-II-


Todo en el miserable caserío era monótono y desagradable. Las dos filas de campamentos, una frente a la otra a ambos lados de la línea, exactamente iguales todos: montados sobre basas altas; techados con zinc que chirriaba con el sol y sudaba gotillas heladas en la madrugada; construidos con maderas creosotadas que martirizaban el olfato con su olorcillo repugnante, y pintados de amarillo desteñido. Al frente, los sucios corr sdorcillos en los que colgaban las hamacas de gangoche, lucias y deshilacliadas por el uso constante. Arriba, colgando c'.e los largos bejucos tendidos de punta a punta e i los corredore.., chuicas sucios y sudados, casi deshaciéndose. Abajo, infestar dolo todo, el suampo verdoso.

Un poco más lejos, unas casillas de negros radicados allí definitivamente, construidas con latas viejas, amillones groseros y tablillas de las > ajas de pino que de vez en cuando arrojaban del Comisariato.

Muy arriba, sobre la línea, y como huyendo de la suciedad de los campamentos, los carros encedazados, limpios y confortables en que vivía el ingeniero Bertolazzi. Y corno fondo sombrío, ahogando la miseria del pueblucho con^sus miasmas palúdicos, la extensión inmensa y pantanosa ensombrecida por árboles gigantescos.

Y roncar de congos. Croar de ranas. Y zumbido de zancudos.

Algunas veces llegaba Badilla, que vivía en el cuarto contiguo al nuestro y trabajaba en la cuadrilla oficial del ingeniero, a disipar el aburrimiento con nosotros, y nos poníamos a contar cuentos estúpidos en el corredor; o a sacar cuentas de lo que tendríamos economizado para tal o cual fecha, fantaseando con lo que pensábamos hacer con el dinero; y a hacer chistes obscenos, exaltados por el clima ardiente y las largas abstinencias.

–En cuatro meses me ajusto trescientos pesos. . . –comenzó a decir Badilla una tarde de tantas.

–Apuesto que no ajuntás ni cien –lo interrumpió Calero–. Desde que llegamos aquí ti'oigo con el mismo cuento. ¿Y qué tenes? Pa juntarse esa plata se necesita no volver a gastar un cinco en nada, ¿entendés? Pero ni en cigarros. Y no perder ni un día ni enfermarse nunca. ¿No vas'a volver a comprar tus vaporrúes ni tus esloanes? ¿Ni a comprar un chuica? ¡Que te lo crea Pizote!

Badilla padecía de un catarro crónico, muy común en las peonadas, y vivía con la obsesión de que se le estaba pudriendo la cabeza. Con mucha frecuencia padecía también de un fuerte dolor en la cintura, que el pobre resistía crujiendo los dientes. Muchas noches lo oíamos paseándose en el cuarto como un desesperado. A ratos imploraba a Dios con el fervor de un niño, como si lo tuviera al frente y conversara con él, tratando de convencerlo con sus ruegos y sus lágrimas: " ¡Dios mío! ¡Dios mío! ¿Por qué sos tan ingrato conmigo? ¡Déjame tranquilo! ¡Si yo no soy tan malo! ". Un momento después le estaba lanzando maldiciones terribles, entre rugido y rugido de dolor, y retando al Cielo a que le demostrara su poder convirtiéndolo en cenizas. Se estremecía el campamento de un portazo, y si nos asomábamos lo veíamos corriendo línea arriba y línea abajo, encorvado y con las manos metidas en la cintura. Parecía un fantasma entre las sombras.

–... Pues hora sí ajusto los trescientos pesos –seguía insistiendo Badilla–. Ya es mucho andar rodando, y quiero llegar a mi casa bien plantao. Y en cuanto los tenga juntos, ¿saben qu'es lo primero qui'hago? ¡Mandar al carajo al ingeniero! Después boto todos estos chuicas indecentes, ¡y adiós, barriales y sancochos! Llego '. Limón y escojo en el Comisariato un cor te'e casimir azul, de unos labraditos que vi allí el otro día, y se lo llevo al sastre . . .

