IV

EL TRIBUNAL

Apareció en ella el joven rubio, grave, solemne sin la sonrisa irónica que tanto molestaba a Jack. Le precedían dos sirvientes con cinco sillas plegadizas que colocaron en el centro de la habitación.

La más profunda sorpresa se pintó en el rostro de los prisioneros al ver el de uno de los criados, fornido mocetón de cabello rojizo, cortado al rape.

-¡William! -gritó Fanny sin poder dominar su asombro.

Los tres acababan de reconocer en él a uno de los camareros del Nicaragua. ¿Cómo estaba allí? ¿Cómo había escapado de la catástrofe? El hombre ni siquiera volvió la cabeza y salió seguido de su compañero.

Un nuevo personaje acababa de entrar en escena.

Era un hombre de mediana estatura, al parecer de unos cincuenta años, con los ojos oblicuos y el escaso bigote de los individuos de raza amarilla. Vestía uniforme azul oscuro y llevaba al cinto un sable corvo. El rubio le presentó, diciendo:

-El capitán Amaru, jefe de nuestra escuadrilla de submarinos.

El Secretario Adams le contempló con curiosidad, moviendo la cabeza y sonriendo amargamente como quien ve confirmadas sus sospechas.

El nipón se sentó sin ceremonia, mirando distraídamente al fondo de la cueva y sin volver ni una vez los ojos al banco en donde estaban sentados los tres prisioneros.

Salió el rubio al túnel central y volvió con un nuevo personaje, un coloso de cara apoplética y nariz judaica, a quien el rubio presentó, diciendo:

-El conde van Stein, pariente de su Majestad el ex-Emperador Guillermo de Alemania.

El recién llegado fue a sentarse al lado del oficial japonés con quien cambió en voz baja algunas frases.

Tras el alemán entraron dos jóvenes, uno pequeño y enjuto, de rostro moreno y ojos negros y de mirar enérgico.

-Don Manuel Delgado, salvadoreño -dijo el rubio. Y señalando al otro, más alto y de tez más clara que la de su acompañante, añadió:

-Don Francisco Valle, perteneciente a una de las familias más distinguidas de Honduras.

-Y ahora -continuó sonriendo burlonamente-, me toca hacer mi presentación. Roberto Mora, ingeniero, jefe de la sociedad secreta Los Caballeros de la Libertad. y descendiente del patriota caudillo costarricense que en 1856 rechazó la invasión de los filibusteros yanquis.

Fanny fijó sus miradas en el varonil semblante del mozo, mientras su prometido la observaba sin ocultar sus celos.

Pero el rubio, que había tomado asiento al lado de sus cuatro compañeros, no prestaba la menor atención a la linda americana y todo su interés parecía concentrarse en el Secretario de Marina de la omnipotente República, el cual fingiendo la mayor indiferencia, miraba a la bóveda de la caverna, absorto en íntimos y complicados pensamientos.

-Mr. Adams -dijo gravemente el rubio, golpeándose las polainas con su latiguillo-, usted representa aquí al Gobierno de un imperio más absorbente y tiránico que todos los que ha sustentado el mundo desde los tiempos de Giro y de Jerjes. Los libertadores aquí presentes queremos discutir con usted el problema moral antes de asestar el golpe de muerte a la poderosa nación a que usted pertenece. Pido a ustedes mis excusas por no poder disimular un gesto de orgullo; pero ¿no es capaz de marear cabezas más fuertes que las nuestras el pensamiento de que cinco hombres animados por el fuego de la libertad y sostenidos por la justicia, den en tierra con una nación de cien millones de habitantes, veinte millones de soldados y una flota de mil potentes barcos?

-Una partida de piratas podrá hundir una docena de nuestras unidades de combate -repuso fríamente Mr. Adams-; pero tarde o temprano sufrirán el condigno castigo y nuestra patria surgirá como hasta ahora, incontrastable, omnipotente y resuelta a moralizar y hacer progresar estas desgraciadas colonias españolas.

