrumpió en sollozos.
Mr. Adams acarició afectuosamente la cabeza de su hija, diciéndole:
-No te aflijas. Sé fuerte. Estamos en poder de enemigos superiores y no hay más remedio que resignarse. No se puede luchar contra lo inevitable. Por lo pronto, podemos contar con que nuestros captores son generosos y aunque extraviados por singulares ideas libertarias, no atentarán contra nuestras vidas ni contra la de Jack. Demos tiempo al tiempo. Los antiguos representaban la fortuna con una rueda, y no es posible encontrar símbolo más apropiado para expresar lo mudable de la suerte. Hoy nos encontramos abajo; mañana estaremos en el pináculo, y necio será quien piense que su dicha ha de durar eternamente o que su desgracia es irremediable.
Las filosóficas consideraciones de su padre calmaron como por encanto el pesar de la joven, y del brazo del Secretario recorrió durante una hora los pintorescos bosques de la parte meridional de la isla. De improviso escucharon ambos algo inusitado, una música lejana que parecía producida por un fonógrafo y cuyos acordes eran familiares al Secretario.
-¡El himno japonés! -exclamó-o ¡Ah!, es el capitán Amaru que parte para su patria, llevándose a Jack.
Fanny miró ansiosamente al mar. ¡Nada! Ni una arruga, ni una estela.
Bajo las olas, con vertiginosa rapidez, se deslizaba sin duda aquel terrible submarino que iba a consumar la ruina de la Gran República, llevando a bordo a uno de sus ciudadanos, al más querido para Fanny, destinado a presenciar la tremenda catástrofe.
-¿Verdad que nuestros nautilos son del todo invisibles? -dijo de pronto una voz al lado de los prisioneros.
Volviéronse sorprendidos y vieron al rubio ingeniero que los contemplaba con su odiosa sonrisa. El submarino Blanco navega casi a flor de agua, con una velocidad de doscientos kilómetros por hora, superior en mucho a las de los más recientes aeroplanos, con excepción del mío -agregó acentuando aún más la ironía de su sonrisa-o No tiene periscopio, y sin embargo, en este momento sus oficiales estarán en el salón examinando la costa de la isla en la cámara oscura. Mañana por la noche, cuando llegue al Japón, nosotros estaremos lejos de la Isla: pero recibiremos en Panamá el anuncio de su arribo.
-¡En Panamá! -repuso con asombro Mr. Adams.
-Sí, señor. Esta noche zarparemos para ir al encuentro de los escuadrones que en nombre de usted cité para aquel puerto y que utilizaremos para obstruir el canal.
El Secretario de Marina se mordió los labios y se puso intensamente pálido.
-Y ¿si nos negáramos a embarcarnos? -replicó después de breve silencio.
-Dejarían ustedes de admirar las maravillas de la industria moderna y se fastidiarían mortalmente en la soledad de su prisión durante algunas semanas. En cambio, si ustedes no se niegan a acompañarnos, dentro de ocho días se hallarán en completa libertad.
-¿Da usted su palabra de que así será?
-Nunca aseguro cosa que no puedo cumplir, Dentro de pocos días el mundo social giraré sobre un nuevo eje, y realizada nuestra misión no hay objeto en mantener a ustedes detenidos. Los desembarcaremos en el puerto que ustedes elijan -en la costa del Pacífico, se entiende- porque por el momento no sería fácil dar la vuelta por el cabo de Hornos. A propósito, ¿la nueva ruta por el río San Juan, comenzada hace dos años, se concluirá dentro de poco?
Miró Mr. Adams con desconfianza al ingeniero y dijo entredientes:
-Usted sabe que la canalización del río es cosa seria y que nuestras gigantescas dragas no podrán efectuarla antes de treinta meses.
-Por fortuna; aunque si hubiese estado abierto ya ese canal al tráfico, no nos habría sido difícil obstruirlo también.
