-III-


Llovía sobre Andrómeda y en toda la región de La Estrella. Ocho días de temporal cerrado. El cielo negro, las montañas enneblinadas y un viento frío calando los huesos.

Nosotros regresábamos del trabajo acalambrados, con la piel de las manos arrugada, de un blanco azulejo, y chapaleando con el barro a media pierna. En los corredores de los campamentos se escurría la ropa empapada, colgando de los bejucos; en el piso, los grandes charcos barrosos.

Croar de ranas día y noche. Lluvia y barro.

Una noche de esas, después de torcer la ropa y de extenderla bien, "pa que se oreara", como decía Calero, me metí con fruición en mi doble saco de gangoche. Después de estar en el agua todo el día, meterse desnudo entre los sacos sucios y tenderse en el piso, era una delicia.

Calero, con un tarrillo en la mano, hacía muecas tragándose unas pastillas de quinina; Herminio remendaba, por centésima vez, su pantalón de trabajo; yo escuchaba, con los ojos entrecerrados, el monótono golpear del agua en el zinc. Sensación de tibieza en el cuerpo, frío de hielo en los pies.

– ¡Uf! -exclamó de pronto Calero, taloneando en el piso con las canillas encogidas–. ¡Bandida quinima más amarga! –Y se estremecía apretando los ojos y arrugando la nariz.

–Por lo menos te pone a dormir azurumbao –le dijo Herminio sin levantar los ojos del remiendo–. ¿Trajiste bastantes? Ya a mí se me terminaron.

–Com'unas treinta. Apenas pa una semana. Y eso que casi tengo que meterme al carro dispensario a cogerlas a la brava. ¡Desgraciao curandero ése! Parece que las quininas jueran de él y que uno no las estuviera pagando a peso di'oro.

¡Pa lo que le sirven a uno!

Yo sentía todavía el amargor de las que había tragado. No nos podía faltar el tarrillo con las pastillas blancas y gruesas.

El "doctor" que nos mandaba de vez en cuando la Compañía en un carro dispensario, era un gringo bruto como un cerdo; gordo y bajito, velludo como un mono, lleno de horribles tatuajes en los brazos y el pecho y jurando todo el tiempo como un condenado. Badilla decía que seguro acababa de salir del presidio. De medicina sabía tanto como nosotros de astronomía y era un salvaje para tratar a la gente.

Se pasaba las horas leyendo, con la silla en dos patas recostada a la puerta del carro amarillo, y un cabo de puro apagado en la boca; le mascaba despacio, con gestos nerviosos, y de vez en ci ando volteaba la cara, se lo sacaba hecho estopa y lanzaba a la línea un gran salivazo. Cuando no estaba así, roncaba borracho, a puerta cerrada.

Llegaba un infeliz a la puerta del carro, temblando de frío o ardiendo en calentura, o con lo que fuera: yuyos, rasquiña, infecciones, colerín. El bruto siempre lo recibía con la misma exclamación, entredientes, para no aflojar el puro:

– ¡That's nothing! –Y comenzaba a renegar, como si fuera un crimen interrumpir su lectura por tan poca cosa.

Después de manipular con un montón de frascos y tarros, el "doctor" salía siempre con lo mismo: purgante, quinina o mercuro-crorro. Si eran pastillas, las entregaba contadas; si mercuro-cromo, un pringuito, y había que llevar el frasquillo, y salir con la sangre alterada por las injurias del viejo.

Por eso preferíamos comprar los remedios, que costaban un ojo de la cara en el Comisariato. Lo que valía cinco en las ciudades se pagaba a nueve en la Línea. ¡Jugoso negocio! Pobre Badilla que tenía un botiquín en su cuarto: linimento de Sloan, para el dolor de cintura; Vapo-Rub y Mentholatum, para los catarros; y reconstituyentes, alcohol,x mostaza y azufre. ¡Y así pensaba el pobre juntar sus trescientos pesos!

Nosotros teníamos remedios sencillos. Ron y quinina para los fríos y las calenturas; canfín para las cortadas; y azufre para la rasquiña, esa enfermedad horrible y desesperante que tanto abunda en los sucios campamentos de las bananeras.

