-V-


"Eulogio Ramírez nació en el Guanacaste, en una hacienda de ganado, criándose entre jinetes, toros y caballos. A los dieciséis años, cuando apenas comenzaba a ensayar el suelto al compás de las marimbas y a suspirar por los ojos negros de su prima, se puso de acuerdo con otros muchachos conocidos y, siguiendo el ejemplo de miles de guanacastecos. resolvió irse a probar fortuna a los bananales del Atlántico. Porque su tierra es muy alegre y sus mujeres muy guapas, pero la vida del peón durísima y los salarios miserables.

"Así comenzó su peregrinación, finca por finca, a través de toda la inmensa Zona Bananera. Hoy en las chapias, mañana en la corta de cacao o de banano, otro día en los zanjos y casi siempre en las volteas, pues llegó a hacerse un buen hachero con el tiempo; y también pasó sus temporadas en el hospital^ curándose las calenturas o el reumatismo. Un día de tantos se pegó el hacha en la rodilla y quedó con su pierna tiesa para siempre. Ya no podría volver a bailar el suelto, pero no por eso perdió las esperanzas de regresar a su tierra con dinero suficiente para hacerse una finquita y vivir independiente y feliz.

"Fue de los primeros que cayeron eri Home-Creek, hacha en mano, sobre la montaña. Hecha al fin la finca y cansado de rodar, resolvió quedarse en ella. Cuando Mr. Reed llegó como administrador, cayó como una maldición sobro la peonada: grosero, borracho y lujurioso, mantenía en constante zozobra a las mujeres de la finca, sin hacer distingos entre solteras y casadas.

"A pesar de todo, Ramírez resolvió casarse y llevarse la mujer para la finca. La había conocido en una de sus salidas a Limón, sirviendo en una casa de comensales, y era una muchacha guapa y graciosa como todas sus paisanas; una muía para el trabajo y ardiente y celosa en el querer. Ella no podía prolongar más la jalencia; a él le resultaban muy caras sus constantes salidas al puerto. Por eso se casaron.

"Desde el primer instante el gringo se sintió atraído por la carne joven y morena de Florita, y comenzó el asedio; y los malos tratos y los trabajos más mal pagados para el marido.

"El, tascando el freno, se daba cuenta de las maniobras del Jefe: posiblemente el gringo esperaba que la hembra cedería para mejorar la situación de su compañero. Comenzaron las murmuraciones y los chismes de las viejas, transformando su vida en un infierno. " ¡Vamonos, vamonos de aquí! ", le rogaba Florita. Pero él tenía que pagar las jaranas que le dejó el casorio; saldrían de ellas, se irían para otra finca, economizarían y muy pronto estarían de regreso en el Guanacaste.

"Para agravar su situación cayó en cama por diez días y el chino les cerró el crédito. El día de orden, el macho le hizo saber que no podía retirar la suya porque no tenía fondos, y tuvieron que comerse las uñas mientras llegaba el pago. Ese día, en la tarde, salió a Bonifacio con los pocos centavos que alcanzó; compró el poquillo de provisión y se entretuvo con un amigo que lo invitó a unos cuantos tragos. Ya tarde, y medio azurumbado por el ron, regresó en el carro que llevaban los negros de Home-Creek.

"Cuando entró en su casa, encontró a la mujer hecha un puño en la tijereta, llorando y con las ropas descompuestas. El gringo, aprovechando su ausencia y embrutecido por el wiskey y el deseo, había tratado de violarla, apretándola salvajemente contra su enorme corpachón, maltratando sus carnes y destrozándole su vestido; a los gritos de ella acudieron las vecinas, y entonces el macho, soltando su presa, montó en su muía y se alejó lanzando maldiciones y amenazas.

