III

NUEVAS SORPRESAS

Para matar el tiempo y distraer sus penas los tres cautivos se pusieron a examinar" las seis habitaciones simétricas, abiertas a ambos lados del pasadizo central, en cuyas paredes encontraron Interesantes letreros y sobre todo uno en inglés que decía, aludiendo sin duda al tesoro enterrado por los piratas: El pájaro voló.

Recorrida el ala izquierda, pasaron a la derecha y al penetrar en la segunda caverna lanzó Fanny un grito de sorpresa. A la entrada de la habitación había dos valijas de cuero, que la joven reconoció al punto, pues eran las mismas en que acomodó sus ropas al .tomar pasaje a bordo del Nicaragua en el puerto de San Francisco de California.

En la tercera cueva encontraron un montón de víveres suficientes para una semana, un jamón, varias conservas, tres panes grandes y una cocinilla de alcohol, con una tetera.

El fondo del pasadizo central era una pared de (oca volcánica, lisa y uniforme; los muros de las cuevas no presentaban solución alguna de continuidad. ¿Cómo, pues, habían aparecido allí esos objetos?

-Poco corteses son nuestros carceleros -dijo el Secretario con amarga sonrisa-; podían habernos dejado a Jack y a mí siquiera una muda de ropa.

-¡Aquí está! -gritó de repente Miss Adams, que había abierto sus valijas y registrado su contenido-. Dos vestidos interiores tuyos, papá, y dos de Jack.

Los prisioneros no volvían en sí de su sorpresa. ¿Quién había tenido la previsión de salvar de la catástrofe el equipaje de Fanny y de poner en él ropas de los dos hombres? ¿Había, pues, a bordo un cómplice de los que habían volado el acorazado? ¿Cómo se había escapado antes de la explosión y en qué lugar de la isla se había refugiado?

Los prisioneros pasaron el resto del día discutiendo esos problemas al parecer insolubles; y como entre los víveres encontraron un paquete de velas de estearina y otro de fósforos, pudieron distraer sus contristados ánimos oyendo la lectura de una novela de las muchas que Fanny guardaba en su saco de viaje.

Antes de acostarse, el Secretario Adams dijo filosóficamente:

-Nuestros carceleros no parecen mal dispuestos contra nosotros, a juzgar por las atenciones que nos han prodigado. Soportemos con paciencia nuestro cautiverio y esperemos que los navíos de nuestra Gran República vengan a devolvernos la libertad. No hay mal que dure cien años. ¿A qué afligirse? Si la suerte nos reserva trágico fin, resignémonos a él y muramos por servir a nuestra patria y a la causa de la civilización.

Estas palabras confortaron el decaído ánimo de los dos jóvenes y todos gozaron esa noche de un sueño no interrumpido y reparador. Ocupaban como antes la primera caverna de la izquierda, oreada toda la noche por la brisa marina e iluminada durante algunas horas por la luz de la luna.

Cuando abrieron los ojos, cegados por los resplandores de la mañana, los tres se incorporaron como movidos por un resorte. Ante ellos estaba de pie un joven de melena rubia y ensortijada, ojos azules, cuerpo esbelto y alto, vestido de kaki con polainas de color leonado, un latiguillo en la mano y revólver a la cintura.

Los contemplaba maliciosamente, mientras una enigmática sonrisa se dibujaba bajo su bigotillo blondo y retorcido.

Fanny le contempló con los ojos desmesuradamente abiertos y de pronto gritó:

-¡Rafael!

-No es ese mi nombre -respondió tranquilamente el joven- aunque lo usé hace cinco años en Washington.

Porque ha de saber usted -añadió dirigiéndose a Mr. Adams- que cuando estuve en la capital de la Gran República, hice la corte a su simpática hija. No se enfade Ud., caballero -prosiguió, haciendo amistoso ademán a Jack, que miraba a su prometida con gesto interrogativo y desconfiado. Ella recibió al principio con deferencia mis obsequios; pero cuando se enteró de mi nacionalidad me dio un portazo, pareciéndole sin duda degradante el conceder su blanca mano a un individuo perteneciente a una raza degenerada cuya destrucción estaba decretada oficialmente. Mejor que fuera así; porque si esta señorita hubiese consentido en ser mi esposa ¿cuál habría sido nuestra posición cuando dos años después sus paisanos se apoderaron de mi patria?