Un día comenzó Calero a rascarse como un mono. Dos días después lo imitábamos nosotros. En las tardes se me aplacaba un poco la comezón. El martirio comenzaba al acostarse. Me metía en mis sacos y me quedaba un momento tranquilo de pronto sentía, pero como si estuviera muy lejos y no fuera Ta cosa conmigo, una puntita finísima que comenzaba a hacer cosquillas cariñosas. Y la iba sintiendo cada vez más insinuante, ya en mis rodillas, como invitándome a gozar la delicia de rascarme quedito. ¡Pero ya no me engañaba! Con los ojos cerrados quería transportarme bien lejos, dejar mi pensamiento prendido en mujeres hermosas o en cosas deseadas. Más el puntillo seguía dándole vuelta al poro, lamiendo con su lenguita fina y nerviosa. Se me estiraban las uñas arrastrando mi mano que yo recogía apretando los dientes. Sentía más intensa la aguda caricia, y no podía más. Mis uñas caían sobre el punto maldito, y rascaban. Un segundo de placer y, como un golpe eléctrico, diez o más puntos se clavaban a un tiempo en la espalda, en el pecho, en el codo y por toda la piel. Un momento después me agitaba como un loco, haciéndome tiras el cuerpo, sudando de la horrible congoja.

A veces quería aplacarme restregándome con fuerza, para evitar los rasguños. Pero, nada; la rasquiña exige las uñas.

Y rascar y rascar desesperado, en noches de insomnio, por horas y horas. Gemir, echar maldiciones, sudar. Sentir el deseo de levantarse aullando a tirarse a una hoguera. Y después, el dolor ácido en los grandes rasguños quemados por la sal del sudor; y cansancio en los brazos. Otro día me levantaba con la cabeza pesada por la noche en blanco y con el cuero cruzado por grandes varetes hinchados; con las partes más sensibles del cuerpo inflamadas, deshechas, destilando un líquido pegajoso; con vejiguitas diminutas y picantes en las junturas de los dedos, que yo reventaba apretándolas con la uña, unas con agua, otras con pus.

Y así había que trabajar bajo el sol de fuego y bañarse en sudor. Ni el más feroz de los inquisidores imaginó nunca un suplicio más cruel.

Una noche, Calero, cuando ya tenía las uñas taquedas de tierra, de pellejo raspado y de sangre, cogió una media botella de alcohol y se la echó encima. Hizo muecas horribles; brincó por el cuarto echándose viento y saliva y por ú'timo abrió la puerta, se tiró a la línea y fue a revolcarse en el suampo. Parecía un verraco.

Al pobre liniero se le moja y se le seca la ropa en el cuerpo; sobre su piel hay un constante fermento de sudor con tierra y con trapo podrido. No puede escapar a la rasquiña y, si no se ingenia el medio de curarse, se le cubre la piel de una corroncha repugnante y se le agrieta por todas partes.

El liniero tiene un remedio seguro y sencillo. Nosotros al fin lo aprendimos. Con azufre y manteca formábamos una pomada pegajosa, hedionda y repulsiva; nos dábamos una buena rascada hasta hacernos sangre, y después nos restregábamos con la tal pomada de los pies a la cabeza. No debía quedar ni un milímetro de pellejo sin su costra de azufre. Luego nos tirábamos al piso, desnudos, para no acabar de infestar los gangoches malolientes, y dormíamos aspirando el hedor nauseabundo. Otro día había que llevar sol en el trabajo con ella encima para que curara del todo.

– ¡Uf! –decían los demás–. ¡Por aquí parece que han pasao los diablos!

... Seguía golpeando el agua en el zinc. Por el tabique bajaba llorando un chorrillo r*e esperma; el culillo de candela, terminándose ya, parecía dar cabezadas borracho de sueño. Calero, con su pellejo de muía insensible al mordisco de los alepates, dormía tranquilo, pegado al tabique. De prisa, aprovechando los últimos parpadeos de la luz, Herminio extendía en el piso sus cuatro gangoches. Yo, abriendo un poquito los ojos, contemplaba la escena.

De pronto sentí unos pasos en el corredor; después la caída ¿e algo pesado en la barandilla: posiblemente una capa mojada.