Encontrábanse en ese instante en la cumbre de un cerro en la cual una mancha de copudos árboles daba una sombra deliciosa. Como de común acuerdo se sentaron tildas a su sombra y después de una pausa en que los tres paseantes aspiraron con deleite las brisas salinas, comenzó Roberto a hablar con cierta solemnidad que impresionó profundamente a sus interlocutores.
-Estamos en vísperas -dijo- de los mayores acontecimientos que ha presenciado la humanidad. Los cinco piratas de la isla del Coco van a aniquilar el poderío de todas las grandes potencias y dejar a los pueblos, grandes y pequeños, en absoluta libertad para disponer de sus destinos. Si nos equivocamos, el porvenir lo dirá; por ahora no hacemos más que seguir la aspiración universal y estamos seguros de contar con la aprobación de todas las naciones civilizadas.
-Usted -replicó el Secretario, examinando distraídamente una ramilla que arrancó del árbol bajo el cual descansaba- es demasiado joven y ha nutrido su espíritu con las ideas del romanticismo francés, muy nobles y poéticas sin duda, pero imposibles en la práctica. Yo, que puedo ser su padre y que he tomado parte en infinidad de negocios internacionales, animado como usted de un espíritu de compasión y amor a nuestros prójimos, he llegado al triste convencimiento de que la humanidad es un vasto hospicio de niños desamparados a quienes hay que educar y dirigir hasta que puedan manejarse por sí mismos. Usted notó sarcásticamente que mis ideas en este punto coincidían con las del conde von Stein; pero entre las suyas y las mías hay notable diversidad de miras. Convengo con ese caballero alemán en que la humanidad procede de modo ilógico y estúpido al propagarse sin limitación alguna, como si la tierra fuese un almacén inagotable y no una isla de ilimitados recursos. Convengo con él y con Malthus en' que es menester reducir la población del globo para evitar la miseria y la guerra; pero lo que no puedo admitir es que la felicidad de la especie humana estribe en la sujeción a la voluntad de un Kaiser que todo lo reglamenta, todo lo vigila y está pronto a reprimir con su invencible ejército cualquier manifestación subversiva. El ideal sajón es muy diferente: por ejemplo, Inglaterra deja a sus colonias gobernarse con entera autonomía e invertir sus rentas en provecho de ellas, no de la metrópoli; en cambio, esas colonias, verdaderas repúblicas autónomas, se sienten protegidas por escuadras y ejércitos respetables, listos a acudir inmediatamente a defenderlas. De este modo las agrupaciones débiles no están expuestas a ser atropelladas o devoradas por otras ambiciosas más fuertes.
-Es mucha verdad -respondió Roberto-: pero si es tan plausible la obra de la Gran Bretaña ¿por qué oponen ustedes a ella la doctrina de Monroe? En mis conversaciones con otros costarricenses y ciudadanos de las demás repúblicas del istmo he oído a menudo esta opinión que me ha hecho meditar: "Si somos incapaces para gobernarnos por nosotros mismos, preferimos someternos al Imperio Británico, quien a lo menos no desprecia las diversas razas sujetas a su vasto dominio, ya sean negros, amarillos o filipinos, que a una República que considera degenerados a quienes no tuvieron el honor de nacer bajo las atas del Águila."
Si mañana las repúblicas latinoamericanas decidieran ponerse bajo la protección de la Gran Bretaña para disfrutar de la autonomía de que gozan Jamaica, Trinidad o Australia y que usted tanto pondera. ¿lo consentirían ustedes, Mr. Adams?
El Secretario entornó los ojos, mientras, una oleada de sangre enrojecía sus mejillas. Cuando se repuso replicó con calma:
-Inglaterra, país fabril, necesita mercados para sus productos y en sus numerosas colonias introduce sus artículos y realiza pingües ganancias. Si la dejásemos adueñarse de los mercados de América, nuestras industrias, que alimentan a millones de obreros, perecerían infaliblemente y una espantosa catástrofe sobrevendría en nuestra patria.