Y Badilla se enderezaba como si ya tuviera puesto el traje y comenzaba a pavonearse como un dandy.

–... Saco cruzado, con bolsas de parche, y pantalón babalún. Después una tartarita de cinta azul, corbata clara, zapatillas blancas combinadas con charol negro, y una camisita'e seda, blanca. Luego me compro una valija pa llevarle algunas carajadillas a mi mama y una sueta pa que si'alivie del asma, y ...

– ¡Y después te vas a pata pa Heredia, gran baboso!

-^volvía a interrumpir Calero–. ¿Vos eres que la placa es di'hule? Sólo, en el vestido se van ciento cincuenta pesos; las zapatillas cosidas, treinticinco; la sueta'e tu mama, treinta; la camisa, diecisiete. Pongámole a la valija otros treinta . . .

–Calero hizo cuentas con los dedos y exclamó:

– ¡Doscientos sensenta y dos pesos! ¿Qué tal? ¿Y la galleta y la corbata? ¡Y no te vas'ir así, con el vestido encima del pellejo! Faltan las medias, ropa interior, faja, pañuelos, y plata pa la comida y el cuarto en Limón y más que sea pa llevar un paquete'e Chester en la bolsa, y ...

Calero seguía, implacable, demostrándole a Badilla lo absurdo de sus sueños.

– ¡Qué desgracia! –decía por fin Badilla, volviendo a la realidad–. ¡Nunca voy a poder salir d'este infierno! ¿Cuándo podré llegar a casa como la gente?

Toda su ilusión era regresar a Heredia bien plantado, llamando la atención de las muchachas de su barrio y despertando envidias entre sus conocidos. Y hacerse de una novia bien guapa. Cuatro años tenía de sudar en la región bananera y no había podido ver cumplidos sus deseos.

Herminio y yo .pensábamos distinto. En cuanto tuviéramos una buena economía, yo me iría a darle una vuelta a mi vieja; él a Esparta, & decirle adiós a sus parientes. Después nos juntaríamos en San José, ¡y a Panamá se ha dicho! Queríamos rodar tierra, atravesar la América del Sur conociendo países maravillosos. Yo era el que le había metido a Herminio esas cosas en la cabeza y en el fondo guardaba la intención de hacerlo recorrer conmigo el Egipto y la India; y hasta me atrevía, cuando el calor era muy intenso, a pensar en el Polo. Todas esas fantasías eran el resultado de mis lecturas de chiquillo, cuando me dormía encima de los libros de Julio Verne y de Salgan.

Los sueños de Calero eran más simples: se echaría a dormir quince días seguidos, sin nadie que lo llegara a molestar en las mañanas, enderezándose nada más que para comerse la comida riquísima que tendrían que llevarle hasta la cania. Después se buscaría una hembra bien linda, aunque le costara caro.

Así, cada uno acariciaba sus esperanzas para ir matando el tedio . . . ¿Jerez? El viaje a Cuba, a vivir donde su hermana ... ¿El otro? El regreso a Nicaragua.

Ilusiones de todos los que entran a la Zona Bananera en busca de fortuna y que se van dejando a jirones en las fincas de la United. Los linieros viejos ya no sueñan en nada, no piensan en nada. Sudan y tragan quinina. Y se emborrachan con ei ron grosero que quema la garganta y destruye el organismo. ¡Hay que embrutecerse para olvidar el horror en que se vivo y en el que se tiene que morir!

Con los ojos fijos contemplábamos la monotonía del paisaje, desde el corredor. Nada se movía en el pueblecillo.

De vez en cuando pasaba un negro sucio y harapiento, arrastrando los deshechos zapatones, llevando a cuestas el racimo de bananos para el sancocho, la pala y el pico y unas cuantas yucas acabadas de arrancar.

–Good bye, my friend –murmuraba al pasar, moviendo sólo la cabeza envuelta en trapos terrosos.