–¿Ya'stán acostaos, muchachos? –preguntó la voz de cabo Pancho.

–En este momento nos acostábamos, patrón –contesté yo, levantándome desnudo a abrir la puerta. Herminio encendió otra candela.

Entró cabo Pancho y, después de dar las buenas noches, nos explicó el por qué de su visita.

El constante llover había aflojado unas peñas que se alzaban a un lado de la trocha, en el primer tramo del río, y esa tarde se habían derrumbado obstruyéndolo todo. Era una montaña enorme de rocas y árboles lo que había caído. El ingeniero estaba que echaba humo con la cosa y decía que era necesario dejar limpia la trocha, otra vez, en quince días; necesitaba gente experta en el manejo de dinamita y había llegado a preguntarle si entre los muchachos de su peonada tenía alguno. El le había dicho que tenía dos: Herminio y yo. Bertolazzi, después de hablar ciertas cosas de nosotros, de la dinamita y de las pesquerías en el río, se había decidido. Teníamos que estar en el derrumbe a las seis de la mañana.

- ¿Qué dicen ustedes, muchachos? A mí me ...

–Hombre –interrumpió Herminio, que no levantaba la vista del piso, obsesionado por el charco que estaban formando las botas del cabo y que en un chorrillo nervioso se acercaba a sus sacos–. ¡Ese idiota está necesitando gente y se anda con remilgos! La pura verdá es que, con esas carajadas que dijo, lo mejor es no ir.

Y Calero, despertado por la entrada del cabo y todavía restregándose los ojos:

--¡Qué micadas las d'ese baboso, hombre! ¡Que se meta la dinamita por'onde le dé la gana! –y pelando del todo las grandes guayabas, agregó–: ¡Yo qui'ustedes lo mandaba p'al carajo!

El cabo, que sabía que yo era el que iba a resolver en definitiva el asunto, se volvió hacia mí, haciendo un gesto, como diciéndome: "Me van a meter en un lío; vos sabes que el hombre manda".

-¿Por qué no le pide usté al hombre la quitada del aterro por contrato? –le insinué yo–. Con toda la gente tal vez lo hagamos en la quincena.

Cabo Pancho explicó que el aterro había caído en el tramo que llevaba el contratista Azuola; que éste tenía que quitarlo con su gente, y que como no tenía barreteros, el tútile se los andaba buscando, porque el trabajo precisaba.

–Ahí está la vaina, patrón. Nosotros con usté ganamos seis cincuenta. Además salimos a las doce, aunqu'entramos más temprano; pero a nosotros nos gusta tener más tiempo en la tarde. Usté sabe que? la gente del tútile y la de Azuola ganan cinco pesos y trabajan hasta las cuatro –y señalando a Calero, añadí–: Aquí sólo a aquél le gustaría entrar a las seis . . . pa darle de comer un rato más a los bichos.

–No había pense o en eso, ¿sabes? –dijo el cabo, rascándose la barba–. Tenes razón. ¡Cooche! Voy'hablarle al hombre a ver qué dice.

Cuando ya daba vuelta para hacer lo que decía, lo detuve, resuelto:

–Oiga, patrón. Le vamos a hablar claro. Lo que ganamos con usté no es sueldo'e barretero. Sin embargo, iríamos a trabajar por ese sueldo pero en buenas condiciones: nosotros nos vamos p'al trabajo a la hora que sale usté y nos venimos a las doce, por los seis cincuenta. Si él quiere, trabajamos hasta las cuatro, pero nos paga las horas extras a tiempo y medio. Si no es así no iremos, aunque nos tendamos que ir de aquí. ¡Háblele claro, patrón! ¡Ah, se mi'olvidaba! : dígale que somos tres barreteros. Vamos a llevarnos a este carajo –y señalé a Calero, que hizo una mueca de asombro, pero que no dijo nada.

