Jesús Dapena Botero (Desde Vilagarcía de Arousa, España. Especial para ARGENPRESS CULTURAL)

Sobre fernando vallejo

Muy bella la carátula de “El fuego secreto” de Fernando Vallejo, escritor, quien no es muy de mi gusto dado su amargo cinismo, a pesar de que en lo formal no dejo de admirar el excelente manejo de la forma escrita, más allá de lo que para mí resulta una ideología reprochable, especialmente cuando pone en boca de Alex, el goce de matar a un niño de la calle, porque se rebela ante la autoridad, quizás abusiva de un policía, lo que para Alex resulta un loable exterminio de una raza infecta, para que no pululen los niños en el mundo, como si el escritor colombiano fuera una suerte de Layo o Rey Herodes, que dictamina sobre el destino individual y colectivo de los otros.

No dejo de reconocer que esa imagen, evocadora de la pintura de Ramírez, y el título de la obra resultan seductores.

Al menos, para un crítico de la seriedad de Alberto Aguirre, el libro deviene alucinante, como un desafío y a la vez una bofetada, producto del desgarramiento que Vallejo sufre al escribir, que logra transmitirnos a los lectores, en la onda que Nicolás Suescún advierte como la más violenta andanada contra Colombia, como un emocionado grito de independencia, rebeldía y amor, por parte del autor. Un libro para Claude Michel Cluny de disonancias deslumbrantes, evocadoras de los Cantos de Maldoror y una deificación de la adolescencia, con una prosa de bellezas sombrías, en medio de un barroco deslumbrante, desmesurado y blasfemo, , para otros críticos, visto con una mirada lúcida, sobre el delirio de un país al borde del abismo.

La novela fue publicada en México, en 1987, una historia sobre homosexuales, que se inicia de una manera excelente con la descripción de la Marquesa de Yolombó, la cual, esta vez de ser la gran dama de Tomás Carrasquilla, es un gay, portavoz del irritante cotilleo, que siempre he registrado en las obras que he leído de Fernando Vallejo, quien pareciera no querer dejar títere con cabeza, sin que yo me pretenda un Tartufo, ya que no es lo amoroso lo que criticó en él, sino lo letal, lo venenoso, que destila en sus palabras y planteamientos, hacia quien no puedo dejar de sentir una profunda ambivalencia, porque lo admiro por el magnífico manejo del lenguaje; pero, lo abomino por su maledicencia.

Sin duda, que estoy de acuerdo con él, con lo de las libertades sexuales, aunque él mismo pareciera denigrar a algunos de sus personajes gays, con palabras disonantes.

También acordaría con él en eso de la ruindad de clase política, máxime en el momento que la corrupción ha alcanzado cotas inverosímiles, en especial en la España contemporánea, donde se peca, se reza y se empata, en un mundo humano, que parece adentrarse hacia un punto de no retorno.

Comparto con Vallejo, la ciudad natal, el amor al cine, no sólo desde mi juventud, sino desde mi infancia, fascinado desde los tres años, con el invento de los hermanos Lumière; eso sí, sin que me hiera en mi amor propio ni el paso del tiempo ni el destino final de la muerte personal, puesto que en ello, soy bastante heideggeriano, plenamente consciente de que somos seres-para-la-muerte, puesto que tampoco estoy cargado del resentimiento interior, que deja traslucir a lo largo de su obra, manifiesta en ideas atroces y sinuosas, que no me causan la más mínima gracia, porque quizás lo que más me molesta su provocación incesante.

Tampoco, aunque también viva en el extranjero, reniego de Colombia, a la que considero como una totalidad, capaz de albergar el bien y el mal, propios de la condición humana, sin idealizaciones, ni denigraciones, a pesar de que el país haya sido ensangrentado por la guerra contra las drogas, lo que ha llevado a una pululante delincuencia y, eso, que al escritor no le tocó vivir los espantosos días de la Guerra Sucia, de finales de la década de mil novecientos ochenta y principios de la siguiente.

Si tengo la doble nacionalidad, colombiana y española, es por legítimo derecho, lo que me parece que me permite integrar dentro de mí, mi identidad iberoamericana, sin que sienta mi alma rota, ni tampoco tenga que acudir a negaciones, renegaciones y desmentidas para sobrervivir, ni tener que correr el manto de la represión, como un telón, que me impida dirigir los ojos a mi propio pasado, en una mirada restrospectiva de mi propia vida; eso sí, con una constante capacidad de reinvención de mí mismo.

Comentarios Facebook