–Gur bai –contestábamos nosotros.

– ¡Ese viejo parece qui'anda con un nido'e piapías en la cabeza! –comentaba alguno para entretenerse. Los demás reíamos estúpidamente.

A lo lejos, barriendo la línea con sus grandes chancletas, aparecía la vieja de Mr. Clinton, moviendo su cuerpo deforma, monstruosamente hinchado de carne mantecosa y temblante.

Pasaba balanceándose; nos sonreía con su carota mofletuda, renegra y sudorosa, y agitando despacio sus manazas nos saludaba con una vocecilla absurdamente fina y delicada:

–Good evening, my sons.

–Gur ibinin, mamíT –le contestábamos, mirándola alejarse lentamente.

– ¡Oh, cuerpo'e vieja! ¡Parece una granpelota'e mazamorra!

– ¡Oh, mondongo'e negra pa dale unas palmadas! Calero agregaba, suspirando:

– ¡Tan horrible qu'es y ya me voy soñando varias noches con ella!

Algunas veces uno de todos gritaba, señalando a una negra que se acercaba renqueando y con los brazos en alto: – ¡Allá viene la más pintada de Andrómeda! Y la pobre negra, ¿alta y flaca, se acercaba renqueando con fatiga, con sus piernas comidas por las úlceras y los brazos en alto, como invocando al cielo, para aliviar los "golondrinos" que exhibía en sus axilas desnudas. Pasaba mostrando su cara espantosamente manchada, con unos grandes desgarrones blancos y rosados, como si le hubieran arrancado tiras de pellejo para dejar al aire la carne tierna.

"Melancolía" es esa terrible enfermedad que va comiéndose la piel como un ácido corrosivo. En los negros, es monstruosa. Había uno con la cara casi enteramente pelada; sólo alrededor de los ojos le quedaba un círculo de piel negra y de lejos parecía una cara blanca con anteojos ahumados. Se les come la piel de las manos que les quedan de un color blanco rojizo y en los bordes de las manchas inmensas se levantan los pellejillos sueltos de la piel muerta.

Yo me estremecía de horror al pensar en un contagio; calculaba con espanto la impresión de angustia que se debe sentir al verse desfigurado para siempre, y hasta creía sentir ardores y punzadas quemantes en toda la extensión de mi piel.

Porque en los blancos también es horrible. ¡Pobres mujeres con la piel vareteada de manchas más blancas aún o de un amarillento lívido que me infundía pavor!

Y "golondrinos" apelotonados y ardientes como carbones encendidos, acalenturando las carnes y torturando el espíritu.

Y úlceras horribles y asquerosas comiéndose las piernas. Plaga inmunda y pestilente que se ceba con rencor en las carnes martirizadas de las pobres mujeres de la Línea. No había una entre las escasas mujeres de Andrómeda, blanca o negra, que no luciera en las piernas por lo menos cinco o seis cicatrices lívidas. Y esas estaban libres de la peste.

Porque había piernas envueltas en trapos sucios, manchados de pus y de sangre, chorreando una porquería sanguinolenta y hedionda que se cortaba en costras asquerosas sobre la piel. Esas piernas pasaban, bajo el acicate despiadado de las moscas, infestando el ambiente con su hedor nauseabundo.

También las había de pesadilla, absurdamente deformadas por cicatrices profundas y anchas como mordiscos de monstruo. Y pasaban otras lentas y pesadas, hinchadas hasta la exageración, echando sus carnes por fuera de la boca de los zapatos. Los hombres las disimulaban con anchos pantalones; las mujeres las lucían grotescamente.

Esas ya no eran piernas. Eran troncos de itabo.

Piernas enfermas, piernas hinchadas, piernas deshechas. Todo lo pudre el suampo del banano. Y el oro de los gringos.