Apenas salió cabo Pancho, Herminio y yo soltamos la carcajada, ante el asombro de Calero que no entendía la cosa. Yo se la expliqué, mientras Herminio escurría el pozo de agua que ya le mojaba los sacos, dirigiéndolo con un dedo hacia una rendija del piso:

–No te preocupes, baboso. Ese tútile es un miserable y se va a poner furioso con lo de las horas extras. Está acostumbrao a que la gente le trabaje'e gratis. No aceptará, ni nos iremos di'aquí. El cabo nos necesita y hará lo posible porque nos dejen trabajando con él.

Ya sin sueño, nos quedamos haciendo comentarios alrededor del asunto y arrancándole el pellejo al ingeniero. En ésas estábamos, cuando oímos al cabo gritar desde la línea:

– ¡Si'arregló la cosa, muchachos! ¡Dijo el hombre qu'estaba bien!

Nos volvimos a ver, asombrados, y yo le contesté malhumorado, gritando también:

– ¡Está bien, patrón! ¡Dígale que saque'e la bodega los barrenos, los mazos y las cucharas, y que deje todo por juera! ¡Y que no si'olvide'e la dinamita, los tubos y la mecha!

–¿Y el almuerzo? –me sopló Herminio, acordándose de que íbamos a trabajar hasta las cuatro de la tarde.

–En la mañanita le decimos'a la Pastora que nos mande el "gallo pinto" con el guacho de Azuola –le dije, tranquilizándolo.

Luego nos quedamos como en misa, preocupados por la perspectiva del trabajo con Bertolazzi, que ya sabíamos en qué forma trataba la gente. Calero estaba desesperado y por último exclamó:

– ¡Desgracia, carajo! Estos son los enredos en que mi'andan metiendo siempre ustedes. Yo nunca he trabajao en esas vainas y no quiero quedarme sin cabeza. ¿Quién tenía a este carajo metiéndome a mí en la colada? –y me miraba con unos ojos y haciendo unas muecas, que casi me dio miedo.

Comencé a hacer números y a buscarle el lado bueno a la situación.

–Hombre –dije para consolarlos– después de todo no nos va a ir tan mal. Esta quincena nos ganaremos los noventa y siete cincuenta de sueldo, más cuarentiocho pesos y pico de las horas extras. ¿Qué les parece la cosa?

–Y pa que diga verdá ese jodido, le robaremos dinamita y tendremos peje pa todo el tiempo qu 'estemos aquí –añadió Herminio.

Inconstante e impulsivo como un chiquillo, Calero, olvidando el peligro que apuntaba un momento antes, comenzó a bailar desnudo por el cuarto, haciendo visajes ridículos, mientras decía cantando:

– ¡Horita nos vamos di'aquí... tá, tara, ta, ta! ... ¡Horita nos vamos di'aquí!

Un cuarto de hora después, dormía tranquilo, metido en su saco y con la cobijilla rala echada sobre la cara y los brazos, para evitar un poco el chuzo de los zancudos.

Herminio apagó la candela y se acostó, y yo me dormí esa noche arrullado por la lluvia y recorriendo con la fantasía la América del Sur. La platilla que nos íbamos a ganar, ajustada a las economías que teníamos en un tarrito de Royal, acercaba unos cuantos días el momento de partir.

Pasadas las cuatro y media de la madrugada, con los barrenos, mazos y cucharas al hombro y los machetes en la mano, íbamos llegando al derrumbe. Estaba oscuro todavía y los nubarrones negros soltaban un pelillo de gato que caía sobre la piel como agujitas de hielo.

–¿Te diste cuenta? –comentó Herminio, dirigiéndose a mí, mientras tiraba la carga al suelo–. No nos dejó lista la dinamita. Tiene desconfianza y seguro la va ir dando di'acuerdo con los tiros, pa que no podamos cogernos ni una.

–Paciencia, hermano –le dije–. Yo arreglo la cosa. –Y nos pusimos a examinar el aterro.

Arboles inmensos, tierra, piedras y grandes peñascos, todo, revuelto, formaba una enorme montaña sobre la trocha. Del oscuro paredón todavía bajaban roncando, de tiempo en tiempo, piedras sueltas que hacían peligroso el trabajo. Yo i era el que tenía más experiencia en esa clase de trabajos y, i después de echar un vistazo, exclamé, frotándome las manos ! con satisfacción.

