I

SANDPOINT

El firmamento, como gigantesco fanal de cristal azul colocado sobre el mar, comenzaba a palidecer hacia el levante y a teñirse de ese suave rosicler que recuerda las mejillas de una niña de quince abriles. El océano simulaba un lecho de brillantes esmeraldas levemente rizado por la brisa, y a los primeros rayos del sol naciente las crestas de sus ondas parecían acribilladas por millones de saetas de oro. Del lado de la tierra se dibujaba en elegante curva la línea gris de la playa que se dilata desde la Chacarita hasta la Punta; y paralela a ella, la nívea raya de las olas que iban a morir estruendosamente en la arena. Al Norte cerraban el cuadro filas de montañas de color azul lechoso, única nota melancólica del paisaje, pues sus nieblas, las selvas impenetrables que las cubren y sus agrestes picachos no hollados por la planta del explorador, traen a la mente la imagen de algo salvaje, hirsuto y amenazante, miasmas mortíferos de ciénagas, miradas de venenosos reptiles en acecho debajo de la maleza, millares de bestias feroces, indios indómitos ocultos detrás de los árboles con la flecha en el arco; algo, en fin, vago e indefinible que recuerda al hombre que si en las gastadas tierras europeas ha logrado dominar a la Naturaleza, en las americanas ella se impone a nuestra pequeñez con Incontrastable Imperio.

La ciudad recostada en un fondo de verdura comenzaba a dar señales de vida: elevábanse de las chimeneas espirales de humo, oíanse silbatos de fábricas y pitazos de máquinas y como juguetes diminutos veíanse deslizarse los trenes a lo largo de la costa. Grande animación reinaba en el muelle que en línea recta penetra en el mar algo más de media milla, símbolo de la voluntad humana que se adueña de los más rebeldes elementos. Oíase el rechinar de las grúas, los resoplidos del vapor y el traqueteo de las gasolinas; y las velas de las barcas pescadoras se inflaban, salpicando de manchas blancas la verdosa llanura del océano.

Lejos del muelle se columpiaban perezosamente los tres monstruosos acorazados como ballenas dormidas, blancos, monótonos, con esa majestad que da la fuerza y esa tranquilidad de los leones en reposo. Los colosales cañones gemelos de sus torres blindadas relucían como espadas bruñidas; y en las cofas, erizadas de ametralladoras, chispeaban los lentes de los telescopios que registraban el horizonte.

Desde el extremo del muelle podían leerse a simple vista los nombres de los barcos, estampados en grandes letras de oro en la proa: Nicaragua, Puerto Rico, Haití.

En el tope de sus mástiles de acero ondeaba el -pabellón estrellado; y el Nicaragua, que era el más poderoso, ostentaba la insignia del almirante. Su puente blindado brillaba como un espejo, reflejando la imagen de los oficiales que se paseaban tomando el fresco y de los marineros y soldados que acudían a los diversos menesteres que les estaban encomendados. Poco después de las siete surgieron de una escotilla dos personas: la que apareció primero era una joven como de veinte años, alta y esbelta, de rostro simpático y rebosante de salud, labios finos y apretados, reveladores de resolución y energía, grandes ojos negros y abundante cabellera del mismo color, recogida bajo una gorra escocesa. La seguía un caballero de unos sesenta años, alto y musculoso, rasurado con esmero, con traje de dril blanco, sombrero de paja, una larga pipa alemana en la boca y unos gemelos en la diestra. El respetuoso saludo de oficiales y marineros indicaba que ambos eran personas de calidad. Pusiéronse de codos en la borda y con los gemelos inspeccionaron la costa, cambiando impresiones en voz baja. Era domingo y sobre los principales edificios trapeaban las banderas norteamericanas. No se oía como antaño el alegre repiqueteo de las campanas que tañían a misa, porque el templo católico de Sandpoint, la antigua Puntarenas, estaba cerrado por falta de fieles, pues casi todos los vecinos habían abrazado la religión protestante.