-Se equivoca usted -replicó Roberto, no menos fríamente que su interlocutor.

Así como hemos hundido hasta ahora siete de los más perfectos Dreadnaughts que han surcado el océano, pudimos perfectamente haber echado a pique toda la escuadra americana impunemente, y si no lo hemos hecho es porque no convenía a nuestros planes. Pero de esto hablaremos más tarde. Lo que nos urge es que usted y sus dos compatriotas sancionen nuestra conducta así que reconozcan nuestro derecho. Hace tres años las escuadras americanas fondearon en nuestros puertos y millares de soldados de la gran República procedieron a ocuparlos.

Nicaragua y Guatemala se entregaron sin resistencia, gracias a los trabajos diplomáticos y mercantiles realizados por hábiles agentes. En Puntarenas un grupo de patriotas atacó a las tropas de ocupación y fue barrido por las ametralladoras. En Acajutla y Amapala encontraron vuestros paisanos dos pueblos varoniles que hicieron morder el polvo a varios miles de soldados americanos y vuestra nación sólo ha podido adueñarse de esas dos valientes repúblicas manteniendo en cada ciudad fuertes guarniciones. Entonces fue cuando indignado pensé en formar la liga libertadora que presido. En ella entraron todos los que tienen agravios que vengar de los insolentes yanquis. Escuchemos sus cargos. Tiene usted la palabra, van Stein.

El Secretario Adams, con el entrecejo fruncido, miraba obstinadamente al suelo, en tanto que la curiosidad se trasparentaba en los ojos de su adorable hija y de su futuro yerno. El alemán encendió su larga pipa y comenzó a hablar con tono reposado.

-Alemania estudió a fondo el problema humano y trató de resolverlo filosóficamente.

Nuestro globo es una isla perdida en el océano del éter, y como tal, su capacidad es limitada. Si puede mantener cómodamente mil millones de hombres, empeñarse en poblarlo con dos mil millones sería una locura. Conservando siempre ese nivel, no habría. querrás, ocasionadas siempre por el exceso de población hambrienta: un gobierno paternal, reglamentándolo todo, proporcionaría a los ciudadanos los medios de vida y las facilidades de la industria.

No habría pobres, ni revoltosos ni criminales; la humanidad sería una familia feliz y realizaría plenamente su destino, esto es, vivir, pues para ello fue engendrada. Por eso combatimos el ideal latino, la anarquía, la libertad mal entendida que trae como consecuencia las luchas intestinas, las huelgas, los atentados anarquistas; por eso, contrariando en apariencia un derecho, invadimos a Bélgica, única vía para realizar nuestra misión redentora. ¿Es acaso más feliz la humanidad después que en mares de sangre ahogó nuestro plan salvador? Alemania buscaba la felicidad de todas las razas, disciplinándolas y organizándolas convenientemente. Su plan se habría impuesto al mundo, si vosotros constituyéndoos en apóstoles de una falsa democracia, no hubieseis prestado a los aliados el apoyo económico que fue su salvación. ¡Despreciables mercachifles! ¿No fuisteis vosotros los que nos proporcionasteis cuando éramos los más fuertes toda clase de materias primas para continuar con buen éxito la mundial contienda? ¿No recibisteis con palmas a nuestros submarinos cuando efectuaron la empresa homérica de atravesar el Atlántico, vigilado por los egoístas ingleses? ¿Por qué, si erais los campeones de la democracia y de los pueblos débiles, no nos declarasteis la guerra al día siguiente de la invasión de Luxemburgo, como lo hizo la Gran Bretaña? Hablemos claro, señor Secretario de Marina de los Estados Unidos: los ingleses no entraron en la contienda para defender el derecho, como lo gritaron a los cuatro vientos, sino porque la ocupación de Bélgica hacía posible la invasión de Londres y amenazaba de muerte la hegemonía marítima del Reino Unido. Y vosotros, ¿tomasteis parte en la contienda mundial por puro quijotismo y en nombre de una moral sentimental y ridícula? No, Mr. Adams: ustedes después de ayudarnos contra nuestros adversarios cuando todas las probabilidades de triunfo estaban de nuestra parte, se unieron a ellos y produjeron nuestra ruina. ¿Por qué? Porque el comercio alemán, gracias a su activa labor y superioridad y baratura de sus artículos, se había adueñado de casi todos los mercados de la América Latina, con notable detrimento de las manufacturas norteamericanas. "América para los yanquis" es la doctrina de Monroe; "el mundo entero para los yanquis" fue más adelante la doctrina de Wilson. Por eso después de haber utilizado los valiosos servicios de las- escuadras japonesas, habéis cerrado todas las puertas del Nuevo Continente al comercio nipón.

