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Herminio era un muchacho fuerte y alegre, de pelo negro y abundante y bigotillo ralo recortado. Esa era su arma, decía él, para enamorar. Y enamorar llamábamos entonces, salir a Limón con unos cuantos pesos, después de meses de abstinencia y de trabajos, a revolearnos con las prostitutas.

Nos encontramos en Andrómeda, lugar solitario y triste, terminal del ferrocarril de La Estrella. Yo había sudado en toda clase de trabajos; él también. Y los dos éramos felices en el río zambulléndonos detrás de los bobos y machacas, cuando nos lográbamos robar alguna candela o cartucho de dinamita para probar la suerte en los remansos. No había poza profunda para nosotros, ni corriente que nos pudiera dominar. Por eso, tal vez, ios hicimos tan amigos.

Había bastante trabajo en Andrómeda. La Compañía necesitaba abrir una troch a inmensa, a través de la montaiia, rompiendo rocas a la orilla del río, haciendo rellenos y tendiendo puentes, para lleve r un tranvía hasta la selva virgen y pantanosa, buena para el cultivo del banano, y habilitar de paso unas plantaciones abandonadas hacía algunos años, cuando el río arrastró el antiguo tranvía. Urgía el trabajo, y el tútile Bertolazzi, un ingeniero al servicio de la Compañía, corría en su muía para arriba y para abajo vigilando los trabajos, dando instrucciones a los contratistas, sacando medidas y carajeando de paso a todo el mundo, blancos y negros, en inglés, italiano y español.

Nosotros trabajábamos con cabo Pancho, un nica de calzas de oro en los dientes, alto y blanco y bastante joven todavía. Era hombre que sabía escoger su gente, toda buena para el trabajo, y el único contratista que la sabía hacer trabajar sin protestas ni reclamos: con él teníamos más comida y de mejor calidad, un peso cincuenta más en el jornal, trato amable, y no se andaba con remilgos para ayudar al peón con su dinero; a pesar de eso, era el que más dólares se echaba a la bolsa y el que mejor y más pronto terminaba los trabajos. Era un contratista excepcional.

Generalmente a las tres y media de la mañana, estuviera lloviendo o no, se oía la voz clara de cabo Pancho llamando a su gente:

– ¡Arriiba, muchaaachos! ¡Se hace tarde y ya está la mesa pueeestaa!

Nos levantábamos bostezando, nos dábamos una enjua-gadita con el agua del calabazo, y todavía restregándonos los ojos íbamos llegando al campamento del cabo. Este se paseaba, preocupado, por el corredor, metido en sus grandes i botazas que le llegaban hasta la rodilla y con el Stetson 1 echado para atrás. J

–¿Qué le pasará a esa gente? –murmuraba. Y un momento después se dirigía a los oscuros campamentos.

Nosotros entrábamos a la sala-comedor, alumbrada por una lámpara de tubo, y nos sentábamos en la banca, frente a la larga mesa en la que ya humeaban los platones de bananos sancochados. Desde la cocina llegaba la vocecilla tímida y dulce de la patrona:

–Buenoj, díaj, muchachoj.

–Buenos días, patrona.

Hablaba despacio, acentuando graciosamente el peculiar dejillo de los nicas, que no se le notaba a cabo Pancho a pesar de ser paisanos. Era muy blanca, bajita, de ojos claros y rasgados y piel tersa que ya comenzaba a manchar la inclemencia del clima. A primera vista se notaba que estaba acostumbrada a otra vida: venía de la Segovia y había abandonado a su familia de ricos hacendados para seguir al hombre que quería. Y allí estaba trabajando como una muía, cocinando para los veinte peones de su hombre. A las cuatro de la mañana debía estar la burra lista para todos; a las doce el almuerzo; a las seis, la cena. Y le quedaba tiempo para chinear la chiquita y para hacer las conservas y jaleas que nosotros le comprábamos. Un día se atrasó unes minutos la pobre con el almuerzo. El cabo no dijo nada. Cuando ya almorzados nos retirábamos, oímos los gritos de la mujer en la casa. Acudimos presurosos y nos costó trabajo quitarle el machete con que intentaba darle, después de haberla puesto en el suelo a puntapiés.