"Una llamarada de rabia le quemó las sienes, y se metió entre las sombras de la noche, línea arriba, con el pesado machete en la mano. Y 11 Destino lo quiso: no había corrido doscientas varas cuando sintió los trotes de la muía del macho y un momento después vio el bulto negro avanzando sobre él. Se plantó en media línea del tranvía. " ¡Apéese, cabrón! ", le gritó. " ¡Quiero que me pruebe que también es macho ante los hombres! "

"El gringo frenó la bestia un instante, se llevó la mano a la pistola, escupió un sanababi chazo y clavándole las espuelas a la muía se la echó encima. El capeó el cuerpo como pudo y dando un salto le descargó el machete, haciéndolo caer de espaldas a un lado de la línea; luego, ya cegado por la rabia, se lanzó sobre el caído y le dio de machetazos hasta que no lo vio moverse más.

"Cuando recobró la razón, volaba en dirección a Bonifacio jineteando la muía de su enemigo. Frente al Comisariato plantó el animal, que estaba cubierto de espuma y de sudor, y, después de pensarlo un momento, cogió la línea del ferrocarril, al trote para no dar malicia, rumbo a Pandora adonde llegó poco rato después, cuando ya comenzaba a rayar la luna. Dos o trescientos metros adelante brillaba el techo de zinc del comisariato de la Compañía; un poco más arriba, el de dos grandes casas de madera. A su izquierda se dibujaba un gran puente colgante, que parecía mecerse en el espacio.

"El sabía que allá, a la izquierda, detrás de las montañas altas y oscuras, estaba Talamanca y luego la frontera panameña; sabía también que por sobre ese puente se metía una línea de tranvía que atravesando fincas llegaba casi hasta el pie de esas montañas. Pasó el puente estremeciéndose al oír el sordo rumor que producían los cascos de la muía contra las tablas del piso, y ya en la trocha aHerta del tranvía comenzó a reflexionar en lo que había hecho y en lo que eso significaba para su vida. Allá en Home-Creek quedaban Florita, sus ilusiones de regreso, y una terrible cuenta pendiente con la justicia. Y entonces fue que se dio cuenta de todo el horror de su situación. " ¡Veinte años en San Lucas! ", pensó, con un estremecimiento de espanto. Poco a poco lo fue invadiendo el pánico y comenzó a temblar; le parecía que el trote de la bestia se escachaba a cien millas a la redonda y por todas partes creía ver sombras que lo acechaban y hasta oía los gritos lejanos de los que corrían en su persecución.

"Aguijoneado por el terror galopó furiosamente de nuevo, como un loco, saltando charcos, esquivando ramas, atravesando como un relámpago los claros de luna y las negruras de las ramazones.

"El recuerdo del muerto, la excitación de la carrera fantástica, los resoplidos de la bestia, que levantaba montañas de barro en sus peligrosos íesbalonazos, todo contribuyó a extraviarle la razón, De pronto sintió que la muía, a pesar de que la taloneaba desesperadamente, corcoveaba en un solo lugar, como para vengar a su dueño dando tiempo a que llegara la justicia. Loco de espanto se tiró de la bestia que se perdió relinchando entre las sombras de un cacahuital. Se levantó chorreando barro y, abandc nando la línea, corrió por entre cacahuitales y abandonos, atravesando ríos, perseguido por el ruido de sus propios pasos . .

"... Cuando despertó clareaba la montaña a pesar de los negros nubarrones que cubrían el cielo. Tenía sed, náuseas y dolor de cabeza; estaba agarrotado, pero hizo un esfuerzo sobrehumano y se puso de pie. El viento fresco le despejó la mente y le serenó el espíritu y poco a poco se le desentumecieron los músculos, permitiéndole trepar a una pequeña loma que tenía al frente. Una vez arriba, buscó cómo orientarse. Se encontró rodeado por un espeso mar de neblina sobre el que parecía flotar el monte en que él estaba. Había despertado en la cima de la altísima montaña.

"Lentamente el viento iba barriendo la neblina en oleadas perezosas, y pronto pudo ver, a su derecha, un barranco profundo, y a su izquierda, borrosa aún, una inmensa extensión oscura. "El valle de Talamanca", pensó. "Más allá está Panamá". Y un poco más tranquilo inició el descenso.