-Si estuviese aquí van Stein -repuso Roberto con incisiva sonrisa- propondría idénticos argumentos en favor de su patria, arruinada por el triunfo de los aliados, en el cual tomaron ustedes a última hora la parte más importante. En resumen, usted Mr. Adams, acaba de confesar que las grandes naciones no se preocupan de la libertad ni de los intereses de las débiles y que todo su afán se cifra en convertirlas en consumidoras de sus productos. Siendo esto así ¿qué más nos da a los hispanoamericanos ser colonias inglesas, germánicas, norteamericanas o japonesas?
No se nos deja siquiera la libertad de elección. Y si quisiéramos pertenecer a España, a Francia o a Italia, lo que parece más natural por las afinidades de raza, ¿lo permitiríais vosotros?
Abrumado bajo el peso de los cargos, Mr. Adams inclinó la frente y se puso a describir círculos en la arena con la rama que había arrancado del árbol. Fanny contemplaba al ingeniero, cuya figura se engrandecía a sus ojos y tomaba proporciones colosales.
En tropel acudieron a su memoria los recuerdos de aquellas fiestas de Washington en las cuales, cinco años antes, conoció al ingeniero costarricense, a quien creyó inglés, y con el cual sostuvo por espacio de dos meses un flirteo que terminó cuando supo ella la verdadera nacionalidad del pretendiente. Al enterarse de que pertenecía a uno de los pueblos inferiores que el Gobierno de Washington había condenado a desaparecer, sintió la misma vergüenza de una aristócrata que repentinamente descubriese en su cortejante a un antiguo criado de su casa. Ahora la americana reconocía su error. Aquel mozo rubio, de cabellos ensortijados, con su genio y sus conocimientos, era sin disputa el árbitro del mundo.
De sobra había demostrado que sus amenazas no eran vana jactancia; lo que ella y sus dos compatriotas habían presenciado era más que suficiente para demostrarles que el genio latino -instigado por el amor patrio-
es capaz de las más increíbles hazañas. Las mujeres de su raza se apasionan fácilmente de los hombres superiores, y el despreciado pretendiente de la víspera puede convertirse al siguiente día en preferido si ha logrado conquistar el campeonato en el juego de foot-ball, en una regata o en cualesquiera otros deportes.
No dejó Roberto de notar el efecto que su actitud había producido en la hermosa Fanny. Cuando el calor del sol anunció la hora de la comida, regresaron los tres a las cavernas. Adelante marchaba el Secretario Adams, pensativo, rayando la arena con la ramilla que conservaba en la mano. Detrás Roberto, golpeándose las polainas con su inseparable latiguillo, miraba de reojo a la joven, que caminaba lentamente a su lado.
-Fanny -dijo de improviso Roberto, clavando en el sonrosado rostro de su compañera sus penetrantes ojos azules-. Conocí muchas y muy bellas mujeres en Londres, en París y en otras capitales durante mis viajes; pero ninguna consiguió producirme tan honda impresión como una que conocí en Washington hace cinco años, la cual aceptó al principio mis obsequios y luego me desdeñó por juzgarme indigno de ella. ¿No es verdad?
-No me culpe usted, Roberto, replicó ella con las mejillas enrojecidas; la prensa diaria, los amigos de mi padre y los míos hablaban con tanta insistencia de la salvajez y degeneración de las repúblicas centroamericanas, que me figuré que eran inferiores a los Pieles Rojas o a las tribus del África Central. Con tal prejuicio rechacé las proposiciones de usted de hablar a mi padre y pedirle mi mano. Ahora comprendo mi error, aunque tarde, porque tengo otro prometido, y acaso usted tendrá en su país una novia digna de labrar su felicidad.
-Yo no tengo más novia que mi patria -respondió Roberto, maneando melancólicamente la cabeza-; cuando consiga verla libre de opresiones extranjeras, probablemente me saltaré la tapa de los sesos.