Poco a poco iban llegando todos. El viejo Jerez con su paño de colores amarrado al pescuezo, para defenderse del frío y para estarse secando con las puntas la naricilla colorada; el gato Andrés; El Cholo; Alfonsito, hermanillo menor del viejo Jerez y a quien nadie quería por fachento y majadero. Los "gemelitos" llegaban juntos, como andaban siempre: el barrigón y bajito majándole los talones al otro, que parecía una escalera por alto y por flaco; los hablamos bautizado así por el contraste y porque eran inseparable?.

Cabo Pancho apuraba a la gente desde la puerta. Corría la pobre Pastora repartiendo platos, y en medio de bromas y de risas iba desapareciendo la famosa burra: un plato de avena que era la 3Xtra que acostumbraba el cabo, el montón de arroz y de frijoles revueltos y tostados que llamábamos "gallo pinto" y los bananos sancochados. Luego un jarro de café negro y sin dulce, ¡y al viaje!

Cuando nosotros salíamos para el trabajo, con las herramientas a cuestas, apenas si comenzaba a moverse alguna que otra luz en el resto de los campamentos.

–Apuren el paso, muchachos, que tenemos qu'rr muy lejos –decía cabo Pancho poniéndose a la cabeza e internándose en la trocha.

Ya en la montaña, chapaleando el barro de la trocha, resbalando en las retorcidas raíces, saltando por encima de los grandes troncos recién derribados, oíamos el agudo quiri-quiquí de los gallos perdidos en la lejanía.

Casi siempre estábamos ya en la montaña cuanáo nos daba alcance el primo de Herminio, que era dormilón y perezoso para levantarse, pero muy buen trabajador. Una madrugada de tantas oíamos unos trotes de muía que nos tenían dando alcance, y yo, sin volverme, anuncié:

–Ahí vien'el loco'e Calero acabándose de tragar la burra.

Herminio, mientras sostenía con la quijada la pala que llevaba al hombro y se apretaba el nudo de la camiseta, gruñó entre dientes:

– ¡Oh primito me tengo vo! Todas las mañanas es el mismo cuento: por más qui'uno lo mueve, no hace rías que pegar'un ronquido y volverse pa'l otro lao.

Un momento después ya lo teníamos encima, bufando estrepitosamente, pateando el barro con sus grandes zapatones, revolcando los ojotes saltados y haciéndose el bravo. Estas eran las pantomimas en que andaba siempre.

– ¡A la puta! –nos gritó–. Ustedes sí que son jodidos. ¿Saben con quién m'estaba soñando cuando me llarr.aron? ¡Con la negraza'e mister Clinton! Y ya se había resuelto a quitarse la ropa . . . ¡cuando llegan ustedes y me despiertan! ¡Qué desgraciaos!

Y yo, tragándome la risa:

–Ya viene el pago, pa que dejes de estarte mastu^bando.

–¿El pago? –exclamó parando los ojos y haciendo un gesto indecente–. ¡Mira! Ya van dos pagos que no entran putas y yo no voy a salir a Limón a botar la pendejada que gano.

A pesar de su lenguaje, sucio como el de todos los que tienen que estudiar en la escuela cruda de los campamentos, Calero era ingenuo como un niño y tenía un corazón de oro, abierto para todos.

Y conversando los tres pasábamos por los sitios de trabajo da las demás peonadas, que iniciaban sus labores a las seis, y caíamos a un brazo del río que teníamos que pasar con el agua al pecho.

¡Sólo así te lavas'el ombligo, viejo chancho! –le gritaba

Calero al "gemelito" panzón.

Y era que el tal "gemelito" siempre andaba con la camiseta arrollada por allá arriba, luciendo la barriga peluda y el gran ombligo costroso y arrugado.

Avanzábamos a paso de carraco, con un cierto bamboleo obligado por los pesados zapatones, toscos y rudos, de suelas herradas con chimbólos de acero buenos para un resbalonazo, y que siempre me daban la impresión de llevar los pies aprisionados en bloques de concreto.

Choclo ... choclo ... choclo, iban haciendo los pies al jugar H cada paso entre los enormes zapatones, llenos hasta el tope de agua y de barro.