-Sí -dijo grave y dulcemente el capitán Amaru-.

Nosotros instigados por nuestros aliados y amigos los ingleses, entramos en la guerra creyendo coadyuvar así a la obra de la civilización. Después de celebrada la paz nos convencimos de que habíamos sido juguete de la diplomacia anglo-sajona y que nosotros en nuestra isla, como los alemanes en su territorio, estábamos sentenciados a muerte por el delito de perjudicar con nuestra competencia a las fábricas norteamericanas.

Cuando el japonés dejó de hablar, levantóse Roberto y cruzándose de brazos dijo con tono solemne y reposado:

-Señor Secretario de Marina: mis compañeros y yo estamos empeñados en una tarea vengadora, mejor dicho, justiciera en el mundo. Antes de realizar nuestra terrible obra, queremos que personas ilustradas como ustedes reconozcan nuestro derecho y la equidad que nos asiste.

Las débiles repúblicas de Centro América miraron siempre con simpatía y admiración a la vuestra. Casi todo su comercio se hacía con los Estados Unidos y las empresas norteamericanas eran recibidas con los brazos abiertos. ¿Qué obtuvimos en pago de nuestra cariñosa acogida? Ultrajes y vejaciones. A los intereses yanquis convenía el dominio de Cuba y Puerto Rico, y la Gran República declaró la guerra a España. El canal de Panamá exigía que esa región dejara de pertenecer a Colombia, y así se hizo. El peligro de que alguna poderosa nación europea practicara otro canal al través de Nicaragua inspiró al expresidente Wilson la idea de unir las cinco repúblicas del istmo bajo la administración de un presidente que fuera hechura suya, y la unión se realizó sin consultar el voto de los respectivos pueblos, que han sabido caer, a lo menos en sus tres quintas partes, con dignidad y entereza, después de sembrar sus campos con mil cadáveres de los infames invasores.

Los Estados Unidos han proclamado el derecho de la fuerza; nosotros lo aceptamos y en nombre de ese mismo derecho anunciamos al mundo que antes de un mes el águila, con las alas y las garras recortadas, habrá dejado de ser una amenaza para la libertad del mundo.

El Secretario Adams, hasta entonces silencioso, se puso de pies y con insólita energía comenzó a decir:

-Puesto que ustedes pretenden someter a juicio a mi patria, haciéndola responsable de los acontecimientos políticos ocurridos en los últimos cuatro años, como ciudadano de la Unión, como miembro del Gabinete y como simple particular interesado en la solución de problemas morales relacionados con todos los pueblos del Continente, debo declarar que los Estados Unidos han mirado siempre con profunda lástima las convulsiones que periódicamente agitan a estas repúblicas, y que al verlas consumidas por la degeneración de la raza indígena, por la deficiencia de su alimentación y por el abuso del alcohol, han resuelto sanearlas y en caso necesario reemplazar con gente mejor y más robusta las poblaciones caquéxicas, indignas de vivir sobre la faz de la tierra.

