V

EL VELO SE DESCORRE

A cosa de las ocho resonaron en el suelo de granito del cañón central pasos de varias personas y Jack pudo ver a través de su reja pasar al joven rubio con su inseparable latiguillo y su vestido de kaki, seguido de los otros dos centroamericanos. quienes se dirigían a la celda número 3, ocupada por Mr. Adams y su hija. Un momento después oyó el marino el ligero chirrido que anunciaba que la reja del calabozo se abría. y casi al mismo tiempo la del suyo desapareció dentro de la pared de basalto.

Salió Jack al pasadizo y encontró allí a los tres jóvenes y a sus dos compañeros de cautiverio.

-Señores -dijo Roberto-, tenemos que hacer una excursión un poco larga y por lo tanto creo necesario que nos desayunemos primero.

Supongo que ustedes no se negarán a aceptar una taza de café. Sírvanse seguirme.

A la cabeza del grupo se dirigió hacia la celda número 2 derecha, la misma en donde habían penetrado los cinco conspiradores al terminar la conferencia del día anterior.

Examinó Jack curiosamente la caverna, cuyas paredes lisas y negruzcas no ofrecían nada de particular, como tampoco la bóveda ni el piso, que parecían bruñidos. En el centro de la cueva estaba una mesita japonesa sobre la cual humeaba una cafetera de plata, flanqueada por dos bandejas del mismo metal, repletas de emparedados, bizcochos y jamón en dulce, y en torno de la mesa había seis sillas plegadizas, barnizadas de amarillo.

El Secretario Adams se encogió de hombros y se sentó sin ceremonia, ejemplo que imitaron los restantes. Comieron todos con apetito y cuando los hombres encendieron sus cigarros, levantóse Roberto y salió al pasadizo. Pocos segundos después apareció de nuevo, diciendo:

-Tengan la bondad de seguirme. Vamos a dar un paseo por la isla.

La verja del túnel había desaparecido y la entrada resplandecía deslumbradora, bañada por el sol. Los tres americanos aspiraron con delicia el aire matinal y miraron extasiados el espléndido panorama del océano que se esfumaba en el horizonte como un cinturón de jade, rizado levemente por ondas argentadas.

Descendieron por el abrupto sendero del cerro, precedidos siempre por el joven rubio, y llegaron a la ribera septentrional en donde los sobrevivientes del Nicaragua habían visto una línea férrea la tarde de su desembarco. La tierra algo ondulada se dilataba verde y monótona como un prado hasta los montuosos cerros del oeste, y en ella no se advertía señal alguna de senderos.

-¡Una vela! -gritó de pronto el hondureño señalando ~, oriente.

Todos volvieron la cara en esa dirección y divisaron un bote que se aproximaba rápidamente a la isla.

-Son nuestros pescadores -dijo Roberto, examinando la embarcación con sus gemelos.

Cuando los prisioneros dirigieron de nuevo sus miradas a la costa del norte, Fanny lanzó una exclamación de sorpresa y su padre y Jack se miraron alelados. Dos líneas paralelas de rieles, relucientes como hilos de plata, se dilataban en una extensión de más de un kilómetro y se perdían en el recodo formado por una colina. Los tres huéspedes de la isla estaban seguros de que un momento antes no había tal línea férrea, ni vacas paciendo cerca de ella y que ahora se destacaban sobre el fondo verde como flores animadas. ¿Cómo por arte de magia había revivido la misma escena que contemplaron el día de su arribada?

Roberto los observaba con maliciosa sonrisa. -Creía -dijo- que nada era capaz de alterar la flema anglosajona; pero ya veo que nuestras humildes invenciones no están desprovistas de ingenio. y ahora, señores, procedamos a nuestra excursión., porque antes de poco el calor será en extremo molesto.

La sorpresa de los norteamericanos llegó a su colmo cuando a corta distancia vieron descansando sobre los rieles un lujoso coche de gasolina, capaz para diez personas, que parecía haber brotado de la tierra al conjuro de un moderno Aladino. Apenas ocuparon sus respectivos asientos, un mecánico japonés puso en movimiento el carruaje que se deslizó con rapidez vertiginosa y sin la menor sacudida.