Oscuro todavía, cuando apenas despertaba la montaña, ya estábamos nosotros sudando sobre la tarea. Cabo Pancho sacaba sus medidas, tiraba bejucos, que utilizaba como cuerdas, entre las estacas clavadas por el ingeniero, y gritaba:

– ¡Vamos a ver el temple'e mi gente! ¡Est'es la tarea que tenemos pa hoy! –Y agregaba para animarnos–: Yo les voy a ayudar pa ver si nos vamos antes de las doce.

Nos dividíamos la tarea formando parejas: Jerez y el herm.c'.nillo; Calero y el gato Andrés; los "gemelitos"; Herminio y yo.

Si era relleno, Calero buscaba las partes más profundas y alejadas para hacer la tierra revoleada hasta el alto, como para demostrar la pujanza de su brazo y su habilidad para palear.

–Voy a demostrarle a estos carajitos que no me quedan pero ni untaos –decía, escupiéndose estrepitosamente las manos y echándonos miradas de desafío.

Fuera arcillosa o suelta la tierra, él sacaba la palada con un enorme cucurucho y la revoleba altísimo; allá iba en el aire, describiendo un arco cerrado, dando vueltas sobre sí misma sin que se le desprendiera un terroncito siquiera y hasta con la entrada del cabo dibujada, a caer sonoramente sobre el relleno. Y no había más camino que imitarlo.

Pon ... pon ... pon ... Caían incesantemente las paletadas estremeciendo la trocha, y sudábamos nosotros empapando el cabo de las palas.

– ¡Arriba, muchachos! –gritaba <1 cabo–. ¡Ya aquí está bueno y'ahora hay que emparejar!

Subíamos agachados por el dolor de cintura, emparejábamos y volvíamos al hueco. Al poco rato ya todos estábamos desnudos de la cintura para arriba y el sudor corría a chorros cegando los ojos, mojando los pantalones, resbalando por los brazos. Y así horas y horas hasta sentir náuseas y temblor en las piernas y un martilleo horrible en la cabeza.

Un calor sofocante y pesado iba envolviendo poco a poco la montaña. No se movía un hoja; no corría la brisa. Todo quedaba estúpidamente inmóvil, como si la naturaleza se hubiera transformado en plomo. Nosotros seguíamos sudando sobre las palas . . . pon . . . pon . . . pon . . .

Brillaba en el cielo despejado el sol chorreando fuego sobre las espaldas desnudas, achicharrándolo todo, haciendo ver manchones rojos en el aire y escuchar coros fantásticos de grillos zumbando en la cabeza.

Sólo en las espaldas curtidas del liniero no levanta ampollas ese sol quemante.

¡Agua!

¡¡Aaaaguaa!!

Cabo Pancho mandaba al menor de los Jerez a traer agua para todos. Y llegaba el balde con el agua del suampo, tibia y espesa como linaza, turbia por el lodo y los residuos de palos podridos. Uno por uno nos íbamos pegando al tarro. Calero siempre se quedaba de último para poder meter la cabeza dentro del tarro y beber a grandes sorbos imitando a las mulas.

¡Llénate la panza de amebas y do anquilostomas! –le dije yo una vez.

–¿Qué voy a beber entonces? Est'es linaza . . . ¡otras veces es chan, con los güevitos de las ranas!

Se oscurecía de pronto el cielo, tronaban las nubes, soplaba el viento agitando ruidosamente la montaña, roncaban los congos, y un momento después rugía el aguacero y nosotros paleábamos atol y tiritábamos de frío. Y vuelta el sol a caer sobre las espaldas secando las ropas casi instantáneamente y levantando un vaho ciliente de la tierra, que asfixiaba, y otra vez el bochorno y la inmovilidad y la sofocación del sudor. Y luego más agua. Y más sol. Y así llegábamos hasta las doce casi siemp :e. Algunas veces salíamos un poco más temprano: cuando sudábamos más.

Otras veces era tendiendo línei, manejando las pesadas rajas llenas de aceradas astillas que desgarraban el cuello, los hombros y las manos, y volandc mazo con la nariz casi pegada a los rieles de la línea. Otras, derribando montaña para abrir la trocha, o con el machete, limpiando los criques para tender puentes.