"Su llegada al valle fue saludada por los relámpagos que iluminaban momentáneamente la cerrada vegetación trazando lenguas de fuego en el cielo ennegrecido, y por el ronco mugido del trueno que parecía rajar las nubes y estremecer la tierra. Aullaron los congos furiosamente anunciando el vendaval, sopló el viento con fuerza y un mundo de agua se descolgó de pronto inundando los bajos pantanosos.

"Quitándose el agua de los ojos, chapaleando barro, se internó en el valle buscando instintivamente el sur.

"No supo cuánto caminó, torturado por negros pensamientos; de pronto lo asaltó el temor de haber perdido el rumbo. Seguía lloviendo y en todas direcciones el valle presentaba el mismo aspecto: barro, abandonos, espesuras. Apuró el paso y al poco andar creyó ver un pequeño claro entre la selva, al que se dirigió torciendo a la derecha. Allí estaba una choza miserable que podía servirle de refugio para descansar. "Debe estar abandonada", pensó, mientras se acercaba a ella. Por la puerta abierta distinguió c. un hombre agachado sobre un fogoncillo humeante. Cuando pensó en ocultarse, ya el hombre le hablaba desde la puerta:

"–¿Qué le pasa, anda perdido?

"–Sí –contestó vacilante–; la oscurana del agua me ha hecho perder el trillo. –Y ya decidido echó adelante.

"–Entre y se sienta a descansar un rato –le dijo el hombre, señalándole un tronco junto al fogón–. Va a perdonar la pobreza, pero si está acostumbrao a tomar sin dulce horita le alisto qué beber. Tal vez se quita el agua y mié itras tanto se calienta un poco.

"Sobre un camón de hojas secas, con las piernas colgando, había otro hombre sentado que apenas si le contestó el saludo.

"Mientras se calentaba en el fuego, examinó el reducido y pobrísimo interior; dos camones de hojarasca a los lados; en el fondo un bejuco atravesado del que colgaban unos trapos sucios y casi deshechos; en el centro, sobre el suelo, el fogón y un pedazo de cazuela que en ese momento le servía al hombre para tostar un poco de cacao, dos gastados machetes y unos cuantos trastos escarapelados metidos entre los bejucos que amarraban los astillones del rancho.

"Le llamó la atención, sobre todo, el extraño parecido de los dos hombre: barba enmarañada, melena larga y canosa y nariz grande y ganchuda los dos. Sólo una diferencia creyó notar entre ellos. El que lo había pasado adelante tenía los ojos claros, de expresión tranquila. El otro, que se entretenía en fabricar con la cuchilla un absurdo muñeco de madera, los tenía más oscuros y de mirar inquieto.

" -¿Pa onde la lleva, amigo? –le preguntó el hombre mientras le daba vueltas al cacao con una paletilla de madera.

"–Fijamente no sé –contestó sin saber qué decir–. Es qui'ando en busca de un hermano que hace mucho cogió pa estos laos. –Y para desviar la conversación preguntó a su vez:

"–¿Hace mucho que viven aquí?

"–Seis años –contestó el hombre.

"Temeroso de una delación volvió a interrogar:

"–¿Pero de vez en cuando salen a La Estrella?

"El hombre, que quitaba en ese momento el pedazo de cazuela del fuego, replicó con sencillez:

"-¿Pa qué?

"El renco respiró tranquilizado, y agregó para disimular:

"–Es que como hora hay tanto trabajo en Pandora y en Joncrique . . .

"Entonces el otro hombre, que no había llegado a despegar los labios, comenzó a reír estúpidamente y a pronunciar frases incoherentes:

"–¡Mucho trabajo! . . . ¡je, je, je, je! ... ¡Trabaje, muía! ¡Trabaje, bruto! Y trague guaro y quinina ... ¡je, je, je, je! ... Sude calentura y lleve palo y pague multa . . . ¡je, je,je,je!