Hablaba el desconocido en castellano, idioma que los tres prisioneros conocían perfectamente. Cuando calló. acercóse a él Mr. Adams y dijo:

-Caballero ¿puede Ud. decirme en poder de quién estamos y con qué derecho se nos priva de la libertad? -No puedo responder por ahora a su primera pregunta: en cuanto a la segunda, le diré que con el mismo derecho que ustedes emplearon para cogerse a Centro América: con el derecho del más fuerte.

Y ahora, señores, tengo que dar a Uds. una mala noticia. Es preciso separarse. Ud., Mr. Adarns, permanecerá con su hija en el cuarto número 3 izquierda; usted, Mr. Cornfield, pasará al número 2. Siento que no pueda conversar con su prometida, pues la pared de roca tiene más de cuatro metros de espesor. No se aflija usted: el encierro durará apenas uno o dos días. Nuestras habitaciones están provistas de lo más indispensable. Voy a enseñárselas. Sírvanse seguirme.

Dirigióse a la tercera cueva y en el fondo de ella oprimió un botón diminuto, perfectamente disimulado, y al punto se abrió una portezuela que dejó al descubierto una especie de alacena profunda en la cual había ropa de cama, víveres y un cántaro de agua.

-Usted encontrará en su habitación una alacena semejante -añadió volviéndose a Jack-. Hay también velas, fósforos y algunos libros. ¡Lástima que entre ellos no esté la Odisea!

¿No hallan ustedes gran semejanza entre su situación y la de Ulises en la caverna de Polifemo? Sólo que aquí no hay ogros, sino personas dispuestas a hacerles lo menos posible pesado su cautiverio.

El Secretario, con el entrecejo fruncido, no replicó palabra. Jack le estrechó la mano en señal de despedida ~ acercándose a Fanny le dijo en voz baja:

-Préstame tu espejito de bolsillo.

Ella, con los ojos llenos de lágrimas, le miro sorprendida y le entregó con disimulo lo que él pedía, al cambiar un fuerte apretón de manos.

El desconocido hizo entrar al teniente en la segunda gruta y él permaneció en el pasadizo central, inmóvil, enfrente del marino. De pronto se oyó un ligero chirrido y dos fuertes rejas, semejantes a la que cerraba la salida principal de la caverna, emergieron de la roca y taparon la entrada de los dos calabozos.

El desconocido se dirigió al segundo cuarto del ala derecha y no volvió a salir. Si las aberturas de las tres habitaciones de la izquierda hubiesen coincidido respectivamente con las del costado derecho, habría podido ver Jack todas las maniobras del joven rubio, el cual, abriendo una portezuela semejante a la de las alacenas de los calabozos, desapareció al través del boquete que se cerró inmediatamente.

Trabajo le costó a Jack dar a tientas con el botón de su armario, pues la luz era escasa en las cuevas; así que lo consiguió fue menester encender una bujía para distraerse leyendo.

Había en la alacena varios libros en inglés y en alemán, relativos casi todos a la gran guerra europea.

Miró el teniendo su situación con la flema característica de su raza, tranquilizado por las maneras corteses del rubio carcelero; mas una serie de problemas que se presentaron sucesivamente a su consideración le impidió distraerse con la lectura y al fin tirando el libro, se quedó meditabundo.

¿Cómo había llegado a la isla el equipaje de Fanny, si del Nicaragua no había quedado el menor vestigio?

¿Quién puso dentro de las valijas alguna ropa del padre y del prometido de la joven? ¿De dónde provenía aquella extraña columna de humo bronceado que envolvió el navío, si los explosivos del acorazado no producían humo alguno? ¿Por qué el empeño del desconocido en ponerle a él en calabozo aparte? ¿Qué significaban aquellos misteriosos ruidos subterráneos, como resoplidos de fragua y martillazos lejanos que no cesaron en toda la noche?