Sucesivamente se desprendieron del muelle varias lanchas de gasolina, encabezadas por la falúa de la capitanía del puerto que venía a practicar la visita reglamentaria a los tres barcos fondeados la noche anterior. Cuando atracaron al costado del Nicaragua, irguióse el viejo y, dejando los gemelos a su linda compañera, adoptó la actitud de los altos personajes oficiales en las recepciones; el cuerpo erecto, el rostro grave y el entrecejo fruncido. Conforme iban saltando al puente desde la escala de estribor los empleados del puerto se apresuraban a ir a saludar al caballero de los gemelos a cuyo lado estaban el comandante del acorazado y un grupo de oficiales de marina; y por las cortesías y por la expresión obsequiosa y humilde de todos se traslucía que debía de ser conspicuo dignatario.

De la segunda lancha subió un hombre gigantesco y rubicundo, con uniforme galoneado, a quien el viejo estrechó cordialmente la mano diciéndole sonriente:

-Hola, Simpson, ¿nada nuevo?

-No, señor Ministro.

-Estricta vigilancia, ¿eh?

-He cumplido al pie de la letra las órdenes de Vuestra Excelencia. Desde este puerto hasta la bahía de Salinas no hay una pulgada de tierra que no esté vigilada. De trecho en trecho hay puestos militares, las patrullas recorren día y noche la costa y cien gasolinas cruzan sin cesar de un punto a otro de tal suerte que puedo responder con mi cabeza de que nadie ha entrado ni salido sin mi consentimiento.

Habíanse separado algunos pasos del grupo y conversaban en voz baja.

-¡Es extraño, extraño! -murmuró para sí el Ministro.

-Lo único anormal -prosiguió el coloso, después de enjugarse la frente con el pañuelo-, es que nuestros aparatos radiotelegráficos han interceptado varios despachos ininteligibles, escritos sin duda en clave y con palabras que no pertenecen a ninguno de los idiomas conocidos.

Levantó el Ministro su afilada nariz y entornando los penetrantes ojillos en señal de profunda curiosidad, repuso después de corto silencio:

-¿Tiene Ud. copia de alguno de esos misteriosos despachos?

-Aquí están todos -respondió Simpson, sacando del bolsillo unos papeles.

Examinólos cuidadosamente el Ministro, y a cada lectura movía impaciente la cabeza.

-¡Extraño, extraño! -murmuró-. Desde Panamá hasta la frontera de Méjico no hay, no puede haber estación alguna. ¡Extraño!

Mientras los dos hombres mantenían esta conversación, habíase acercado a la señorita -que aún permanecía en la borda, asestando los gemelos a tierra- un apuesto teniente de navío, rubio y hermoso, de miembros bien proporcionados como los de aquellos que desde su niñez se han consagrado a los deportes. Ambos entablaron animado coloquio, por el cual era fácil colegir que entre los dos mediaban lazos más fuertes que los de la simple amistad.

-Me dicen que vas a pasar dos o tres días en la capital de la colonia. ¿Es cierto, Fanny?

-Sí, hace poco me lo anunció papá y ahí están nuestras valijas -añadió señalando unas apiladas cerca de la escala de estribor.

-Pero tú vendrás con nosotros, ¿no es cierto?

-No, yeso es lo que me contraría. El comandante me ha ordenado que vaya mañana a una exploración hasta Tivives. ¡Con que ya ves! ...

-Papá conseguirá que te releven de esa tarea. Si no nos acompañas, me quedo a bordo.

Los ojos del gallardo mancebo brillaron de satisfacción y acercándose más a la joven prosiguió:

-Querida Fanny, cuando supe que habías obtenido de tu papá que se embarcase en este navío en el cual sirvo, te bendije una y mil veces, pues así podríamos estar juntos algunas semanas mientras llega el anhelado plazo de nuestra boda. ¡Qué breves se me han hecho los días transcurridos desde que zarpamos de San Francisco! Tu papá quiso examinar por sí mismo todas las radas, ancones, fondeaderos e islotes de la costa y yo rogaba a Dios que le deparase algo extraño en que entretenerse para que nosotros pudiésemos prolongar nuestras conversaciones a la luz de la luna, en los escasos ratos que me dejaba libre el servicio.