En los campamentos del frente vivía la peonada negra. Ellos también se paseaban por los corredores, descalzos y casi desnudos, para entretenerse. O se tiraban como nosotros en las hamacas a espantar la purruja Algunos sacaban sus tableros de damas, sucios y borrados por el constante correr de las fichas, y sentándose en la orilla del corredor, con las piernas colgando, iniciaban el juego. Si uno de ellos se quedaba pensando la jugada, el otro alzaba la cara hacia los que de pie contemplaban la partida y hacía muecas de satisfacción. Desde donde yo estaba veia los dientes blancos, pelados por la risa. De pronto el otro jugaba dejando caer la ficha, a cada movimiento, con fuerza sobre el tablero. No me explicaba cómo no lo hacían trizas con los fichazos, que resonaban secamente en el campamento. Y a cada fichazo, una exclamación de alegría, de sorpresa o de rabia: ¡ ¡Jesús Christ! ! ¡ ¡Son of a bitch! !

Y discutían gritando horrorosamente y gesticulando como diablos; cualquiera creía que ya se iban a matar. Un momento después se oían sus estruendosas carcajadas a dos millas de distancia; reían parando los ojos, enseñando los dientes y el galillo. Todos sus gestos eran aparatosos y exagerados.

– ¡Condenaos negros! ¡Parece qu'estuvieran en la Gloria! –me decía Calero cuando los oía reír.

No había nada de eso. Nosotros los habíamos visto doblados sobre el suampo, trabajando como bestias, con las piernas envueltas en trapos para librarse de las raíces agudas. Llevaban al trabajo su miserable comida en un tarro: ñame, yuca, ñame y bananos, todo arreglado con aceite de coco; algunas veces arroz y "calalú", una planta moradita que se cría en el monte y que sólo ellos saben cocinar y comer. Si hacía sol, encendían un fogoncito para calentarla; si llovía a cántaros, se la tragaban fría, tapándose con una hoja de banano para que no se les llenara de agua el tarro. Comían a puños, limpiando el fondo del tarro con sus rudos dedazos, y después bajaban la comida con un cabo de caña, al que le arrancaban la cascara con sus dientes vigorosos, sin hacer uso del machete que tenían por ahí.

Son fuertes y sufridos para el trabajo. Por eso van dejando sus huesos como abono del banano.

Los días de orden o de pago se alegraban emborrachándose con ron. En el campamento medio iluminado por las canfineras humeantes, o por unas dos o tres candelas pegadas al tabique, iniciaban el baile del ron.

Cantaban en inglés, formados en rueda, una canción salvaje y monótoma y se acompañaban dando palmadas con las manos y pateando con ritmo en el suelo. Giraba la botella de mano en mano, y cada uno que la iba cogiendo se la empinaba doblándose hacia atrás. Chispeaban los ojos, burbujeaba el ron colorado en la botella y se aceleraba e! ritmo del baile. Y caía una botella vacía haciéndose pedazos en la línea y otra llena iniciaba la vuelta. Al poco rato ya estiban aullando con los ojos en blanco, y la rueda deshecha.

Uno zapateaba vertiginosamente haciendo movimientos inverosímiles con los pies. Otro se descoyuntaba la cintura en una danza obscena y lujuriosa. El de más allá, con las manos en la barriga, y en un solo lugar, le imprimía al cuerpo, de arriba a abajo, un movimiento ondulante, de serpiente, mientras tiraba la cabeza adelante y la volvía a recoger estirando la trompa. Un negrazo alto y robusto, desnudo del ombligo para arriba, daba vuelta al cuarto a grandes zancadas, con los ojos brillantes y bramando como un toro que celara a la vacada.

Y todos aullaban, y se estremecía el campamento como si millones de demonios estuvieran metidos allí.

Terminaban la fiesta tendidos como troncos. Era un montón de carne sudorosa que roncaba con estrépito.

– ¡Parecen congos! -murmurábamos nosotros.