– ¡T'escapaste, Calero! No tendremos que barrenar nada. Todo está suelto y aquellos peñascos, como no son piedra firme y están agrietados, los haremos tiraos con barro.

Cuando llegó la gente, clareaba el día y arreciaca un poco la lluvia. El cholo Azuola, con la cara escondida debajo de su sombrero forrado en tela ahulada, y envuelto en una larga capa negra, se dirigió adonde nosotros estábamos, nos señaló un cajón con candado, tapado con latas de zinc, que estaban acomodando sus peones debajo de un árbol, y nos dijo con cierto tonillo de burla:

–Allí'stá la dinamita y todo lo qui'ustedes necesitan. Yo j tengo la llave, pa las precisas, pero Arrieta vendrá a entregarles todo.

–Es peligroso trabajar en el bajo –afirmé yo, pasándole por alto su risita maliciosa–. Yo creo que debemos subir a limpiar todo lo qu'esté flojo, primero, pa evitar una desgracia.

Azuola, mirando el alto paredón, asintió repetidamente con la cabeza, mientras se acariciaba sus grandes bigotes

–Voy a darle orden a la gente pa que suba. –Y se alejó arrastrando entre el barro sus patas cortas y torcidas, metidas en unas botas nuevas de cuero amarillo.

– ¡Achara botas pa ese chapaneco! –gruñó Calero–. El eré que se ve muy guapo en esa facha . . . ¡Oh, corvetas más baboso! –Y ensayó unos pasos, imitando el modo de andar de Azuela.

Nosotros reímos sus burlas, pues Azuola no era santo de nuestra devoción. El cholo era 3! prototipo del contratista y capataz de la United. Trataba a la gente con grosería, la hacía comer en su cocina y le daba una comida de perros. Un ogro con los peones y un perrillo faldero con Bertolazzi a quien a diario le estaba llevando cuentos de los otros, contratistas.

Prendiéndose con uñas y dientes a la roca, resbalándose peligrosamente a cada instante, rompiéndose la ropa y las manos en los agudos filos de las piedras, hormigueaba por el alto peñón la gente de Azuola. Nosotros también ayudábamos a quitar el peligro de nuevos derrumbes.

Caía incesantemente una lluvia triste y cansada, que hacía bajar, por las honduras de la peña, perezosos arroyos de lodo. Crujían las piedras a golpe del pico. Las barras de acero, al chocar en la roca, esparcían un sonoro rumor de campanas golpeadas. Maldiciones ahogadas, blasfemias y voces de mando. Y a cada instante, el grito que baja de lo alto anunciando el peligro al que pudiera ir pasando o estar descuidado en el bajo:

¡¡Guarda abaaajoo!!

Y bajaba el tumulto de piedras y rocas, dejando en el aire un sordo ronquido de trueno lejano. La peonada saludaba la caída con gritos de triunfo:

¡¡Ahuuupupujay, jodidóoo!!

¡¡Heey, mamita linda- currucucúuu!!

Vuelta a doblar las espaldas mojadas y a romperse las uñas y el cuero. Juramentos; pujidos. Agua, barro y fatiga. De vez en cuando alguno lanzaba una exclamación de dolor y agarrándose el pie o apretándose un dedo comenzaba a hacer muecas.

– ¡No llore, pendejo! ¡Aquí no está su mamá! –le gritaba otro. Los demás reían con la trompa metida entre el barro.

Allá en el bajo, en lugar seguro y sentado en una piedra, vigilaba a su gente el cholo Azuola. Nosotros veíamos el bulto negro envuelto en el humo del puro, agitando la ramilla con que espantaba los zancudos. De vez en cuando se enderezaba un poco gritando:

–¿Vos, Cartago, qué diablos estás haciendo allí, parao? ¡Yo no traigo mi gente a dormir, carajo!

– ¡M'estripé un dedo, patrón!

– ¡Pues, si está grave, al hospital! ¡Yo no quiero culistas entre mi gente!

No había más que chuparse la sangré con barro y volverse a doblar.

– ¡Agua! ¡¡Aaguaaa!! –gritaba la gente, sudando a pesar de la lluvia.

– ¡Carajo, parecen congos pidiendo agua con este frío!