Iba a replicar Fanny cuando se acercó a ella su padre, diciéndole:

-Vamos a tierra. El expreso para la capital está listo.

-Henry vendrá con nosotros. ¿Verdad, papá?

Fijó el Ministro sus ojos aquilinos en el joven, que bajó los suyos atemorizado.

-Henry no depende más que del comandante.

-Pero tú puedes conseguirle licencia.

Frunció el Ministro sus pobladas cejas y sin decir palabra llamó aparte al comandante del barco". Media hora después el Ministro de Marina de los Estados Unidos, Mr. Albert Adams, su encantadora hija Fanny y su prometido Jack Cornfield, cómodamente recostados en los cojines de una gasolina, atracaban al muelle de Puntarenas, en donde la banda marcial criolla recibió a los ilustres huéspedes con el himno norteamericano.

No pudo el Secretario Adams ocultar su sorpresa a recorrer las calles del puerto que él había visitado quince años antes como jefe de un crucero, al notar el asombroso cambio que en la ciudad se había operado: las calles arenosas que los transeuntes atravesaban a duras penas, estaban ahora cuidadosamente macadamizadas y desaguadas por amplias alcantarillas; los patios, en otro tiempo depósitos de inmundicias, se habían convertido en amenos jardines merced a la tierra vegetal traída desde muy lejos; habían desaparecido las casuchas infectas de los suburbios y en su lugar se levantaban habitaciones bien soleadas y blanqueadas; el Estero dragado recibía centenares de barcos mercantes que atracaban directamente a un malecón de mampostería de más de un kilómetro de longitud; tranvías eléctricos recorrían las avenidas principales; la cañería y el alumbrado eran inmejorables; la boca de la Barranca, antiguo foco de fiebres, se había transformado en elegante balneario provisto de todas las comodidades de los más celebrados del viejo continente; en suma, la población miserable de antaño, tocada por la varita de oro del yanqui, era ya uno de los mejores y más higiénicos puertos del mundo.

Creció de punto la admiración del Ministro de Marina cuando instalado en lujoso coche recorrió en hora y media las veinticinco leguas que separan a Puntarenas de San José; la vía esmeradamente balastada se deslizaba enfrente de la roca de Carballo por un tajamar construido a cincuenta metros de la orilla, de manera que a la vez que evitaba el peligro de los desprendimientos de moles de piedra, permitía admirar el promontorio en toda su magnificencia. A un lado y otro de la línea se sucedían campos de trigo, de arroz y de maíz, viviendas pintorescas a cuyas puertas salían para ver pasar los trenes, no individuos paliduchos y mugrientos, roídos por la malaria y la miseria, sino trabajadores fornidos y de aspecto satisfecho.

De trecho en trecho un molino, un aserradero o un hato de ganado cortaban la monotonía de los cultivos; y todo el país parecía respirar salud, bienestar y alegría de vivir.

Mr. Adams lo contemplaba todo con íntima fruición, pensando que aquella prodigiosa transformación era obra de sus compatriotas, mientras en un ángulo del vagón su hija y su prometido, sin preocuparse del paisaje ni de sus bellezas, mataban el tiempo en delicioso palique amoroso.