Tendido sobre la manta que le servía de colchón, con la cabeza descansando sobre una almohada de hule llena de aire, estuvo Jack rumiando estos pensamientos hasta después de media noche, hora en que comenzó a sentir un sopor irresistible. En ese momento dos sombras, deslizándose por el pasadizo central, colocaron un objeto pequeño en la puerta del calabozo del teniente. Diez minutos más tarde la verja desapareció en la pared granítica y las dos sombras penetraron en la cueva ocupada por el marino, al cual registraron.

Ya muy entrado el día despertó Jack y al incorporarse experimentó un dolor agudo en las sienes. Apuró un vaso de agua, y sintiéndose mejor, dio algunos paseos por su amplio encierro. Metió la mano en el bolsillo interior de su blanca guerrera y extrajo algunos papeles que revisó cuidadosamente. De pronto palideció y volvió a examinar ansioso uno por uno los documentos de su cartera.

Era Jack auxiliar del telegrafista del Nicaragua y tenía en, su poder la clave secreta para las comunicaciones con los demás barcos de la poderosa escuadra y con las autoridades navales y militares de los Estados Unidos. La víspera había guardado cuidadosamente la clave en su cartera, estaba perfectamente seguro de ello; ahora estaban allí todos los papeles, menos ése.

-¡Me lo han robado! -murmuró con desaliento- Pero, ¿cómo, cuándo?

Meneó desconsolado la cabeza y se quedó pensativo largo rato.

Súbitamente resplandeció en su rostro la alegría de quien descifra un enigma y recorrió el calabozo a grandes pasos.

A mediodía se descorrió la verja y el joven rubio apareció en el umbral de la cueva.

-Buenos días, Mr. Cornfield. ¿Durmió usted bien?

-Demasiado -replicó Jack-. Durante mi sueño me robaron algunos papeles.

-¡Cuánto lo siento! -respondió el rubio con burlona sonrisa-. Pero eso hace poco honor a la perspicacia y vigilancia que se atribuyen a los ciudadanos yanquis. -Toda vigilancia es poca cuando los enemigos se valen de infernales drogas para adormecer a sus víctimas.

No contestó nada el desconocido, y sonriendo enigmáticamente, dijo:

-Mr. Cornfield, hoy permanecerá usted encerrado en este cuarto; pero mañana podrá conversar libremente con sus compañeros de cautiverio.

Jack no replicó palabra; mas observando que su captor, después de correr el rastrillo del calabozo se dirigía a la boca del túnel central, sacó por entre dos barrotes el espejito de Fanny y así pudo espiar todos los movimientos del joven rubio. El cual en cuclillas pasó la mano por la pared - izquierda, a pocas pulgadas del suelo, y la verja principal desapareció lentamente en el muro de granito, cerrándose de nuevo apenas salió el misterioso personaje.

Lanzó el americano un suspiro de satisfacción. Gracias a su ardid acababa de descubrir la manera de salir de la caverna apenas lograse franquear la puerta de su calabozo.

Al atardecer se abrió la verja y Jack pudo reunirse con sus dos compañeros de prisión. Así que hubo departido largo rato con su amada, llevó al Secretario a un ángulo de la cueva y le refirió la desaparición de la clave telegráfica.

-¿Está usted seguro de que la tenía en el bolsillo? -preguntó Mr. Adams, mirándole severamente.

-Segurísimo. Es un documento de tal importancia, que antes de acostarme me cercioré de que efectivamente estaba en mi cartera.

-Debió usted haberla destruido.

-No la sabía de memoria y pensé que podría servimos más adelante.

-Hizo usted muy mal. Su imprudencia va a producir -estoy seguro- nuevas y más espantosas desgracias.

-Excelencia!

-No se aflija usted, Mr. Cornfield. Confiemos en el incontrastable poder de nuestra amada patria que tarde o temprano vendrá a redimirnos o a vengarnos.

Interrogó Jack a su futuro suegro sobre los ruidos subterráneos que había percibido durante la noche.