–contestaba Azuola, furioso–. ¡Ya eso es gana de curtir y de joder!

Luchando por aflojar un enorme pedrusco, desnudo de la cintura para arriba y lleno de barro, Calero, con una gran barra en las manos, bramaba de rabia, oyendo al cholo injuriar a la gente. Se desquitaba haciendo humear la punta de la barra entre la grieta y combándola en un furioso esfuerzo que le hinchaba las venas y los músculos.

– ¡Si se te zafa esa barra vas'ir a parar a los infiernos, animal! –le grité yo, que ya lo veía bajar come una pelota por las peñas.

– ¡Es qu'ese cabrón me tiene ostinao! /vociferó, aflojando la barra y señalándome a Azuela con una mueca espantosa–. Como él está allí teniéndoselos, eré que la gente no tiene sed. ¡Desaira qu'este pedrón le juera a caer en los puros bigotes a ese patas torcidas! –Y con un gesto violento se pasó el brazo por la frente para limpiarse el sudor, dejándosela negra de barro.

Nosotros, con las camisetas B.V.D. pegadas al cuero y recogidas por delante con un nudo para sostener los pantalones, sudábamos también contra las rocas.

A las once pasadas apareció el guacho que ayudaba en la cocina de Azuola, cargando en la cabeza un cajón con los almuerzos. Era un muchachillo abotagado, pálido, lleno de pecas. Anunció su llegada con un gritillo de mujer.

– ¡Ay, corazóon! ¡Cuidao te lastimas el ombliiigoo!

–le contestó uno, burlándose de su vocéenla. Los demás soltaron la carcajada y tirando las herramientas al diablo comenzaron a bajar.

Abajo, el guacho repartía los tarrillos de hojalata con asa de alambre en que venían los almuerzos. Herminio, mientras

se limpiaba las manos en la camiseta, dijo a Calero:

–Anda tráete nuestros paniquines, si no querés que los enreden y tengamos que comer sancocho del que les mandan a ésos.

Calero no esperó segunda razón, y un momento después estábamos sentados debajo de un árbol, con los tarros entre las piernas. La patrona, no pudiendo mandarnos la sopa, nos había puesto un pedacito de carne a cada uno y un poco de dulce.

– ¡Qué comida la que da ese chancho! -^comentó Calero, echándose un puñado de arroz a la boca, y refiriéndose a Azuola–. ¡Así quién no si'hace'e plata! Una pelota di'arroz y frijoles, cuatro bananos y un tuquillo'e dulce negro y revenío. ¡No sé como esa gente no se la revienta en el alma! –y tosió atragantándose.

–Y cobra lo mismo qu'el cabo: dos veinticinco al día –agregó Herminio.

Sacudiéndose apenas el barro de los dedos arrugados por el agua y despellejados por las piedras, los hombres comían a puñados casi todos. Los más tragones, a los cuatro minutos ya le estaban dando vueltas al tarro, para recoger con un pedazo de banano el caldillo que quedaba en el fondo.

Allá lejos, sobre la trocha, envueltos en sus buenas capas, y en mulas, uno detrás del otro, aparecieron Bertolazzi y Arrieta, su segundo. Nosotros le decíamos a este último "Cristo'e Fierro", porque era negro, alto y flaco como un alambre.

Azuola se levantó, limpiándose precipitadamente los bigotes y corrió a encontrarse con ellos. Minutos después les explicaba yo que íbamos a necesitar la pólvora, porque, estando limpia ya la parte de la roca que daba al "aterro", podíamos comenzar a tirar los primeros peñascos.

–Está bien –dijo Arrieta–. Yo me voy a quedar por aquí apurando la gente.

Herminio me cerró un ojo y yo me encogí de hombros. Azuola sacó su gran reloj de oro y después de mirar la hora y de darle una sobadita contra la camisa, gritó:

– ¡Ya es hora, muchachos! ¡Arriba, que la cosa precisa!

–Lo menos nos roba cuarenta minutos ese bandido –aseguró Calero. Y Viendo que Azuola le daba cuerda al reloj, añadió–: Con segurida que lu'está atrasando, pa sacar a la gente más tarde después.