Era tal la expresión de tristeza del ingeniero, que Fanny, sin poder ocultar su simpatía, dijo:
-Pero usted es joven, instruido y tiene delante de sí brillante porvenir. ¿Por qué no formar un hogar dichoso y pasar de la mejor manera posible el destierro a que nuestras almas están condenadas en este valle de miserias?
-¿Por qué? -replicó "Roberto con calor-e-.: porque la única mujer que creí digna de mi adoración me rechazó inicuamente; porque desde entonces comprendí que hay razas que no pueden amalgamarse y que están llamadas a muy diversos destinos; porque desde aquel día juré probar a la ingrata que no sólo entre sus compatriotas hay quienes puedan llevar a cabo magnas empresas.
Fanny palideció y sus ojos se humedecieron.
-Así, pues -agregó cuando logró dominar su emoción-, usted está arruinando a mi país por culpa mía.
-No -repuso con firmeza Roberto-. Mi amor propio es asunto secundario; es verdad que me halagaba la idea de demostrar a usted y a sus paisanos que los latinos no somos inferiores a ellos en cuanto a recursos intelectuales; pero esté usted segura de que lo que inspiró mi resolución fue el ardiente amor de mi tierra, ultrajada, pisoteada y absorbida en nombre de la fuerza por. una potencia que comete en el Nuevo Mundo los mismos atropellos que reprueba en el viejo.
Yo la amé a usted hace cinco años, y aún creo que ese fuego no se ha apagado; pero si usted hubiese consentido entonces en ser mi esposa y hoy me pidiera que desistiese de mi propósito, no conseguiría nade
Observando la aflicción de Fanny, cuyas lágrimas caían una tras otras sobre la arena del sendero, prosiguió, suavizando su enérgico tono y acercándose a ella:
-¿Pero no ve usted, Fanny, que la obra de mis compañeros y mía no va contra el pueblo de Estados Unidos, sino en favor suyo? El knut de los antiguos tsares de Rusia, las bayonetas de Guillermo y los millones de Wall Street son armas idénticas esgrimidas contra el pueblo en beneficio de castas privilegiadas. Nosotros queremos acabar con todo eso: que no haya opresores ni oprimidos, ni explotadores ni explotados, y que un modesto bienestar reine en todos los hogares de la tierra y haga sentir a sus habitantes la alegría de vivir.
Habían llegado a la entrada de la caverna en donde los aguardaba el Secretario Adams. sentado en un saliente de la roca, mirándolos con extrañeza.
Una vez reunidos dijo Roberto:
-Esta noche a las siete es nuestra partida.
Les ruego para esa hora tengan listos sus equipajes.
-Mr. Mora -replicó el americano-, mi hija y yo preferimos quedarnos aquí en calidad de prisioneros, en vez de obligarnos a presenciar la consumación de un crimen.
-No es posible, Mr. Adams: esta noche la isla quedará desierta por espacio de algunos días, meses, quizá, y dejar a ustedes aquí equivaldría a condenarlos a una muerte Inevitable. Si usted no quiere presenciar nuestras maniobras, permanezca en el camarote que le designaremos.
Cuando cumpla mi misión, yo mismo conduciré a ustedes a San Francisco y los dejaré sanos y salvos en su tierra. Hasta la noche están ustedes libres y no se cerrará la verja de la gruta. Si algo necesitan, en el fondo de la alacena de su cuarto hay un botón de hierro. Basta oprimirlo para que acuda un sirviente.
Saludó luego inclinándose con gentileza, y en lugar de penetrar en la caverna descendió de nuevo por el empinado sendero con dirección a la línea férrea.
Por algunos segundos contempló Fanny la arrogante figura del ingeniero cuya ensortijada cabellera brillaba al sol como virutas de oro recién fundido, y un hondo suspiro dilató el robusto pecho de la joven cuando desapareció Roberto en un recodo del atajo.