Pocos minutos más tarde se detenían enfrente de un escarpado cerro en cuya cima se elevaba el mástil de una instalación inalámbrica. El teniente Cornfield movió de arriba a abajo la cabeza, como quien ve confirmadas sus sospechas. De una casita de zinc, que evidentemente servía de oficina al telegrafista, salió un hombrecillo vestido de blanco y de facciones que denunciaban su procedencia filipina, el cual se cuadró militarmente y llevó la diestra a la visera de su gorra.

-¿Nada nuevo, Jiso? -preguntó Roberto.

-Sí, señor. En este mismo instante iba a comunicar a ustedes lo ocurrido, por el teléfono subterráneo; pero el ruido de la gasolina me .hizo salir para recibirlos.

-¿Qué hay?

-Hace dos horas que el dreadnaugh "Salvador", el último del tipo modernísimo construido por nuestros enemigos, fue hundido a diez leguas de la costa de Nicoya, como de costumbre, sin dejar rastro.

-¡Bien por el capitán Amaru! -exclamó entusiasmado Roberto.

-¡El capitán Amarul -contestó sorprendido el Secretario de Marina-, ¿el que estuvo ayer con nosotros? -El mismo.

-¡Imposible!

-Esa palabra, Mr. Adams, no existe ya en los modernos diccionarios. Todo es hoy posible para el ingenio humano, máxime cuando lo estimula la conciencia de una noble causa. El capitán Amaru estará de regreso antes de dos horas y si usted no tiene Inconveniente comeremos con él.

-Abusa usted de su posición para insultarme -replicó indignado el Ministro yanqui-. ¿Cómo puede usted Imaginar que yo soporte pacientemente la presencia de un pirata que asesina a mansalva a miles de mis compatriotas?

-Cerca de mil centroamericanos perecieron en Puntarenas, defendiendo há tres años la integridad de su suelo; tres mil en Honduras y cinco mil en Acajutla; mientras que de los bluejackets murieron apenas cuatro mil.

Ya hemos saldado la deuda con creces, y como de pirata a pirata no se pierden más que los barriles, no vemos por qué usted se indigna de tratar con nosotros, cuando nosotros prodigamos a ustedes tantas deferencias.

Mr. Adams se mordió los labios y bajó los ojos; una rabia indecible le dominaba, esa furia del anglosajón, difícil de despertar, pero espantosa cuando estalla. Si hubiese tenido un arma habría cometido alguna atrocidad, y quizá con siniestro propósito fijó las miradas en la pavonada pistola que el rubio costarricense llevaba al cinto; pero sin duda el pensamiento de su hija refrenó sus sanguinarios impulsos y poco a poco su semblante recobró la impasibilidad de costumbre.

-Como no pretendemos pasar a los ojos de ustedes por personajes de una novela de Julio Verne -prosiguió Roberto, llevando la diestra a la culata de su revólver, pues había adivinado en la mirada de Mr. Adams sus violentas intenciones- voy a explicarles lo que parece sobrenatural y que no es otra cosa que un producto de la admirable industria nipona. Colocamos en la costa occidental nuestro aparato inalámbrico, porque las naves jamás arriban a la Isla por este lado, sino por el opuesto.

Por eso tenemos por acá nuestros establos que nos suministran leche y carne fresca -añadió señalando un cobertizo situado a corta distancia-; pero podemos hacer desaparecer todo rastro de huellas humanas cuando nos llega una visita inesperada como la vuestra. Vais a verlo -añadió encaminándose a una plazoleta cubierta de césped, en cuyo centro se veía el muñón de un gigantesco árbol cortado, que no era sino una perfecta imitación hecha con cemento. Palpó la raíz del tronco y de improviso el mástil, la casita del telegrafista, el establo y la línea férrea desaparecieron como en un cuento de hadas.

Fanny, que casualmente estaba mirando los rieles, vio salir del costado izquierdo de la vía una faja verde que la cubrió enteramente.

-La tarde que ustedes llegaron -continuó Roberto, sonriendo al ver el pasmo de los prisioneros- nos cogieron descuidados. El aerograma llegó precisamente cuando ustedes se hallaban en las alturas que rodean la bahía de Wafer, pues el conde Stein andaba arreglando un negocio en Puntarenas. Porque han de saber ustedes que desde el arribo de sus tres acorazados a aquel puerto, uno de nuestros submarinos navegaba bajo sus aguas, vigilándolos estrictamente y recogiendo todas las conversaciones de a bordo; y si no los echó a pique antes de entrar en la bahía fue porque entre los tripulantes figuraba esta bella señorita, con cuya amistad me honré en Washington.