Irguióse bruscamente Roberto, y replicó con viveza:

-Los primeros colonos que de Inglaterra arribaron a New York eran personas instruidas, educadas en un ambiente de libertad que no dejó de dar sus frutos más tarde. En cambio ¿qué clase de pobladores envió España a los países sujetos a su dominio? Campesinos y soldados analfabetos, acostumbrados al régimen despótico de un rey todopoderoso, a cuya autoridad se sometieron sin protesta durante cuatro siglos. Sin embargo, esos colonos ignorantes supieron sacar del suelo los productos necesarios para su subsistencia y cuando proclamaron' su autonomía en 1821, podían vivir del trabajo sin necesidad de solicitar protecciones oficiales, Guardando las proporciones debidas, esos ignorantes súbditos del rey de España han realizado un progreso diez veces mayor que los ilustrados cuáqueros que con la Biblia bajo el brazo fundaron las primeras colonias sajonas en Norte América.

-El Salvador, mi patria -dijo Manuel Delgado-, es la mejor prueba de lo que ha dicho mi amigo Roberto. Con una población indígena equivalente a las tres cuartas partes de la total, supo arrancar de su reducido suelo tantas riquezas, que los gobiernos ladrones que sucesivamente han explotado el país no consiguieron arruinarlo. Desde hace quince años los Estados Unidos han fomentado en mi patria revoluciones para justificar su intervención.

No hace más de veinte años que un ciudadano yanqui, domiciliado en Sonsonate, fomentó y pagó un movimiento que fracasó dichosamente. La poderosa República del Norte no se atrevió a desafiar la cólera del millón de paisanos míos que recientemente han probado que no es empresa fácil sojuzgar a un puñado de hombres dispuestos a defender su autonomía.

-La misma política han observado los yanquis en mi país -añadió el hondureño-o Favorecieron hace poco a un caudillo revolucionario, creyendo que se prestaría a secundar sus maquiavélicos propósitos; pero cuando se cercioraron de que no era el dócil instrumento que buscaban, le derrocaron a viva fuerza, pagando cara su infamia, pues regimientos enteros de bluejackets abonan hoy los campos de Choluteca y de Tegucigalpa.

-Ya ha oído usted nuestros cargos, Mr. Adams -dijo el joven rubio después de una pausa-. ¿Qué tiene usted que contestar a ellos?

-Todo lo que yo pudiera objetar resultaría perfectamente inútil -contestó el Secretario- pues el tribunal que me escucha se compone exclusivamente de enemigos de mi país que no darán oídos a mis razones.

-Por el contrario -replicó vivamente el costarricense-. No somos enemigos de los pueblos, sino de los malos políticos que los arruinan; no somos vengadores sino jueces, y queremos probar al mundo la razón que nos asiste, antes de pasar a los hechos. ¿Cómo puede usted sincerar a su país?

-No es difícil -repuso fríamente. Mr. Adams, en tanto que su hija y el teniente Cornfield le miraban con expresión ansiosa-. Mi patria es desde hace tres siglos la tierra de la libertad; en ella han encontrado hospitalaria acogida todos los oprimidos de Europa, y ella ha contribuido directa o indirectamente a arruinar las tiranías y a hacer triunfar las democracias. En los cien años transcurridos desde que los países latinoamericanos sacudieron el yugo español, los Estados Unidos han contemplado con lástima las luchas intestinas que han desgarrado a estos pueblos, poseedores de los territorios más ricos del mundo. ¡Cuántas veces han interpuesto sus desinteresados oficios para hacer cesar esas guerras fratricidas!

¡Cuántas veces han impedido a las naciones europeas poner su planta en estas repúblicas, amparándolas con la doctrina de Monroe!

-Como cuando Maximiliano vino como emperador a Méjico, sostenido por las bayonetas francesas -objetó sarcásticamente el alemán.

-O cuando los ingleses se incautaron de las aduanas de Nicaragua -agregó el hondureño.