La capital fue otra nueva sorpresa para el señor Secretario de Marina de los Estados Unidos. En lugar del desvencijado carruaje que quince años atrás lo condujo a un hotel incómodo y caro, una docena de lujosos automóviles le llevaron a él y a su comitiva en cinco minutos a, la residencia del gobernador de la colonia, quien en compañía de los principales empleados le había dado la bienvenida en la estación, mientras un regimiento de infantería criolla con uniforme de gala hacía los honores al ilustre huésped. La traviesa Fanny no dejó de hacer comentarios chistosos sobre el aire tan poco marcial de los soldados ticos, a quienes el calzado torturaba de modo indecible. Las calles perfectamente asfaltadas parecían espejos cuando las mojaba la lluvia todas las Gasas aun las más humildes, estaban recién pintadas; los carros del tranvía desinfectados. los carruajes flamantes, tirados por caballos rollizos; en las carnicerías, con sus mostradores de mármol, no se veía ni una mosca: ni polvo, ni lodo, ni mosquitos, ni ratas, ni mendigos, ni vagos, ni tabernas!

Lo que más admiró al Secretario fue el no ver gentes descalzas; cuando hizo esta observación al Gobernador de la colonia, MI'. John Taylor, sentado a su lado en el automóvil, el general sonrió y replicó:

-¡Oh! encontramos un medio muy sencillo para corregir esa falta de cultura. Dispuse que no se admitiese en los trenes, tranvías ni templos a personas descalzas. Muchos reacios prefirieron viajar a pie; pero cuando les impedí entrar descalzos en sus templos, no tuvieron más remedio que comprarse calzado. Esta medida los obligó a trabajar más y a beber menos. ¡Son tan ignorantes y fanáticos!

-Pero nuestras leyes prohíben en absoluto las bebidas espirituosas.

-Es verdad; pero creo que toda la policía de nuestra poderosa nación sería incapaz para impedir que esta gente fabrique de modo clandestino sus bebidas alcohólicas.

-Mejor que sea así, Taylor. Es preciso que esta raza degenerada desaparezca Y deje el lugar a una más digna de aprovechar las riquezas de la tierra. Cuanto más beban, mejor.




La suntuosa mansión del Gobernador, situada enfrente de la Fábrica Nacional de Licores, convertida a la sazón en Fábrica de Tejidos, hospedó al ilustre Secretario Adams, a su bella hija y a su futuro yerno. Partidas de lawn tennis, garden parties, excursiones y bailes contribuyeron a amenizar la estada de los distinguidos huéspedes en los tres días que permanecieron en San José, capital de la colonia. En la noche que precedió a su partida les fue ofrecido un regio banquete al cual concurrieron, además de la plana oficial, multitud de criollos que se habían adaptado a las costumbres y habla yanquis y aceptado sin protesta la dominación extranjera. No dejó de notar el señor Ministro que la masa de la población, particularmente la clase artesana, mostraba una actitud abiertamente hostil; y por el gobernador supo que habían ocurrido frecuentes hechos de sangre, realizados por los nativos contra ciudadanos de la Unión, severamente castigados con la silla eléctrica, que no infundía al parecer, gran temor a los autores de los crímenes.

Celebróse el banquete en el hotel Lincoln, el más lujoso de la capital; y preciso es confesar que el servicio superó con mucho al de los mejores de Nueva York. El Secretario Adams tenía a su lado al Gobernador Taylor; y cuando la comida tocaba a su fin, presentóse un camarero con un despacho telegráfico para el señor Ministro. Al leerlo Mr. Adams palideció y lo pasó a su vecino, quien a su vez dio muestras de la más profunda sorpresa. Miráronse largo rato y luego el general Taylor dijo en voz baja:

-Esto es inconcebible. ¡Seis acorazados en menos de dos meses!

-Sí -dijo el Ministro de Marina-; sucesivamente han desaparecido el Panamá, el California, el Balboa, el Washington, el Mackinley y ahora el México, nuestros más poderosos barcos, del tipo más moderno y provistos de todos los medios imaginables de defensa: redes contra torpedos, aparatos que anuncian la aproximación de barcos submarinos, telégrafos inalámbricos que en medio minuto pueden avisar al mundo entero la localización del buque en peligro. Y sin embargo, esas seis poderosas unidades han desaparecido sin dejar huella y sin que sea posible fijar el lugar del siniestro. Lo extraño es que los seis acorazados salieron de nuestra estación de San Francisco y que del lado del Atlántico no ha ocurrido novedad alguna.