Fanny, extremadamente pálida y con los ojos llorosos, miraba a su prometido, quien no menos pálido fingía no atender a la conversación, contemplando la movible superficie del océano.

-Pero ya es tiempo de que volvamos a casa -continuó Roberto- pues se hace tarde y nos faltan muchas maravillas que enseñar.

Y dirigiéndose al tronco artificial oprimió un resorte invisible. Surgieron del suelo bruscamente el mástil del inalámbrico, la garita del telegrafista, los establos y la línea férrea. El coche de gasolina, cuyas ruedas descansaban sobre la hierba, quedó de nuevo montado en los rieles; y una vez que todos se acomodaron en él el chofer, obedeciendo a instrucciones del jefe de la partida, hizo avanzar el carruaje lentamente.

-Esa hierba -explicó el joven rubio, señalando a la que se extendía a un lado de la línea férrea- es artificial y tan perfectamente imitada que sólo las vacas son capaces de distinguirla de la natural. Está entramada en una red metálica que recubre la línea al oprimir un botón eléctrico. Cerca de las cuevas que habitamos hay otro tronco de cemento idéntico al que tiene Jiso para hacer desaparecer nuestras instalaciones en cualquier momento. A propósito, aconsejo a ustedes que procuren no encontrarse a solas con ese filipino, pues sería capaz de cualquier barbaridad. Sirvió varios años como camarero en un vapor mercante de los Estados Unidos, y el mayordomo le propinó tantos puntapiés y bofetones, que desde entonces juró odio eterno a vuestra raza y no quedará satisfecho hasta derramar la sangre de media docena de ciudadanos de la Unión.

Si no fuera que tengo motivos particulares para desear volver a mi patria así que la vea libre de vuestra odiosa dominación -siguió diciendo Roberto Mora, cuya verbosidad parecía excitada por el alarde hecho ante sus enemigos- ninguna vida podría ser más agradable que la de esta isla, en donde además de absoluta libertad gozamos de todas las comodidades deseables. Tenemos habitaciones casi lujosas, víveres en abundancia, nuestros pescadores nos traen diariamente ostras y gran variedad de pescados, nuestra vacada nos suministra leche, quesos y mantequilla, y la huerta toda clase de verduras y delicadas frutas, Distraernos nuestros ratos de ocio con la lectura de obras de una selecta biblioteca o tañendo instrumentos de música que nos proporcionan deliciosas veladas; von Stein es inimitable en la cítara, yo toco el piano, Delgado es un violinista de primera fuerza y Valle supera con su guitarra a los más afamados tocadores de Andalucía. Pero sería inexcusable egoísmo pasar aquí los años, en lugar de consagrar nuestras energías al servicio de nuestros compatriotas. Debemos regresar al seno de las sociedades que nos vieron nacer, formar allí nuestros hogares y colaborar con nuestros conciudadanos en la obra de la cultura general, de la felicidad de nuestras respectivas patrias.

El automóvil se detuvo al pie del cerro en cuya cima estaban las cuevas que en otro tiempo sirvieron de asilo a los corsarios; y apenas bajaron de él los seis pasajeros, desapareció como tragado por la tierra,

Los tres latinos y sus prisioneros ascendieron penosamente uno en pos de otro hasta la entrada de la caverna, en donde Roberto los detuvo, diciendo:

-Un momento. Voy a abrir la puerta.

Volvió enseguida, exclamando: -Pueden ustedes seguirme.

Penetró a la cabeza del grupo en la segunda cueva de la derecha, de la cual habían desaparecido la mesa y las sillas que sirvieron para el desayuno. En el fondo de la gruta se abría un boquete rectangular en cuya entrada un sirviente -el mismo en quien Fanny había reconocido a uno de los camareros del Nicaragua- esperaba al grupo con una lámpara de acetileno en la mano.