Iniciábamos el regreso como perros apaleados, andando con desgano y silenciosos. Sólo Calero quedaba con coraje para correr los congos a pedradas y para ir haciendo morisquetas y burlándose de todos. Volvíamos a echarnos al agua para cruzar el río y pronto estábamos saludando a la gente del ingeniero y de los otros contratistas, que no salía hasta las cuatro.

– ¡Trabajen, camellos! –les gritaba Calero al pasar.

– ¡Callate vos, culo mojao! –era la respuesta acostumbrada.

Siempre que pasábamos por las primeras volteas que estaban ya cerca de los campamentos, Herminio se paraba a contemplar los árboles inmensos tendidos por el hacha. Un día me dijo, señalándome un tronco gigantesco:

– ¡Mira qué hermosura! No se li'alcanza el corte ni de puntillas. –Se quedó pensativo y murmuró:

–¿Por qué la Compañía importa esa cochinada'e pi-notea pa los campamentos? Ve cómo está la madera botada. Si pusieran un aserradero tendrían madera hasta pa tirar p'arriba.

–Son millones y millones de metros cúbicos de robles y cedros y laureles y todas clases de maderas buenas que se pudren de abono p'al banano –le dije–. Pero, ¡qué l'importa la madera a los machos si no les cuesta nada! Hasta el clima nos van a cambiar botando las montañas . . .

La Pastora nos servía en el almuerzo un poquito de sopa, frijoles, arroz y banano. Las otras peonadas se conformaban con banano, frijoles y arroz, y con arroz, frijoles y banano.

Si de casualidad teníamos dinamita nos íbamos al río.

Calero nos acompañaba para tener derecho al pescado, pero era inútil para el ^gua. Cuando tirábamos una poza honda, se dejaba ir en una gran zambullida, y se quedaba chapaleando como un perrillo, con la cabeza sumergida y las nalgas afuera; después salía soplando y haciendo aspavientos, y con las manos vacías. Si lo mandábamos a la cola a vigilar los bobos que se nos pasaban, al momento estaba en la orilla echándoles maldiciones a las piedras y sobándose las canillas.

Y allí se quedaba muy sentado, mientras Herminio y yo registrábamos el fondo una y otra ve/ hasta agotarnos o nos dejábamos arrastrar por las correntadas, detrás de los resbaladizos animales, golpeándonos contra las piedras y los troncos.

Cuando andábamos con suerte hacíamos carga para los tres. Calero iba apartando las machacas, aplastadas, de un verde tornasolado, pero que no sirven nada más que para sopa por su gran cantidad de finísimas espinas que tienen: metidas dentro de una bolsita de manta y bien hervidas, dan un caldo delicioso y nutritivo.

– ¡Tan lindas las condenadas, pero tan matreras! –decía, tirándolas a un lado, mientras se agarraba el pescuezo como si ya tuviera una espina atravesada.

Desde medio río y por molestarlo, le revoleábamos encima las monjarras o viejitas, pequeñas y regordetas, de un color entre rojizo y negruzco, con anillos más negros aún y armadas de una filosa espina en la aleta superior.

– ¡No tiren esa cochinada! –gritaba furioso Calero, mientras se soplaba un dedo y se chupaba la sangre que le corría. Y esas iban a hacerles compañía a las machacas.

En un montón aparte ponía los bobos, de panza blanca y cuerpo de un negro lustroso que se iba opacando al secarse al aire el grueso pellejo. Algunos medían hasta una vara, gruesos y redondos, con la cabeza chata y el hocico duro, blanco y lijoso, con una puntilla levantada como si estuvieran sientiendo un mal olor. Cuando alguno, no muerto df.l todo, se sacudía en recios colazos contra el suelo, Calero lo aseguraba diciendo:

– ¡Estáte quieto, demonio! ¡No ti'apurés mucho que ya vas pa la cazuela! –y se relamía saboreando de antemano la blanca y deliciosa carne, libre casi de espinas traicioneras.

Con los bobos iban los tepemechines, medianos y lambuzos, de escamas menuditas y grisáceas; y las escasísimas guabinas, punteadas hacia la cola y cabezonas, con cerdas gruesas en el ancho hocico y una bolsa blancuzca y pegada en la barriga; y los roncadores, lisos y plateados. Y allá de vez en cuando un róbalo, de carne tan delicada que no lo podíamos dejar para otro día ni en salmuera, y que era uno de los pejes más bien criados que encontrábamos en el río.