Ibamos a dinamitar las primeras ocho piedras, que limpiamos bien, por encima. Arrieta nos entregó el material que pedimos y se quedó vigilando la preparación de los tiros. Maridamos a Calero a preparar un poco de barro, bien amasado para que pegara: cortamos ocho pedazos de mecha de dos cuartas y media de largo, y le fuimos metiendo por un extremo, a cada uno, el tubillo de cobre, que mordíamos en el borde para que no se zafara.

– ¡Eso no lu'hago yo ni pagándome! ¡Como lo muerdan un poco más atrás se van a quedar sin quijadas –murmuró Arrieta al vernos hacer la operación.

Nos reímos de los nervios del tipo. Luego le hicimos a ocho candelas de dinamita, con un palillo punteado, un hueco en el centro y por él le metimos, a cada una, la mecha, por el extremo del tubo; las apretamos bien, y ya estaban listas.

–Aquella necesita diez candelas . . . Aquella otra tiene con cuatro ... A esa, doce –y yo iba señalando las piedras, mientras Herminio ponía encima de ellas el número de cartuchos indicado.

En cada montón de candelas se ponía una con mecha. Luego, con el barro que arrimó Calero, tapamos la dinamita, apretando bien el montón de candelas contra cada piedra.

–Procura que no les queden güecos por'onde se les pueda meter'el aire –le dije a Herminio, mientras palmeábamos las medias bolas de barro que iban quedando sobre las piedras, con el rabillo blanco de la mecha afuera.

Después de cebar las mechas, rajando las puntas y poniéndoles un poco de la pólvora amarilla y grasicnta de la misma dinamita, ensarté media candela en la punta de una varilla y, rayando un fósforo, se lo acerqué. Saltó el chorro de fuego humoso, y pasando rápidamente fui dándoles fuego a las mechas con él.

– ¡Fuego! ¡¡Fueeegoo!!

Al grito que lanzamos, todo el mundo soltó las herramientas y corrió a esconderse. "Cristo'e Fierro", que no se nos había quitado de encima, salió disparado a grandes zancadas, recogiéndose la capa con una mano, como hacen las viejas con la enagua larga, y fue a tirarse de panza detrás de un árbol; el corvetas de Azuola se enredó en la de él y cayó en un barrial, recibiendo encima el pesado cuerpo de Calero, que le iba majando los talones y que se levantó echando sapos y culebras. Nosotros nos alejamos despacio, riendo, a sentarnos tranquilamente detrás de un paredón. La mecha daba tiempo suficiente.

¡Booon! ... ¡Booon! ... ¡Boooon!

Se estremecía la tierra a cada explosión, y el eco rugía sordaimente en las negras montañas. Pasaban las piedras roncando a perderse entre el monte, o a caer levantando espumarajos violentos en el agua del río. Una nube de humo revuelco, blanquecino y acre, se extendió a ras del suelo oscureciendo la trocha y picando en la nariz.

Herminio, a mi lado, con los dedos y a ojo cerrado contaba los tiros.

– ¡Ocho! –exclamó después de la última explosión. Luego, los dos, anunciando que ya había pasado el peligro:

– ¡Arriiibaa, muchaaachoos!

De todos los rincones se levantó un clamor alegre de gritos y dichos jocosos. Los ticos, recordando las alegres fiestas de sus pueblos lejanos; los nicas, los combates sangrientos de su tierra mártir.

– ¡Ta, tari, taa! –gritaba uno, imitando el clarín que anuncia en la plaza la salida del toro.

Otro, dirigiéndose a un pobre viejo que tenía un gangoche amarrado a la espalda:

– ¡Heey, viejo mona, páseme'ese coleto pa sacarle un par de suertes a ese barcino matrero

– ¡Herminio choocho! ¡Ji me parece qu'ejtoy en el bergueello'e Laguna'e Perla! –gritó un nica.

Con cuatro palabrotas Azuola puso fin a la fiesta, y los hombres volvieron en silencio a bregar con el barro y las piedras.

Las piedras dinamitadas dejaron enormes hoyancos humosos; grandes gajos de roca; restos deshechos del papel amarillo de la dinamita. Parecía que un cíclope loco, descargando con furia ocho puñetazos sobre aquellas rocas, las hubiera hecho polvo.