Precedidos del criado bajaron por los peldaños de una escalera de granito, Roberto dando la mano a Fanny, y detrás los otros. El costarricense dijo a su linda compañera, que permanecía silenciosa y esquiva:

-Acaso usted esté indignada contra ese mozo -señalando al criado-: creyéndole un traidor. No hay tal: el Gobierno de los Estados Unidos eliminó a todos los sirvientes de raza amarilla, porque eran espías japoneses; pero no sospechó que entre los que parecían patriotas yanquis había muchos alemanes como ése, que ha se llama William, sino Max, criado de von Stein, ansiosos de contribuir a la ruina del imperialismo norteamericano.

Usted debe agradecerle a ese patriota alemán un servicio: el de haberle salvado su equipaje antes del hundimiento del Nicaragua.

¡Extraña psicología la de las mujeres! Fanny, que había simpatizado con Roberto cuando le conoció en Washington bajo un nombre supuesto y a quien rechazó cuando supo que era oriundo de uno de los países que su patria menospreciaba como raza inferior, llevada ahora del instinto de la suya, admiradora del esfuerzo personal y de todo lo que supone triunfo de un ser superior sobre las medianías que lo rodean, consideraba con respeto, casi con cariño, a aquel mozo rubio, esbelto, fuerte e inteligente, que con el auxilio de media docena de hombres estaba arruinando el Inmenso poderío de una nación al parecer invencible. Su mano, aprisionada blandamente por la ardorosa de su guía, lejos de retirarse oprimía la de su acompañante cada vez que la pendiente del caracol de granito ofrecía peligro a sus breves pies. Jack, que la seguía inmediatamente, devoraba rabioso sus celos sin prestar atención a las observaciones del Secretario Adams, detrás del cual descendían silenciosos los jóvenes Valle y Delgado. Súbitamente los seis se detuvieron deslumbrados por un espectáculo encantado.

Se encontraban en un vasto salón subterráneo, con paredes y bóveda de basalto, iluminado por multitud de bombillas eléctricas que permitían divisar a un lado y otro de la amplia galería dos filas de habitaciones talladas en la roca y provistas de cuantas comodidades puede ambicionar el millonario más exigente. Muebles magníficos, alfombras, aire fresco provisto quién sabe por qué medios, y una veintena de sirvientes obsequiosos que se apresuraron a arreglar una larga mesa.

-Todavía no, Max -dijo Roberto al alemán, que parecía ser el mayordomo.

Vamos primero a mostrar a los señores el piso bajo de nuestra casa, y dentro de media hora estaremos aquí para que nos sirvan el almuerzo. Tengan la bondad de seguirme -añadió dirigiéndose a sus compañeros de excursión.

En el fondo de la galería una amplia abertura rectangular dejaba ver una escalera brillantemente iluminada, a la cual se dirigieron Roberto y sus acompañantes.

El ingeniero costarricense daba siempre galantemente la mano a la bella norteamericana, a quien Jack manifestó sus quejas durante el breve rato que permanecieron en las habitaciones de los piratas, sin que ella diese cumplida satisfacción a las recriminaciones.

Así que hubieron descendido unos cien escalones, presentóse a la vista de los tres cautivos un cuadro mágico.

Una inmensa cripta en forma de un cañón cilíndrico, de más de quinientos metros de longitud y de unos veinte de altura se extendía de oriente a occidente, con una anchura de más de cincuenta. En el centro brillaba el agua, iluminada por cien bombillas eléctricas, y a ambos lados, en una especie de playa rocallosa, lisa y uniforme, había máquinas y extraños "aparatos en los que trabajaban más de cien obreros. Pero no fue la magnificencia de la cripta basáltica ni los talleres de sus orillas lo que atrajo la atención de los prisioneros, sino tres objetos fusiformes, de color oscuro, como de cien metros de longitud cada uno, que semejaban tres monstruosos peces antediluvianos, dormidos en aquel canal subterráneo de aguas glaucas.

-Tengo el honor -dijo Roberto al Secretario y a sus jóvenes compatriotas- de presentar a ustedes nuestros tres submarinos, Mora, Cañas y Blanco, que en pocas semanas han conseguido hundir ocho de las más poderosas y.' perfectas unidades de la flota norteamericana y que pueden echarla toda a pique antes de dos meses. Vea usted -añadió el joven rubio, dirigiéndose al Secretario Adams- aquel más distante es el Mora, comandado por von Stein, que a las cinco de la mañana de hoy destruyó a las diez leguas de la costa de Nicoya el dreadnaugh "Salvador", el último de la moderna flota del Pacífico, con que contaban ustedes para dominar estos mares.