No dejábamos de exponer la vida en nuestras andanzas por el río. Además del peligro de que estallara la dinamita en las mar.os, debido a la minúscula mecha que poníamos para que no diera tiempo a los pejes de correrse, y el de las corrientes y los picos arteros, estaba el de los lagartos, que abundaban en el río.

Una tarde nos estábamos zambullendo en un profundo pocerón cuando salió Herminio de pronto, con la cara congestionada y botando chorros de agua por la nariz y la boca. Yo no le puse atención y me clavé de cabeza en la poza; fui bajando y bajando, soltando burbujitas de aire por la nariz, hasta llegar al plan, a dar allí vueltas y más vueltas con los ojos bian pelados, libres de escozor por la costumbre, y con las muios extendidas para ir tanteando el fondo a todos lados. Ya me faltaba el aire y pensaba suspenderme para buscar la superficie, cuando, entre la semioscuridad del agua, alcancé a ver el bulto blancuzco y borroso de un tepemechín; le ponía la mano encima cuando descubrí otro un poco más adelante, y a pesar de que ya me estaba reventando hice un esfuerzo por llevármelo también. Apenas lo toqué, el pejecillo se suspendió coleando y fue a descender lentamente un poco más adelante. Nadé desesperadamente, y vuelta a suspenderse. Un último esfuerzo, y le caí encima cuando ya comentaba a tragar agua. Me quise levantar entonces y mi cabeza chocó contra una roca repercutiendo el golpe secamente en mi cerebro; me hice a un lado y topé; al otro, y también. ¡Estaba metido en una cueva!

Se me paralizó el corazón del horror y soltando la presa comencé a nadar con desesperación hacia atrás, como el cangrejo, tragando agua, viendo círculos de fuego girar por todas partes, y cuando ya me sentía morir ríe acuclillé en el fondo y como un resorte me disparé hacia arriba, dispuesto a aplastarme la cabeza contra la roca.

Salí morado, arrojando agua por la boca y la nariz, sintiendo punzadas ardientes en las sienes,,'y me dejé caer en la orilla como un tronco.

Calero, que esperaba los pejes sentado en una piedra, ni se había preocupado por mi larga zambullida, pues yo era uno de los que más duraban bajo el agua. Herminio, sí. Y en cuanto me vio caer, corrió diciéndome:

– ¡Qué te pasó? ¿Te metiste en una cueva'e lagarto? Yo apenas pude asentir con la cabeza, y entonces agregó con desesperación:

–No me diste tiempo di'avisarte, hermano ... ¡A mi lo mismo me pasó!

Otra vez, buceando en un ribazo profundo y oscuro, salió Herminio del agua y nadó desesperadamente hacia la orilla, tendiéndome las manos para que le ayudara a salir. Le temblaba el cuerpo, tenía lívida la cara, y, cuando dominó el castañeteo de los dientes, exclamó haciendo un gesto de horror:

– ¡¡Juepuuuutaa!! ¡Allí en el puro plan está un lagarto atarantao!

–¿Un lagarto?

¡Sí! ¡Yo creí qu'era un róbalo enorme y le puse la mano en la corroncha! ¡El revolión que pegó!

Era por eso que, a pesar de la pésima comida, casi nadie se atrevía a buscar el peje, que sólo con dinamita se podía coger: no se encontraba barbasco en la montaña, las tarrayas eran carísimas y allí nadie las hacía, y el bobo no picaba en el anzuelo.

–¿Qué comerán los bobos? –preguntó una vez Calero.

–La babita'e las piedras –le contestó Herminio– ¿No tilias fijao, en las correntadas claritas, cómo pasan com'una sombra por encima'e las piedras que no salen del agua? Después trepan contra corriente y vuelven a pasar chupando. ¡Hasta que dejan la piedra toda llena'e restregones negros de los trompazos que le dan!

Había fiesta en el campamento cuando nosotros vaciábamos los sacos y todo eran risas y exclamaciones de júbilo.

