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El Moto

Capítulo XI


El cuartito de paredes bajas y ahumadas, recibía la luz por una ventanilla abierta en el fondo y que daba a un potrero.

En un camastro de cañas cubierto por un cuero de buey, se hallaba arropado en su cobo el Moto. Junto con él, respirando el aire tibio de la pieza y esbozadas apenas en la sombra se distinguían la madre de Panizo, alerta a lo que pidiese el enfermo, la india Chon sentada en su banquillo y Cundila a la cabecera de su novio.

Con ser el mediodía y so pretexto de buscar una gallina que dejaba los huevos por el monte, ambas hacían aquella visita furtiva a José Blas, aprovechando también las navidades tan frecuentes durante el mes de diciembre y que ahora caían silenciosas sobre la vega. La impresión de Cundila es honda cuando ve a José Blas en tal estado, se llega al borde de la cama, castamente le huele y toca, le anima para que hable, le nombra cien veces a su Cundila y el mozo, sin pizca de conocimiento, ajeno a todo lo que lo rodea, suelta palabras incoherentes -fragmentos quizás de recuerdos muertos-, se fatiga y prorrumpe en quejidos.

-Cundila, si partía el corazón velo como me lo trujo ayer Gabriel: le lavé con agua tibia toda la sangre y le puse el vestido más limpio de mi hijo, Ñor Inocencio le sobó una pierna y ¡oh, gritos daba esta criatura, por Dios Santo! El tata padre mandó muchos remedios.

A cada explicación de aquella buena mujer, Cundila contraía el semblante, como si algo muy doloroso le sacasen de adentro, y los lagrimones -amargos como su desventura- bajaban hasta sus labios.

-Sí, pero se mejora, ¿no le parece? -observó Cundila.

-Puede ser, hijita; renco tal vez queda y lo peor es que el padre Reyes asegura que seguirá ido de la cabeza.

-¿Trastornao?

-Así es hija.

Y Cundila, sin chistar palabra, se mantuvo con el índice de una mano sirviendo de broche a sus labios que no se movían, la cabeza inclinada, turbia la mirada y con toda la actitud de quien siente el atropello de los recuerdos y el vacío de una esperanza que fenece.

Al despedirse, Cundila acercóse al Moto y trazando sobre la frente calenturienta del mancebo la señal de la cruz, lo encomendó a Dios. Las navidades habíanse contenido en lo alto de la colina y de las praderas rociadas por aquella delicada silampa, se levantaba un vapor caliente cuando el sol caía a plomo.

Cundila y Chon salieron, pues, de la casa. Era la una de la tarde y los peones estarían aguardando la comida.

La joven casadera, con el corazón transido, andaba, no con el movimiento de antes, la gallardía y el retozo de otros días, sino con aire distraído, indiferente a lo que veía.

Era su pensamiento único, la suerte infausta de José Blas. ¡Del pobre Moto, a quien no volvería a visitar!

Pasaron los días y la moza sintió en su ánimo la inquietud desesperante de un amor que se escapa, para dar cabida a un sentimiento que nace: el de la compasión.

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