-En efecto -replicó Mr. Albert-: esta isla está minada y debe de haber talleres o algo así en el corazón del cerro. Anoche casi no pegué los ojos, haciendo conjeturas. Si no me equivoco, estoy en vísperas de resolver el enigma.

¿Sabe usted para qué sirve la línea férrea de vía angosta que observamos la tarde de nuestra llegada? -No tengo la menor idea.

-Tal vez se ha escapado a su penetración que la isla sólo puede ser abordada por la costa oriental, de manera que si los moradores de ella quisiesen establecer una estación radiotelegráfica no la instalarían de este lado, sino del occidental. ¿No es verdad?

-Evidentemente.

-Pues bien, los piratas que nos han apresado tienen hacia aquel lado una instalación inalámbrica y la clave que anoche le sustrajeron a usted, después de adormecerle con un activo narcótico, les servirá para dar órdenes en mi nombre y arruinar nuestro poderío marítimo. ¡Dios salve a nuestra patria!

-¡Mr. Adams!

-Sí, nuestros enemigos son más temibles de lo que al principio me imaginé. Esperemos resignados el desarrollo de los acontecimientos, y si al cabo hemos de sucumbir, recibamos nuestra sentencia con la frente alta y el ánimo sereno, como ciudadanos de la República más libre y civilizada que han contemplado los siglos.

Mientras los dos hombres sostenían aparte la anterior conversación, Fanny de rodillas en un rincón de la caverna oraba fervorosamente.

Confortada por sus plegarias se levantó y acercándose a su padre se abrazó a él mimosamente, diciéndole con voz dulce y firme:

-Estoy segura, papá, de que pronto saldremos de aquí y que nuestros valientes marinos vendrán a rescatarnos y él castigar a nuestros infames carceleros.

No bien hubo pronunciado Fanny estas palabras, cuando resonó en el túnel central una carcajada estentórea que les heló la sangre.

Lanzáronse los tres al pasadizo y no vieron a nadie.

A la luz del crepúsculo registraron sucesivamente las seis cuevas y no hallaron persona alguna.

Presa de insólita agitación nerviosa, trasladó Jack sus ropas de cama al aposento de sus compañeros y los tres pasaron largas horas conversando y leyendo, con el presentimiento de que el día siguiente les reservaba nuevas y emocionantes sorpresas.

En efecto, cuando penetraron en la caverna los resplandores y el calor del sol, los cautivos despertaron casi a un tiempo y vieron en el umbral de la gruta al joven rubio, siempre vestido de kaki y con el latiguillo en la diestra.

-Buenos días, señores -dijo con sardónica sonrisa-o Perdonen ustedes que tan temprano venga a importunarles; pero hoy a mediodía desean mis camaradas celebrar con ustedes una conferencia, y como será un poco larga, recomiendo a ustedes que se desayunen antes.

Luego, sin esperar respuesta, se alejó golpeándose con el latiguillo las polainas.

Mr. Adams se encogió de hombros y luego tanto él como sus dos jóvenes compañeros procedieron al aseo matinal, sin cruzar palabra.

Cortaron enseguida algunas rebanadas de jamón y abrieron una lata de melocotones, rociados con el agua cristalina, aunque algo tibia, del cántaro; y satisfecho su apetito se sentaron en los bancos de madera adosados a las paredes de (a cueva, y cambiaron interrogativas miradas, consultando de cuando en cuando sus relojes de bolsillo.

Fanny había enflaquecido algo y el suave color sonrosado de sus mejillas se había marchitado. Ante su padre quería aparecer resignada y valerosa; pero a duras penas, disimulaba su inquietud, temerosa de que aquel joven rubio a quien ella desdeñó años atrás, quisiera vengarse sometiéndola a crueles humillaciones. Muy diversos eran los sentimientos que agitaban el pecho de su padre, a cuya perspicacia no se escapaba todo el alcance político de su estupenda aventura, y cuya reserva, extremada por su larga carrera diplomática, le había impedido abrir su corazón a su futuro yerno.

A las doce en punto resonaron pasos en el corredor y los prisioneros volvieron sus ojos a la entrada de la gruta, con expresión de viva curiosidad.