-¡Pero es imposible! -dijo con despecho el Secretario de Marina.

-Ya advertí a usted, Mr. Adams, que esa palabra no existe en los nuevos diccionarios.

Estos submarinos navegan más de doscientos kilómetros por hora y pueden dar la vuelta al mundo sin necesidad de arribar a ningún puerto para proveerse de víveres o de combustible. El Mora, después de realizar su hazaña, subió a la superficie, expidió el aerograma a nuestra oficina y en menos de tres horas acaba de entrar en su fondeadero. Von Stein está a bordo, descansando. Un orgullo profesional bien explicable me incita ahora a mostrar a ustedes algunas de las maravillas-que hemos ejecutado -no todas porque aún no es tiempo, añadió subrayando sus palabras con su irónica sonrisa. Han de saber ustedes que nuestros submarinos están recubiertos de una espesa capa de gutapercha que impide la acción de la mole de acero sobre los finísimos aparatos eléctricos de los acorazados enemigos. No tienen periscopio porque disponen de instrumentos maravillosos cuya naturaleza no puedo revelar, los cuales debajo del agua reflejan constantemente en el interior del submarino, la imagen del exterior en veinte leguas a la redonda. Un curioso sistema de hélices permite a nuestros nautilos navegar casi a flor de agua, sin dejar estela que pueda revelar su presencia. Pueden sumergirse y emerger en diez segundos. Cada uno tiene en la proa una caseta o garita provista de un reflector cuya luz, pasando por una gruesa lente, hace visibles los objetos bajo el agua a veinte metros de distancia; y el piloto que la ocupa puede salir de ella cuando es menester, y provisto de una escafandra opera independientemente. Esos pilotos son en realidad quienes han volado los barcos de ustedes; como atacarlos por los costados es inútil, nuestros submarinos se colocan debajo de la quilla, y el piloto, saliendo de su garita, aplica al casco una ventosa que se adhiere a él y que estalla a la hora conveniente, para lo cual puede graduarse a voluntad. Algunos de vuestros dreadnaughs hundidos navegaron varias horas con la ventosa pegada a su quilla sin sospecharlo. Esa ventosa es un torpedo cargado con el explosivo más terrible concebido por el ingenio humano -la japonita- inventada por nuestro camarada el capitán Amaru. Es una sustancia infernal; bastan treinta libras para volar la más pesada mole de acero, y lo peor es que a la vez desarrolla una columna de gases tan venenosos que en un minuto no dejan alma viviente. Con uno de esos torpedos destruí yo el Nicaragua, a la entrada de la bahía de Chatam, después de cerciorarme de que esta señorita estaba en tierra y de recoger su equipaje y al camarero alemán que por orden mía lo trajo.

Fanny, que hasta entonces había prestado grande atención al relato de su antiguo pretendiente, dio un paso atrás horrorizada, a la vez que sus dos compatriotas palidecían de rabia.

-Crueles necesidades de la guerra -continuó Roberto, para quien no habían pasado inadvertidas las muestras de repugnancia de sus interlocutores-. Ustedes tres habían descubierto en parte nuestro secreto y dejarlos regresar a Puntarenas habría sido arruinar nuestra empresa.

Sólo el capitán Amaru conoce la composición de su explosivo y está resuelto a utilizarla para libertar a los pueblos, no para oprimirlos. Estoy seguro de que si el Gobierno de los Estados Unidos le ofreciera mil millones de dólares por patente de invención, él, que es pobre, los rechazaría indignado. ..

Si ustedes gustan pasaremos a la orilla opuesta del canal y allí podré mostrarles otras curiosidades.

Los jóvenes Valle y Delgado se alejaron del grupo, dirigiéndose a los talleres cuando Roberto y los prisioneros se acercaron a la orilla del canal en donde se balanceaban perezosamente las terribles máquinas de destrucción. El ingeniero llevó a los labios un silbato e inmediatamente descendieron de la bóveda dos gruesos cables, de acero con una vagoneta de seis asientos, que improvisaron una especie de puente colgante entre los dos bordes del canal.

Un momento más tarde estaban en la orilla opuesta, piso granítico liso y uniforme, cortado por la pared de basalto que sustentaba la bóveda. De trecho en trecho había extraños tubos, delgados y largos, cuya boca desaparecía en la pared.