Otras veces la fiesta no terminaba así. Una noche, mientras contemplábamos el baile desde nuestro corredor, vimos salir a dos negros tirándose golpes. Uno era alto y fornido; el otro, bajito. Sin que pudiéramos explicarnos por qué, el alto cogió rápidamente un cabo de hacha y tumbó al otro de un golpe terrible en la cabeza; después saltó cayéndole encima.

– ¡Lo mató! –gritó Calero, calculando que la fuerza del leñazo no era para menos.

–Hay que quitárselo –dijo Herminio, echándose a la línea con el machete en la mano.

Nosotros lo seguimos. Cuando ya íbamos a llegar adonde t estaban, el negro altose enderezó pegando un aullido y llevándose las manos al pescuezo. El otro se levantó de un salto y so perdió entre la oscuridad. Se lo había quitado de encima pegándole con la cuchilla una cortada larga y profunda, que se esponjó en borbollones de sangre en cuanto el herido se quitó las manos del cuello para vérselas.

– ¡¡I am dead!! –exclamó el negro, horrorizado al mirarse las manos empapadas en sangre.

Ya en el campamento, comentando el incidente, nos dijo Cal3ro, exagerando sus muecas de costumbre:

– ¡Ese carajo tiene más sangre qui'un toro! ¡Y espesa y colorada quiliasta que me dieron ganas de chupármela!

Y Herminio, mientras se golpeaba la cabeza con los nudillos:

–¿Viste qué zoncha la del otro? ¡Salió volao como si tal cosa!

Nosotros también nos emborrachábamos de cuando en cuando y casi siempre nos daba por ponernos sentimentales y románticos con el ron.

Badilla con nosotros, y los cuatro sentados en el piso del cuarto, el litro de ron en el centro reflejando el parpadeo de la luz. Arriba, los culillos de candela que ardían quemando el tabique, dejando en él rastros que simulaban fuetazos ahumados

El primer trago daba frío. Me echaba la buchada a la boca apretándome la nariz con la otra mano y cerrando los ojos; todavía sin tragar, apretando los labios con fuerza, encogía el estómago en una horrible convulsión de vómito. Un frío cortante iba a clavárseme en la frente subiendo por la columna vertebral; hipaba dos veces deteniendo el vómito con las manos, y haciendo un esfuerzo me tragaba el licor.

– ¡Trague, jodido! ¡No sea flojo! ¡Cuidao lo bota, porque cuesta plata! –me decía Calero, riéndose de mis muecas.

- ¡Diablo! ¡Hasta que se me grifó el pellejo! –exclamaba yo después de coger aire. Y me estremecía en una sensación de asco, escupiendo la saliva amarga y hedionda y secándome los ojos llorosos.

A todos les sucedía lo mismo, porque se necesitan años para acostumbrar el cuerpo. Después el liniero se bebe los litros y no escupe siquiera.

A los pocos tragos, el ron ardiente bajaba como agua, encendiendo la sangre y excitando el cerebro. Cuando ya se sentía la piel gruesa y pesados los párpados, entonces comenzaban los cuentos, las canciones y las lágrimas. Yo casi siempre tenía un guaro triste; Herminio también. Si cantábamos, eran canciones tristes, que terminábamos llorando. Si contábamos cuentos, eran cuentos tristes para llorar también. Pero era un llanto dulce, como una explosión de resentimiento largo tiempo contenido por la rudeza de la vida, que lavaba las penas del alma.

Los hombres más hombres tienen el alma de un niño y necesitan mimos y arrullos como los chiquillos. Por eso lloran cuando están borrachos o con la cabeza oculta entre las cobijas para que nadie los vea. Sólo los cerdos no pueden llorar. El liniero llora cuando está borracho. Y conversábamos de amores.

–... la quería con locura y ella también mi'adoraba. Tenía quince años, blanca, rubia, de ojos celestes y tranquilos; era buena y sencilla y ...