"El renco se quedó asombrado y el otro, que ya quebraba el cacao con una piedra, se volvió y llevándose un dedo a la frente le hizo un gesto significativo. Después, mientras ponía a hervir el cacao en un tarro de agua, le dijo en voz baja:

"–Hace más di'un año que mi hermano se puso mal de la cabera. –Lanzó un suspiro y agregó–: Pero tiene razón el pobre loco. Nosotros trabajamos diez años en la Línea, ¿y qué hicimos? Estafas del contratista; insultos del mandador; guaro y quinina, como dice el pobre loco, pa cortar las calenturas, y palo y multas de la autoridá. Así vivíamos nosotros hasta qu 'el pobre se puso mal del riumatismo. ¿Y qué hacíamos entonces? ¿Irnos al interior? ¿A qué? Allí no hay trabajo pa nosotros y no queríamos vivir de limosna; por eso nos vinimos pa'cá. Y ahora usté dirá: ¿Qué comen? Yo le pregunto: ¿Qué comíamos allá? Aquí nadie nos roba niños insulta y no nos falta el pedazo'e yuca ni el puñito'e maíz; y hay cacao y bananos y de vez en cuando un pedazo'e carne, si matamos algún animalillo. Allá comíamos arroz hediondo, frijoles picaos y bananos sin sal. ¿Qué andamos con harapos? Allá también. Y por lo menos aquí nadie nos ve ...

"Hablaba atropelladamente, como para que no le interrumpieran, y terminó diciendo con tristeza:

"–Hora mi hermano se ha puesto muy mal y Dios ha de querer que muera antes que yo, pa entérralo . . . A mí que m'entierre el que pase, y si no, que me coman los zopilotes, ¡lo mismo da! –Y se quedó largo rato silencioso con la vista fija en el hervor del tarro.

"Ya listo el menjurje, el hombre se lo sirvió y le trajo unos pedazos de yuca y unos bananos sin sal que tenía guardados en una lata. A pesar del amargor de la bebida, el renco se empinó el tarro colando la basura del cacao con los dientes, y devoró los pedazos de verdura.

"Había dejado de llover y se dispuso a partir. El hombre le preguntó:

"–¿Cómo va a hacer pa encontrar a su hermano? ¿Va ir a Chasse a indagarse con el Agente de Policía?

"El renco se quedó frío, y tartamudeó, para esquivar la respuesta:

"–Pues ... a mí me dijeron que mi hermano ... vivía con una india.

"El hombre se salió del rancho y le dijo:

"–Si es así, lo mejor es que lo busque entre los indios. Cruce aquí, en esta dirección, deja a l'izquierda Sureka y, después de atravesar el nonte, sale al río. Caminando río arriba, a poco andar, se encuentran los primeros ranchos.

"Se despidió del hoiabre y le echó una última mirada al pobre loco, que seguía empeñado en darle fin a su muñeco.

"... Y así fue come llegó, muerto de cansancio, ya de noche, al rancho del indio Matatigres y se improvisó curandero para poder comer y descansar y siguió luego, guiado por Pizote, hasta el rancho del viejo Miguel".

–Y si no llegamos esa noche –exclamó Leví– el renco Ramírez sigue renquiando y llega de veras hasta Panamá.

–¿Y no le dio vergüenza a usté engañar a ese hombre y entregárselo al Resguardo ? –le pregunté.

Leví se rascó la barba un poco desconcertado y se excusó diciendo:

–Hombre, Sibajita, el puesto es el puesto. Por lo menos esa noche la pasó tranquilo, en casa, y al día siguiente, cuando lo llevaba pa Joncrique, iba plumiando su muía y hablándome de su Florita y de lo que pensaba hacer y d'esto y de l'otro . . .

El chino, que había escuchado el cuento recostado al marco de la puerta, lo interrumpió:

–Yo vel pasal los dos y dice: Leví está loco, ¡calajo!

–Eso pensaron todos en Joncrique, cuando me vieron llegar con el famoso criminal suelto y caracoliando la muía –afirmó Leví, riendo.

–¿Y qué hizo el renco Ramírez cuando se dio cuenta de qu'el macho ya estaba enterrao? –preguntó Jorge.

– ¡Demonio! ¡La mirada que m'echó onde le pusieron las esposas! "Si algún día tuviera oportunidá", me dijo, "no le cobraría la captura: ¡le cobraría el engaño! "

Leví se levantó, le dio una ojeada al reloj y dijo:

–Ya son las doce y el moto-car no aparece y yo tengo que ir a darle una vuelta a mi mujer qui'hace ya dos días que no me ve.