-El Japón entonces ...

-Así lo sospeché desde el principio; pero es tal nuestro espionaje en el Imperio del Sol Naciente, que ninguno de sus doscientos submarinos puede ejecutar evolución alguna sin que nuestros agentes no lo comuniquen enseguida. Puedo asegurar que ninguna de esas naves ha abandonado las aguas japonesas.

-Pero entonces ...

-No me explico la desaparición de nuestros barcos; un ataque submarino es imposible, pues como dije a Ud. antes, están provistos de todos los medios de defensa imaginables. Además, uno de los acorazados desapareció dos días después de haber zarpado de San Francisco, otro cuatro días más tarde; el tercero salió de Mazatlán cinco días después y no se ha vuelto a saber de él; el cuarto, de San José de Guatemala; el quinto, de Acajutla; y finalmente el México, que partió de Amapala hace cuatro días, no ha llegado a Corinto. Lo particular del caso es que navegando a corta distancia de la costa, la explosión que hubiera causado el hundimiento de nuestros barcos se habría oído a larga distancia, y ni nuestros puestos militares de la costa oyeron nada, ni nuestros aparatos inalámbricos recibieron despacho alguno.

Quedóse pensativo largo rato el Secretario Adams y de pronto dijo:

-Mi querido Taylor: el general Simpson, comandante de Sandpoint, me facilitó algunos despachos interceptados e indescifrables que a mi ver tienen conexiones con este asunto. Para mí es claro que se trama algo contra nuestra Gran República. ¿Por quién? No lo sé. ¿Dónde? Lo ignoro. Desde San Francisco hasta Panamá la costa está perfectamente vigilada y puedo garantizar que ni México ni el Japón tienen participación directa en la desaparición de nuestras poderosas unidades de combate. Este misterio me Impulsó a inspeccionar por mí mismo nuestras costas del Pacífico y confieso que en mi viaje no he tenido contratiempo alguno ni motivo de queja y que todo lo he encontrado en perfecto orden.

Ayer mi hija Fanny me expuso su deseo de hacer una visita a la isla del Coco. tan interesante por las leyendas de tesoros enterrados allí por los piratas; y tal deseo me pareció providencial, pues si alguna estación inalámbrica pueda existir por estos parajes, solo habría de hallarse en una isla deshabitada, a más de cien leguas de la costa, no visitada por los vapores que recorren las líneas del Pacífico. Mañana en la tarde partiremos y no dejaré de enviar radiogramas sobre todo lo que allí se encuentre.

Los acorazados Haití y Puerto Rico permanecerán en Sandpoint, listos para zarpar al primer aviso. Mi hija se propone explorar toda la isla y hacer excavaciones en los lugares en que probablemente se encuentren objetos antiguos. Esteremos allí un par de días nada más.

-¿No sería más prudente que os escoltasen los otros dos acorazados?

-No es necesario. Su presencia en el puerto es indispensable para imponer respeto a los nativos que aún se niegan a reconocer nuestra dominación.

Ajenos a todos los asuntos políticos y diplomáticos. los dos enamorados -Fanny y Jack- casi no probaron los exquisitos manjares, atentos sólo al amoroso diálogo que sostenían a media voz. Un año más tarde serían marido y mujer, él obtendría su retiro definitivo, gracias a la influencia de su ilustre suegro, y su cuantiosa herencia paterna le permitiría adquirir extensas propiedades en el Estado de Texas, en donde era su intención dedicarse a la agricultura y pasar el resto de su vida consagrado a las faenas campestres, que proporcionan salud, riqueza y tranquilidad de ánimo.

Esa misma noche, a las once, un tren expreso condujo a los distinguidos huéspedes al puerto en donde los esperaba una gasolina para llevarlos a descansar a bordo del poderoso acorazado Nicaragua.