Me miraban con los ojos entrecerrados y turbios, mientras yo les iba describiendo aquella mujer querida. Al mismo tiempo que hablaba, iba viendo todo como si lo estuviera viviendo en ese momento. La carita blanca sonriéndome adorablemente; el gesto coqueto con que simulaba estrujar el pañuelito fino de encaje, mientras sus ojos me lo ofrecían como un perfumado recuerdo; el tímido estremecimiento de su carne, el rubor coloreando sus mejillas en una oleada de fuego y el temblor de sus ojos cerrados al soplo de mi beso de amor. Y volvía a ver mi barrio, porque allí vivía ella, con sus casitas humildes y sus calles empedradas. Yo, sentado con ella en un poyito de la plaza. Detrás, la iglesia; y la sombra de sus torres torcidas cayendo sobre el césped donde apenas brillaba el rocío. Arriba la luna inundándolo todo en un baño de luz. Y los enamorados en las puertas; y los amigos que pasaban saludando con la mano, mientras en voz baja comentaban mi fortuna. Y la brisa tibia soplando . . .

Hasta Calero seguía obsesionado mi relato, sin atreverse a interrumpirlo. Todos, en suspenso, no se acordaban del ron ni tenían oídos para el rugir del aguacero que golpeaba en el zinc.

– ... y no había salvación. Desesperao corrí a su casita y com'un relámpago me metí en su cuarto d'enferma. Nadie se atrevió a decirme nada, a pesar de que no me querían. ¡Y pobre del que lo hubiera hecho! ¡Iba dispuesto a jugarme la vida por verla la última vez! Y allí estaba ella, hermanos. Apenas si alentaba un soplo'e vida, esperándome a mí, pa dármelo con su último beso. Y murió diciendo: " ¡No quiero, mi vida, que quieras a otra! ". Su voz se apagó com'un suave murmullo.

Gruesos lagrimones me corrían por las mejillas al terminar el relato. Los demás lloraban también.

–Por eso fue que me vine p'acá y no he querido volver a tener novia -agregaba sombrío.

– ¡Tenes razón! –decía suspirando Badilla–. Yo haría lo mismo en tu caso. ¡Tirémonos un trago pa matar las penas!

Entre trago y trago, ya casi borrachos del todo, oíamos como en sueños la voz de Badilla:

– ... y por eso era que yo m'estaba cansando. Apenas la vieja daba la vuelta, ella me apretaba contra su carne dura y me hacía sangre los labios con sus besos mordidos. Hasta que le brillaban sus ojazos negros y le temblaba el par de pechos firmes, como banderillas de fuego . . .

A Badilla también le brillaban los ojos y le temblaba la nariz, como si en ese mismo instante estuviera estrechando en sus brazos el cuerpo moreno. Nosotros, avispados por la lujuria del relato, tragábamos saliva.

– ... y se lo dije y lo cumplí. ¡Yo no andaba con vainas en cuestión de mujeres! ¿Qué mi'andaba calentando con sus celos? Pues que se juera p'al diablo por más guapa que juera.

¡Pa eso a mí me sobraban! Y la mandé al carajo y me fui pa onde Clarita, aquella de que les había el'otro día.

– ¡Eso vale un trago, hermanos.

Y bebíamos envidiando la suerte de Badilla en cuestión de mujeres.

–Yo he corrido tanto y gozado tantas mujeres, que ya mi'aburrí. ¡Hora lo que quiero e? vivir tranquilo! –terminaba Badilla, mientras se embrocaba el litro.

Ya borrachos perdidos, apenas oíamos una que otra palabra del relato de Calero:

–... que vos andabas con la Juana y que si así es ... quiso aruñarme la ca^a . . . ¡par de patadas y la tiré a la calle!

Mentiras y mentiras. Locas fantasías. Sueños calenturientos y pobres linieros borrachos, en el corazón del monstruo verde.

Cada uno de nosotros procuraba engañar ingenuamente a los demás y engañarse a sí mismo, imaginando haber hecho lo que ansiaba hacer.