Mr. Adams contó treinta y observó que adosados al muro, al lado de cada tubo, había unos cincuenta tubos más pequeños, como de metro y medio de largo, y apenas de un decímetro de diámetro.

-Nuestra artillería- dijo tranquilamente Roberto-.

Esa pared está perforada y los agujeros son invisibles desde fuera. Si toda la escuadra yanqui viniese a sitiarnos, en menos de media hora la hundiríamos completamente con sólo estos cañones, sin utilizar los submarinos.

Como advirtiese Mora en la boca de Mr. Adams una sonrisa de incredulidad, dijo tomando uno de los tubos: -Este obús es igual en potencia a los torpedos de nuestros nautilos. Cada cañón señala automáticamente la distancia del barco enemigo y la carga se gradúa en tres segundos, de manera que el proyectil, sin atravesar el navío, va a estallar en su santabárbara y lo envuelve en sus columnas de gases mortíferos. Van ustedes a verlo.

L1evóles a la abertura del cañón inmediato, por la cual se divisaba un escollo situado como a dos kilómetros. Apuntó la pieza, consultó un disco colocado encima, abrió la culata, introdujo el tubo y oprimió un botón. Oyóse una especie de silbido, semejante al escape del vapor de una locomotora, y los tres cautivos se inclinaron sobre la grieta de la pared. Lo que vieron los llenó de espanto. El escollo, que medía unos cincuenta metros de anchura, voló en fragmentos y en su lugar se vio una columna de humo bronceado, que parecía macizo. Cuando desapareció no quedó sobre las aguas la menor señal del arrecife.

-Quienes tales medios de destrucción tienen a su alcance -siguió diciendo con calma el ingeniero- podrían adueñarse del globo sin dificultad. Dichosamente esos medios están en manos de unos piratas convencidos de que no hay imperio mundial capaz de hacer feliz a la humanidad, porque ella sabrá labrarse por sí sola su dicha cuando conquiste su ideal: la autonomía. Pero ¡qué tarde es! -dijo consultando su reloj-. Ya es hora de comer, y si ustedes no tienen inconveniente, les ruego que me acompañen a la mesa. Estaremos solos. Así podrán ustedes variar el pobre menú que pusimos a su disposición; y si no les cansa mi insoportable charla, les referiré durante la comida por qué y cómo hicimos de esta isla el centro de nuestras operaciones.

El Secretario de Marina se inclinó cortésmente, subyugado por las maravillas que había visto y oído y por el genio de su joven adversario. Fanny contemplaba a éste con una especie de respeto mezclado con temor, mientras Jack malhumorado, se sentó displicente en la vagoneta que en pocos segundos los transportó a la otra orilla. Ascendieron por el caracol de piedra hasta el segundo piso en el 'cual estaban las habitaciones de los conspiradores, y Roberto guió a sus invitados a una espaciosa gruta, amueblada con lujo oriental y alumbrada por fanales de luz incandescente.

-Este es mi cuarto -dijo acercando tres sillones de junco a sus acompañantes. Tocó luego su timbre y dos camareros japoneses se presentaron en la entrada.

-La comida -ordenó lacónicamente el ingeniero. Los sirvientes colocaron en el centro de la habitación una mesa que en menos de un minuto arreglaron suntuosamente. Fanny se creía transportada a uno de los lujosos hoteles de Nueva York. Gran variedad de ostras y otros mariscos de que abunda la isla, manjares preparados con arte exquisito, vinos de las mejores cepas; nada faltaba en el regio banquete, y los prisioneros, olvidando sus penas, se mostraron más expansivos que anteriormente. Cuando sirvieron el champaña levantó Roberto su copa.

-Propongo un brindis por la futura libertad y fraternidad de todos los pueblos.

Sus compañeros bebieron en silencio y luego el ingeniero, ofreciendo a los hombres magníficos habanos y pidiendo permiso a Fanny para encenderlos, añadió:

-Si tienen ustedes la paciencia de escucharme un cuarto de hora les referiré todo lo que los cinco piratas, como ustedes nos llaman, hemos hecho y todo lo que pensamos hacer. No extrañen mi indiscreción -dijo sonriendo al ver la sorpresa pintada en el rostro de sus convidados--. Dentro de poco nuestra obra estará consumada, ustedes serán puestos en libertad y el mundo entero conocerá detalladamente la labor que hemos realizado por salvarlo.