– ¡No hagan tanta alharaca! –decíamos nosotros a la gente–. Horita se dan cuenta los demás y l'olfatean los negritos y se viene todo el mundo a querer que le vendamos, hasta que llegu'el runrún onde el tútile. ¡Entonces sí que quedamos mejor!

Sólo la Compañía podía usar la dinamita, que estaba terminantemente prohibida para los demás. El ingeniero Bertolazzi, en cuanto olía que nosotros habíamos andado por el río, comenzaba en averiguaciones, y ya había amenazado muchas veces con echarnos el Resguardo.

– ¡Ese tútile desgraciao, como él se harta bien, no 1'importa que los piones coman como chanchos! –gruñía Calero, furioso–. ¡Lo que li'arde es que no se los metemos a él por el hocico!

–No, amigóo. Lo que eje barraco quiere ej que tengamoj que dejar loj centavoj en el Comijariatc, comprando loj potej hediendoj que le vende a la gente la Compañía, que loj cobra como ji jueran di'oro –añadió el viejo Jerez, interviniendo, paño en mano y restregándose con más fuerza que nunca la nariz.

No podíamos, pues, convidar a nadie fuera de nuestro grupo. Sólo al negro Clinton le escondíamos uno, porque él siempre nos convidaba cuando mataba tepezcuintles.

Era así, corriendo esos peligros, como podíamos romper algunas veces la monotonía del menú. Y esto que nosotros contábamos con la extra de la avena. El resto de la gente tenía que conformarse con bananos, arroz y frijoles en el almuerzo; y con frijoles, arroz y bananos a la comida.

Fuera de esas tardes excepcionales, las demás las pasábamos como el resto de la gente: descalzos, en solo pantalón, amodorrados en las hamacas de gangoches Q tirados sobre el piso sucio del corredor, haciéndonos viento con la mano para aliviar el calor y paru tratar inútilmente de librarnos del martirio de la purruja.

Calero se desesperaba dándose manazos en la barriga desnuda y, por último, perdiendo la paciencia, se ensartaba precipitadamente unas chancletas viejas que tenía y salía hacia el monte echando maldiciones y amenazando con el puño a las espesas nubes de animalillos. Al rato aparecía con una carga de boñiga seca y después c e amontonarla frente al corredor le daba fuego con un fosfore y se quedaba en cuatro patas, soplándola, hasta convencerse de que no se apagaría. Con los ojos llorosos por el humo y tiaciéndole muecas a las purrujas, exclamaba:

– ¡Grandes bandidas, vamos a vjr si no se corren con el humo d'estos cagajones!

– ¡No te priocupés, Calero! –1= gritaba yo, burlándome de sus esperanzas–. No harán viaje hasta que oscurezca . . . ¡pa dejarle el campo a los zancudos!

Y así era. Los finísimos animalillos seguían cayendo como alfileres sobre nosotros, ávidos de sangre, produciendo un ardor insoportable al pegarse a la piel en la que apenas se

veían sus diminutos cuerpecillos negros. Y allí se quedaban prendidos, hasta que uno los mataba, y venían otros a reponerlos.

Algunas tardes resolvíamos ir a buscar caña para librarnos del aburrimiento. Llevávamos los machetes en la mano y teníamos que ir lejos, entre abandonos y charrales, hasta encontrar unas cuantas cepas de caña cubana que habían sembrado los negros. Herminio o yo marchábamos a la cabeza. Calero siempre era el último. Y en cuanto entrábamos al abandono, con el monte a la cintura, comenzaban sus zozobras y congojas.

– ¡Ay, Dios mío! –exclamaba, haciendo grandes gestos, mientras procuraba poner los pies exactamente en donde nosotros los habíamos puesto–. Si le pongo la pata encima a una "sin ceja", ¡adiós, mamita!

Calero le tenía horror a las culebras. Pero nosotros también caminábamos con los ojos bien abiertos y el oído atento a los rumores del charral. De pronto Calero pegaba un grito que nos helaba la sangre:

– ¡¡Miiiren!! –Y con ojos espantados señalaba una lora que se resbalaba por la ramazón.

Furioso por el susto que me había metido, corría a alcanzar el verde bejuquillo, lo suspendía en el aire cogiéndolo rápidamente del rabo, le daba vueltas por encima de mi cabeza para impedir que se volviera a morderme, y el ani-malñlo, largo y delgado como una cinta, iba a caer a los pies de Calero, que salía dando brincos y haciendo aspavientos.