A la edad en que estábamos, ninguno de nosotros había tenido novia ni había enamorado a ninguna mujer. E! liniero no tiene tiempo para buscar el amor sentimental. Para él son los deshechos humanos. Las rameras podridas como el barro del suampo.

Por eso seguíamos bebiendo desesperadamente hasta caer de espaldas, como troncos, igual que los negros. Y luego las pesadillas monstruosas, el vértigo horrible de sentirse amarrado en el lomo de un toro; las ruidosas boqueadas en falso, agriando la boca e hinchando las venas; el frío sudor en la sien y la nuca, y el vómito amargo y hediondo. Y sudor y sueño convulso.

Ya podían llegar en millones, desde el suampo, los zumbadores zancudos a chupar sangre y a inyectar malaria. Esa noche no teníamos que sofocarnos debajo de los sucios gangoches, para escapar de su saña la cara y los brazos; ni que estremecernos oyendo sus agudos zumbidos, más penetrantes aún que sus chuzos filosos y largos, que queman la carne como agujas de fuego.

Que levantaran ronchas ardientes. Que chuparan sangre hasta caer rodando como rojas bolillas.

Nosotros dormíamos.

Que salieran las miríadas de alepates, hediondos y asquerosos, que estaban ocultos en las rendijas del piso y de los tabiques. Que mordieran la piel levantando ronchas enormes. Que se hartaran de sangre, que llenaran con ella sus cuerpos negruzcos y horribles. Esa noche no teníamos que corcovear como mulas sintiendo su ardiente mordisco, ni teníamos que restregarnos la espalda contra el burdo tabique.

No sufriríamos esa noche el asco inmenso que causa el sentir ese hedor nauseabundo en los dedos después de lograr aplastarlos.

Para eso dormíamos.

Ninguno tendría esa noche, ni el mismo Calero, que sufrir el martirio de los sueños eróticos, que excitan la carne dormida del peón. Nadie divagaría temblando, gimiendo en las sombras, haciendo contorsiones absurdas. Ninguno despertaría bañado en su semen y con una sensación de asco, de vergüenza y de rabia mordiéndole el alma. Los cuatro dormíamos borrachos.

Hasta el pobre Badilla no iría, esa noche, a correr por la línea aullándole al cielo; ni sufriría la angustiosa obsesión de tener la cabeza podrida. No tendría que hacer lo de siempre esa noche: echado de panza, con la candela encendida pegada en el pise, ahumarse la cara al aspirar el Vapor que hervía en la cuchara. Y después sonarse la nariz, mirar el pañuelo con un gesto de horror y olfatearlo y volverse a sonar.

Esas tres horas de letargo profundo, de muerte ficticia, sin sentir nada, sin soñar en nada, son el oasis en la vida árida y desierta del liniero. ¿Qué importan entonces las angustias de la sed en la madrugada? ¿Ni el asco y el desaliento que se sienten en el trabajo al día siguiente?

¿Y los dulces sueños del amor y las locas fantasías vividas al calor de los primeros tragos? Ningún hombre que no sea un liniero, puede saber lo que ese chispazo de felicidad significa para el infeliz que vive pudriéndose en los suampos. Volar con la fantasía por los lugares queridos y lejanos. Amar y ser amado por mujeres buenas, sanas y lindas. Salir de los bananales. ¡Despegarse del barro!

El liniero es borracho. Sólo él tiene el derecho de serlo. Así es como corren torrentes de alcohol en la Línea, y como el Comisariato de la Compañía recoge de nuevo la sangre del paria a cambio de ron. Así llenan sus arcas los ogros que viven allá en Wall Street, con el oro amasado con lágrimas, sudor, esputos de sangre y gritos de angustia. Y que hiede a pus, a piernas podridas y a ron.

Por lo menos, ayudan a que sus peones tengan un poco de gloria y rían, lloren y sueñen despiertos. Y hasta les permiten tres horas de sueño tranquilo.

¡Gloria a los rubios banqueros del Norte! ¡Paso a la Civilización!