Hace cinco años, cuando terminé en Inglaterra mi carrera de ingeniero naval y mecánico, hice un viaje de estudio y en los Estados Unidos tuve entonces ocasión de conocer en un baile a esta señorita, pero no a su padre, que se hallaba entonces en Europa. Me dediqué especialmente a los aeroplanos y submarinos, que he logrado perfeccionar de un modo increíble.

Estando en el Japón supe la ocupación de las Repúblicas Centroamericanas por tropas de los Estados Unidos y desde entonces me juré consagrar toda mi vida y energías a romper las cadenas de mi patria, o por lo menos a vengarla. Trabé relaciones con el capitán Amaru, un sabio a quien el Gobierno de su país miraba con cierto recelo por sus ideas anarquistas; fui luego a Honduras y el Salvador en busca de aliados y tuve la fortuna de encontrar dos excelentes, Manuel Delgado, recién salido de la Escuela Politécnica, y Francisco Valle, distinguido médico y naturalista, ambos millonarios como yo y ardiendo en deseos de sacudir la dominación extranjera. Vuelto al Japón y de acuerdo con su gobierno -tan perjudicado casi como nosotros por el imperialismo yanqui- emprendí inmediatamente la construcción de los tres submarinos que ustedes ya conocen; y un año más tarde, a bordo de uno de ellos, vine a practicar una exploración en esta isla, admirablemente dispuesta para servirnos de cuartel general. Como es de formación volcánica, no era raro que en ella hubiese grandes cavernas. Tuve la suerte de encontrar una tan maravillosa que su hallazgo fue en mi opinión un presente que nos hizo la Providencia, siempre favorecedora de la justicia i y del derecho. La gruta era un cañón casi rectilíneo, de un cuarto de milla de longitud y con quince metros de agua que penetraba por pequeños orificios submarinos en ambos extremos. Unas cuantas libras de japonita bastaron para ensanchar las aberturas y dejar el paso franco a nuestros nautilos. Lo demás fué obra de los centenares de hábiles obreros nipones -parte de los cuales permanecen con nosotros-, quienes en unos ocho meses ejecutaron las maravillas que ustedes conocen y otras que todavía ignoran.

Roberto hizo una pausa, durante la cual Mr. Adams y su hija le contemplaron con la veneración que se tributa a los seres superiores, en tanto que Jack miraba a su amada con expresión celosa y despechada.

Roberto prosiguió, arrimando un fósforo a su cigarro: -Nuestro plan es muy sencillo. Cuando haya desaparecido vuestra escuadra, la japonesa invadirá a los Estados Unidos; la poderosa Unión se convertirá en tantas repúblicas independientes como Estados y los países latinos recobrarán su autonomía. No permitiremos que ninguno de ellos posea escuadras poderosas que sólo sirven para oprimir a las débiles. Haremos igual intimación a las naciones europeas; si alguna se negare a suprimir su flota, la destruiremos inmediatamente.

El Gobierno del Japón se ha comprometido solemnemente con nosotros a desarmar la suya, cuando todos los países del mundo estén en igual pie comercial y político, esto es, cuando no haya expansiones territoriales, ni colonias, ni privilegios para los artículos manufacturados de determinada nación. El Japón mismo perderá su flota si se niega a cumplir lo pactado.

-Pero ¿quién la destruirá, si él es dueño de estos terribles inventos? -replicó vivamente el Secretario.

-¿Quién? Los cinco piratas, ¡nosotros! El capitán Amaru no obstante su nacionalidad, está resuelto a ello. El Gobierno japonés no posee ningún submarino semejante a los que ustedes acaban de ver. Sólo nosotros conocemos sus secretos. Además, en este momento están ya terminados en Tokio mil aeroplanos de un modelo inventado por mí; pero una pequeña maquinita y un tremendo proyectil de que van provistos, invenciones mía la primera y de Amaru la segunda, se fabrican en esta isla y se llevarán a los aparatos cuando llegue la hora. Esa maquinita, en la cual reside toda la potencia ofensiva del avión, funciona apenas durante un mes y es preciso renovarla. ¿Qué haría el Japón con sus mil aeroplanos si faltásemos Amaru y yo? No, Mr. Adams. Nuestros terribles inventos estarán siempre contra el despotismo y al servicio de los débiles. Usted mismo se cerciorará de sus diabólicos efectos cuando presencie en nuestra compañía la invasión de su inmenso país.