-O cuando los barcos alemanes bombardearon los puertos de Venezuela -dijo Manuel Delgado, sonriendo maliciosamente.

Anonadado por estos abrumadores cargos, el Secretario de Marina permaneció callado largo rato, como acopiando argumentos para combatirlos, y luego dijo:

-Preciso es confesar que cuando nos constituimos en defensores del Nuevo Mundo contra las pretensiones europeas, no contábamos con fuerzas bastantes para hacer respetar nuestra doctrina.

Hoy es distinto: nuestra flota y nuestro ejército pueden luchar con el mundo entero y ya no es de temer ninguna agresión extranjera. ¿De qué se quejan las cinco insignificantes republiquitas centroamericanas que hace tres años incorporamos a nuestra gran federación? Arruinadas por caciques crueles y odiosos que aplicaron a sus enemigos políticos tormentos medievales; sumidas en los vicios, roídas por las enfermedades, sin caminos, ni agricultura ni Industrias, presentaban el cuadro más desconsolador Y miserable. ¿Las han visitado ustedes en los últimos tres años? Cruzadas por numerosas vías férreas, cubiertas de poblaciones higiénicas en donde reinan la salud y la abundancia, garantizados todos los derechos por un gobierno fuerte y a la vez paternal, los antes míseros pueblos centroamericanos no se cansan de bendecir a la gran nación que con su varita mágica los ha transformado en sociedades civilizadas y dichosas. Hoy todos y cada uno de los ciudadanos se entregan tranquilamente a sus trabajos, sin temer persecuciones ni expoliaciones de salvajes autócratas; los que antes morían de inanición, ahora tienen de sobra para alimentar y educar a su prole, y este milagro lo ha realizado mi país, no en beneficio propio, pues sus vastísimos territorios le proporcionan de sobra cuanto pueda necesitar, sino en beneficio de la humanidad. ¿Qué les falta hoy a estas microscópicas repúblicas?

-Sólo una cosa, Mr. Adams -replicó Roberto Mora, irguiéndose arrogante y con enérgico acento-: la libertad.

-Y ¿qué llamáis vosotros libertad? -contestó el yanqui con no menos calor.

¿El derecho de continuar indefinidamente degollándose unos a otros, de dejar desarrollarse impunemente la criminalidad y el vicio, de suicidarse material y moralmente?

Un chispazo de cólera iluminó las azules pupilas del costarricense; pero dominando su indignación repuso con tono reposado:

-Las naciones como los individuos están sujetas a leyes invariables de crecimiento. Inglaterra fue un país de caníbales, de hombres feroces y no hace aún muchos siglos era teatro de las más espantosas atrocidades. Lo mismo ocurrió en Francia, en Alemania, en todo el mundo vuestra gran República, fundada por ingleses pertenecientes a una época ya muy adelantada, ¿no nos ha dado hace apenas unas cuantas decenas de años, el espectáculo de la guerra civil más odiosa y salvaje que ha presenciado la Historia? ¿Cómo pretender, Mr. Adams, que pobres colonias de ignorantes y oprimidos labriegos llegaran de golpe al pináculo de la civilización? Cada pueblo es libre de realizar sus ideales, '/ nadie puede oponerse a ello, como ningún ciudadano puede aprisionar y castigar a otro so pretexto de que no se ajusta a las leyes de la moral. Si yo me siento feliz de vivir en una choza miserable, casi desnudo y alimentándome de frutas ¿por qué ha de venir un vecino, valido de la fuerza, a incendiar mí rancho, a obligarme a vestir decentemente, y a alimentarme de carne? ¿Con qué derecho habéis vosotros exterminado las tribus indígenas que en otro tiempo vagaban por vuestro inmenso territorio, a aquellos pueblos indios heroicos, admirables, ejemplares soberbios de la raza humana, despreciadores del peligro, que morían riendo a carcajadas en medio de los más espantosos tormentos? Eran ellos los primeros ocupantes del país, sus dueños por derecho natural; vivían felices en medio de sus praderas, cazando bisontes; su resistencia homérica no ha sido cantada por ninguno de vuestros gazmoños poetas. ¿En nombre de quién los aniquilasteis, como los españoles a los pueblos felices y viriles que sojuzgaron? En nombre de la ley suprema del más fuerte, de esa ley que condenasteis cuando Alemania trató de acabar con el poderío de las naciones rivales del Viejo Continente, ley elástica que os permite mostraros como apóstoles de la libertad y del derecho para engañar a los neutrales de la gran contienda europea, y que utilizáis en provecho propio cuando es necesario abrir un canal para monopolizar el comercio de un continente y defender vuestras costas. Os sublevó el atropello de una Bélgica invadida por los alemanes por necesidades militares, y no vacilasteis en desgarrar a Colombia para adueñaros del Canal de Panamá ni en ultrajar a Costa Rica para abrir el de Nicaragua. Estas repúblicas admiraban nuestros progresos y os habrían recibido con los brazos abiertos como poderosos factores de su adelanto: ahora, después de las matanzas de Puntarenas, de Amapala y Acajutla, saben ya a qué atenerse y os combatirán sin tregua, porque desdeñando injustamente a nuestra raza, cuyas buenas cualidades no sabéis apreciar, os empeñáis en hacerla desaparecer de la faz de la tierra. Una alma encendida en el más puro patriotismo es capaz de derribar un imperio: el genio de Bolívar, sin armas, sin recursos, sin pueblos que le secundasen en su grandiosa empresa, arruinó el poderío de una nación que fue durante siglos dueña del mundo.

El Secretario Adams sonrió compasivamente, y cuando su interlocutor guardó silencio, dijo:

-Una pequeña contradicción advierto en su discurso, caballero: que ustedes, enemigos del derecho del más fuerte, lo están ahora ejerciendo, aprisionando contra su voluntad a tres ciudadanos libres.

-No durará mucho su cautiverio -replicó el joven rubio, sacudiendo alegremente su crespa cabellera--: cayeron ustedes incautamente en nuestro cuartel general; y como el enviarlos a tierra habría sido el fracaso de nuestros planes, les privaremos de la libertad, porque queremos que ustedes sean testigos de la caída del águila.

-No me explico ... -murmuró Mr. Adams, mirando sorprendido al joven.

-Es muy sencillo: cinco hombres, pertenecientes a cinco naciones agraviadas por ustedes los norteamericanos, han resuelto dar en tierra con el nuevo imperio, anacrónico e inverosímil. Ciro, Jerjes, Alejandro y Augusto en la antigüedad, y Napoleón y Guillermo en los tiempos modernos, se imaginaron que la dicha de la humanidad estribaba en la sujeción a la autoridad de un solo hombre, especie de padre cariñoso consagrado a la felicidad de sus hijos. Los acontecimientos se encargaron de revelarles que los pueblos tienen derecho -como los individuos- a desenvolver libremente sus energías y a que nadie pueda oprimirlos en nombre del progreso y de la moral política. Nosotros vamos a reducir a polvo el nuevo imperio autocrático formado en el mundo descubierto por Colón, y queremos que ustedes sean' testigos imparciales de nuestra obra humanitaria y salvadora; que ustedes, súbditos de esta nueva autocracia, disfrazada con trajes de principios redentores, asistan al final de la tragedia.

Fanny y su prometido, con las manos entrelazadas miraban obstinadamente al suelo, con expresión resignada; el oficial japonés dirigía sus ojos inexpresivos a la bóveda de la caverna y el salvadoreño y el hondurense aprobaban con significativos movimientos de cabeza las palabras de su jefe y compañero.