No siempre era la cosa para esos juguetes. Algunas veces el que iba adelante se paraba y, llevándose un dedo a la boca en demanda de silencio, señalaba adelante, sobre el trillo, una terciopelo que al mentirnos se había quedado inmóvil, con la cabeza chata vuelta hacia nosotros, amenazándonos con sus ojillos pelados y chispeantes.

–¿A que no agarras ésa como haces con las loras? –me soplaba Calero, a pesar de su espanto.

– ¡No anden con bromas con esa clase di'animal! –intervenía Herminio, creyéndome capaz de aceptar el reto suicida. Y se devolvía a cortar unas varillas largas.

Ya los dos con las varillas en la mano, mientras uno le hacía envites por delante al animal, que los seguía moliendo agresivamente la cabeza, el otro daba la vuelta y sin darle tiempo de "armarse" se le iba encima y la molía a palos.

Herminio, en cierta ocasión, mientras removía con el pie un pesado y negruzco tasajo de tres varas y pico de largo, murmuró:

–A éstas, lo mejor es enterrarlas. Dicen qui'una estacada con un güeso d'ellas es cosa seria.

– El que veng'atrás que arre –replicó Calero–. ¡Mucho hacemos "nosotros" con mátalas! . –Y se quedó muy fresco.

Un día que nos internamos demasiado en busca de caña, Herminio, que marchaba adelante, se detuvo de improviso con un gesto de espanto a la orilla de un claro. Yo me detuve extrañado, pues él era hombre sereno y valieate. Por entre la maraña se alcanzaba a ver, tendida a lo largo en el centro del limpio, una monstruosa serpiente pardusca y con manchas rojizas. Nunca habíamos visto un animal más bien criado y los tres nos quedamos sin habla.

–-Seguro qu'está dormida –musité yo, recobrando el aliento y viéndola inmóvil.

Calero, en silencio, cogió mi mano y se la puso sobre el corazón, que quería romperle el pecho con sus fuertes latidos. Un momento después Herminio me volvió a ver y, apretando los dientes con rabia, como si sintiera vergüenza de haberse asustado, me dijo:

–Yo creo que debemos matala. ¿Somos o no somos hombres?

-Vos decís, hermano –le contesté, dispuesto a no dejarlo jugársela solo.

– ¡No sean brutos! –exclamó espantado Calero, intentando detenernos.

Pero es ley de los buenos linieros matar la serpiente que encuentren, sea la que sea, por ellos mismos y por la defensa común. Calero no cumplía con ella. Nosotros sí. Por eso un momento después avanzábamos hacia el claro, codo con codo, los músculos tensos, conteniendo el aliento y con los ojos clavados en el monstruo dormido. Yo sentía una extraña frialdad en la piel, de horror contenido por un esfuerzo bestial de voluntad; avanzaba mecánicamente sin oír nada, sin querer pensar en nada, con el brazo rígido, el machete en alto y metida entre los ojos la cabeza horrible. No le di tiempo a Herminio de mover el machete: cuando estaba a dos pasos de distancia vi la cabeza encresparse, y empujado por el deseo de vivir cerré los ojos y salté como un tigre, descargando un terrible machetazo.

¡El animalón no se movió siquiera!

Mientras me secaba con el brazo el sudor helado de la frente y se me iban aflojando los músculos dejándome una rara sensación de cansancio, Herminio, golpeándola con el pie, decía desilusionado:

–Seguro fue ayer que la tiraron. ¿No ves? Le quebraron el espinazo con los balines ...

Ya llegando al campamento, nos dijo Calero riéndose:

– ¡Tantas contumerias y tantas carajadas pa métele un machetazo a una culebra muerta!

– ¡Pendejo! –le grité furioso–. ¡Vos no te le metes ni a una lombriz!

– ¡Me libre el diablo d'eso! –replicó–. No trabajaría entonces. –Y se quitó el sombrero y rascó la cabeza para añadir:

–Yo soy el hombre más torcido qui'hay pa las culebras. Nu'hay día que no me tope por lo menos una. ¡El jueves pasao conté siete anímalas d'ésas!