Con picos y barras terminamos el trabajo de la dinamita. Luego, a alistar otros tiros. Nuevas carreras; y a los picos y a las palas. Así iba pasando el día, bajo el agua que golpeaba inclemente en las espaldas. Calero, de vez en cuando, inclinaba la cabeza, para escurrir el agua azuleja que soltaba su sombrerillo de fieltro negro.

En las peñas quedaban algunos hombres terminando de limpiar; los demás trabajaban en el bajo, metidos en el barro hasta la rodilla. De pronto sonó el grito de alerta en el alto:

– ¡Guaarda abaaajoo!

Volvimos a ver. Un pedrón enorme bajaba dando saltos en zig-zags peligrosos. El viejo del gangoche tiró la pala y apenas si pudo correr en el barro; el pedrusco se abrió en el aire en dos gajos, y uno de ellos vino a estrellarse en la pierna del pobre, que quedó tumbado en el charco. A su grito de angustia, todos corrieron.

– ¡A su trabajo todu'el mundo, carajo! ¡Eso le pasa a ese viejo por estar durmiendo! –rugió furioso Azuola, castigándose las botas con la ramilla de espantar zancudos.

El viejo "se revolcaba en el barro como un gusano picado de hormigas. Nosotros lo fuimos a alzar; entre Calero y yo lo levantamos en peso.

–Párese, amigo –le dijo Calero.

Pero el viejo aflojó la cabeza perdiendo el sentido. La pierna golpeada le bailaba en el aire como un chuica roto. Le levantamos el pantalón, molido por el golpe; tenía la rodilla deshecha, el hueso pelado, y un chorrillo de sangre negruzca le bajaba arrastrando la costra del barro.

–A esti'hombre hay que mandarlo a Limón –dijo Herminio a Azuola.

Arrancándose casi los bigotes de rabia, el cholo llamó a dos hombres.

–Vayan a dejar a ese viejo al carro'el doctor, pa que li'haga algo, mientras entra el tren del jueves. –Y cuando se fueron con el viejo al hombro, agregó bufando:

– ¡Esto me pasa por darle trabajo a esos pasmaos! ¡El y dos hombres más que pierden la tarde, maldita sea!

Calero, mordiéndose los labios y lanzándole terribles miradas al contratista, refunfuñaba:

– ¡Cholo infeliz! ¡Como si el'otro juera un perro! ¡En lugar d'irse con el hombre a decirle al tútile que pida un moto-car, lo manda al dispensario, pa que se acangrine y se muera di'aquí al jueves! –y agregó, refiriéndose al doctor:

– ¡Apuesto qu'el otro chancho está borracho, como siempre!

Ya no se oyeron más gritos, ni chistes, ni risas. Una nube de angustiosa tristeza cayó sobre la peonada, que siguió comiendo barro en silencio.

El liniero ríe ante las pequeñas desgracias porque tiene duro el pellejo. Pero las verdaderas penas de sus compañeros le amargan el alma. Son su propio destino.

Arreció el agua y la furia del cholo injuriando a la gente. Campaneaban las barras. Los picos crujían destemplando los dientes. De cuando en cuando el tronar de la pólvora, que ya no despertaba ni un grito siquiera. Fatiga, calambres y frío horrible mordiendo los huesos y el alma.

A las cuatro bien pasadas, como lo anunciara Calero, el cholo Azuola dio la voz de partida. Y se fueron los hombres en una larga fila de figuras cánsalas; las herramientas al hombro, chorreando en las sucias espaldas manchas de barro más negras aún.

Choclo, choclo, choclo . . . sonaban los zapatones burbujeando en el barro.

Nosotros también nos retiramos. Calero hacía muecas apretándose la cabeza y quejándose del dolor. A mí no dejaba de dolerme un poco, pues tenía bastante tiempo de no trabajar con dinamita.

–No ti'aflijas -le dije–. En cuatro días estás acostumbrao al humo.

–Lo mejor es bañarnos, pa lavar la ropa y refrescarnos la cabeza –aconsejó Herminio. Y un momento después, con todo y zapatos y ropa, caímos al agua revuelta del río.