-Mañana -prosiguió diciendo el joven rubio- mostraremos a ustedes, nuestros enemigos, todos los secretos de la isla. No es posible proceder con mayor generosidad y franqueza, tratándose de enemigos irreconciliables. Después, ustedes nos acompañarán en nuestras expediciones para que cuando recobren la libertad puedan decir al mundo que los piratas del Coco sólo perseguían el ideal más noble y elevado, el de permitir a todos los pueblos, sin distinción de cultura ni colores, la libertad de acción necesaria para realizar sus destinos.

Y ahora -añadió dirigiéndose a los tres detenidos no tomen a mal que los incomuniquemos de nuevo, validos de la ley del más fuerte. Usted, Mr. Cornfield, volverá a ocupar la celda de anoche, recreando sus ocios con la lectura de los libros que dejamos a su disposición.

Mr. Adams y su distinguida hija se quedarán aquí confiados en que muy pronto podrán saludar y abrazar a sus parientes y amigos de Nueva York y de Washington tan superiores en merecimiento a este humilde servidor.

Levantáronse como movidos .por un resorte los cinco jueces y después de cerrar la verja de la cueva ocupada por Jack, penetraron en la segunda caverna de la derecha.

El Secretario y su hija pasaron casi toda la noche comentando las palabras del ingeniero Mora.

Jack la empleó en leer los numerosos folletos sobre la guerra europea, la mayor parte de los cuales le eran desconocidos. Los había ingleses y franceses, evidentemente parciales, y también alemanes, no menos apasionados; pero de la comparación de unos y otros dedujo el joven marino que la verdad es algo muy difícil de descubrir al través de las brumas del odio. No pudo Jack cerrar los ojos en toda la noche. Terminada la lectura se puso a examinar mentalmente su actual situación y la de sus dos compañeros. Tranquilizado por la actitud benévola de sus carceleros y por la de su presunto rival Roberto, quien durante toda la entrevista no miró una vez siquiera a Fanny, esperaba confiadamente que pronto los pusiesen en libertad o que la poderosa escuadra de su patria viniera a rescatarlos. pero ¿r.ómo aquel puñado de hombres se atrevía a desafiar la cólera de la nación más poderosa que ha sustentado la tierra? ¿Era vana jactancia o realmente los piratas del Coco contaban con medios bastantes para consumar su obra de destrucción? El hundimiento sucesivo de los más formidables acorazados norteamericanos, llevado a cabo a distancias inmensas, ¿no estaba revelando que los enemigos disponían de una flota submarina nunca vista?

El marino trataba de explicarse lo sucedido, sin acertar con la solución. Los grandes barcos eran invulnerables a los torpedos, pues aparatos eléctricos delicadísimos funcionaban automáticamente a la aproximación de una masa de acero y dejaban caer en torno del navío redes protectoras. Los miles de agentes secretos estacionados en toda la costa del Japón y de la América desde San Francisco hasta Panamá, no habían notado nada sospechoso y podían garantizar que en esa misma extensión no había aparecido ningún submarino ni había estaciones inalámbricas.

Durante toda la noche el teniente meditó sobre estos misteriosos problemas, distrayéndose a veces para prestar atención a los ruidos subterráneos que había escuchado la víspera. No parecía sino que debajo del suelo de la isla hubiese colosales fábricas y numerosa población de obreros. Utilizando el espejillo que le dio Fanny, pudo seguir al través de la reja los pasos de los cinco hombres, después que le llevaron a su encierro, y cerciorarse de que en lugar de abrir la verja del túnel central que daba al exterior, habían penetrado en la segunda cueva de la derecha, de la cual no volvieron a salir. Allí, pues, debía de estar la entrada secreta de las instalaciones subterráneas y Jack se propuso encontrarla apenas sus captores le dejaran un instante de libertad. Hacía rato meditaba un plan arriesgado que pensó consultar con el Secretario Adams; y en tal estado de ánimo le sorprendieron los primeros resplandores de la mañana que llegaron hasta su calabozo.