-¡Invadir a los Estados Unidos, Mr. Mora! Quiero admitir que el poder de sus máquinas es tan terrible como usted asegura; que nuestra flota es aniquilada y que cinco millones de soldados japoneses desembarcan en nuestras costas. ¿Ignora usted que a11í hay veinte millones de patriotas instruidos y perfectamente armados que darán buena cuenta de los invasores? .

-¡Ah, Mr. Adams! Cuando usted vea en acción mis aviones se convencerá de que en un día pueden destruir ese formidable ejército, sin tener por su parte ni una baja.

Un gesto de incredulidad contrajo las facciones del Secretario de Marina, y Roberto al advertirlo dijo con cierta tristeza:

-Quiera Dios que vuestros compatriotas se sometan sin lucha, porque como hombre civilizado me dolería la pérdida infructuosa de tantas vidas; pero cuando vean en el primer encuentro que su destrucción es inevitable, estoy seguro de que cesarán de oponer resistencia.

Un ominoso silencio siguió a estas palabras, pronunciadas sin jactancia, con acento tranquilo y firme. Mr. Adams bajó los ojos meditabundo; Fanny oprimió su mano como en busca de protección, sin apartar sus miradas atónitas del rostro de su antiguo cortejante. Jack también le miraba, con las pupilas encendidas por un odio irrefrenable en el cual se mezclaban los agravios del patriota con los recelos del amante. Roberto, en tanto, recostado en su poltrona de junco, fumaba distraídamente.

De pronto exclamó Mr. Adams, dirigiéndose a su enemigo:

-Comprendo que usted, caballero, procede sinceramente en pro de lo que usted entiende por la redención del mundo. Pero ¿está usted seguro de que éste habrá alcanzado permanente felicidad el día en que no haya más que centenares de minúsculas nacionalidades, sin recursos para acometer obras gigantescas, como la apertura de un canal, por ejemplo, y sin fuerza para mantener el orden y rechazar posibles agresiones de vecinos? ¿No es preferible una federación de repúblicas sujetas a un gobierno central que vele paternalmente por su bienestar y adelanto?

-Las mismas ideas de von Stein, ¡el mismo ideal germánico! -repuso riendo el rubio ingeniero-. ¿Por qué, entonces, declararon ustedes la guerra a Alemania cuando el gran conflicto europeo, si el ideal del emperador Guillermo era idéntico al del Presidente Wilson? Unir al mundo bajo la hegemonía de una gran potencia reguladora, previsora y fuerte.

¿Cuál? ¿Alemania, Inglaterra o Estados Unidos? Lo mismo da. Es el ideal de los antiguos conquistadores asirios, persas, macedonios y romanos. ¿El mundo, pues, no ha dado políticamente un paso hacia adelante!

No, señor Ministro: los pueblos como los individuos no necesitan someterse a la autoridad de un poderoso; pueden asociarse para obras ingentes de interés colectivo y nada tienen que temer de agresores ambiciosos y perversos si en su favor limita el apoyo de otros pueblos amantes de la moral y el orden. El tiempo lo dirá: soy [oven y espero ver los frutos de mi obra.

Pero ya he cansado a ustedes bastante con mi charla.

Vaya conducirlos a sus habitaciones, levantándoles la incomunicación. Si desean ustedes pasar la velada en familiar plática, pueden hacerlo. Únicamente siento que por hoy no me sea posible dejarlos salir de la caverna para admirar al aire libre el grandioso panorama del océano iluminado por la luna.

Levantose y, tocando un timbre, dijo al criado que apareció en la entrada:

-Toma una lámpara y guíanos al piso superior.

Voy a dejarles la lámpara -dijo cuando hubieron llegado a la cueva número 3 que servía de prisión a Mr. Adams y a su hija-o -Tal vez ustedes deseen leer y las bujías alumbran poco.

Enseguida saludó y encaminándose a la segunda gruta de la derecha abrió la puerta secreta y bajó a oscuras por la escalera, como quien conoce de memoria el camino.