Don Ramón sonreía maliciosamente, mientras Jorge murmuraba:

–Hombre, si así terminó la cosa, no sé onde está lo de reírse de Leví.

–Si es que se quier'ir por no contarles la segunda parte qu'es onde está lo mejor –aseguró don Ramón muerto de risa.

–¿Idiay? –exclamamos todos–. ¿Entonces onde está la gracia?

Viéndose comprometido, Leví agregó de no muy buena gana:

–Pues, nada, hombre. Que hace por ahí di'un año, en una de las tantas veces que llegué a pasiar a Sixaola, pasé el puente , como de costumbre, pa saludar a mis amigos del otro lao. Después de tirarme unos tragos con unos guardas panameños, se mi'ocurrió ir a dar una vuelta por ahí cerca.

(1) Puente internacional sobre el río Sixaola, río que divide allí el territorio costarricense del panameño.

En eso andaba, cuando me antojé de un refresco y me metí onde un chino a comprarlo. Cuando entré al negocio "i unos hombres paraos a l'orilla del mostrador, tirándose unos tragos. Pedí una soda, y al oír mi voz uno'e los que me estaban dando la espalda se volvió . . . ¡Yo me quedé frío! ¡Era el renco Ramírez en persona! " ¡Hola, don Leví! ", exclamó, acercándose y tendiéndome la mano. " ¡Dichosos ojos que lo vuelven a ver! " Yo no hallaba qué decir. Llamó a los otros, diciéndoles: "Vengan pa presentarles el horr.bre de quien les he hablao tanto". Los tales amigos se me jueron presentando y por el modo de hablar me di cuenta'e qu'eran nicas. En cuanto me serené un poquito, le dije, por decirle algo: "¿Idiay, qué anda haciendo por'aquí? " Y me contestó que yo le había hecho un gran favor con no dejarlo huir, porque su familia le había puesto un abogao y que com-probaos con todos los piones de la finca los atropellos del macho, y sus buenos antecedentes, lo habían indultao al año medio d'estar preso. Y que había resuelto irse con Florita a Panamá, onde estaba muy contento ajustando unos rialillos pa llevársela pa Guanacaste. "¿Ya ve? ", le dije yo, completamente tranquilizao. "En estos casos lo mejor es arreglar las cosas por el camino legal y no andar de tonto pasando trabajos". El renco se rajó pidiendo güisque pa todos y a l'hora de tomar, dijo: "Este trago es por mi captura y por la liberta conseguida", y s'echó el trago di'una buchada. Yo quise hacer lo mismo, pero apenas me había mojao los labios el renco me metió una gran trompada, diciendo: " ¡Y ésta es por el engaño y pa que vea que cumplo la palabra! " Cuando me levanté, escupiendo sangre y medio atarantao, ya iban largo y todavía se oían las carcajadas de burla de los nicas . . . Todos soltamos la carcajada y don Ramón remató diciendo:

–Y lo más bonito es que le pagó con la misma moneda,

porqu'era mentira lo del indulto: el renco se había fugao de San Lucas junto con otros dos; y no hubo chance de desquite, porque cuando conseguimos la orden de extradición ya el condenao había desaparecido. ¡Engaño por engaño! –Y el viejo se tenía la panza y lloraba de la risa.

Cuando pudo hablar y dirigiéndose a mí:

–¿Qué decís vos del asunto?

–¿Yo? Pues, qu'el renco mató muy bien matao al macho, pero que no debió golpiar a Leví ... ¡se lo debió de haber echao a la espalda también, por mala fe 2.

Entró el dependiente negro anunciando que ya había llegado el moto-car y que todo estaba listo. Nos despedimos del chLio y un momento después volábamos hacia Olivia, a donde llegamos en un escaso cuarto de hora. Y allí me dejó el moto-car, que arrancó de nuevo tronando y escupiendo nubes de humo hediondo, rumbo a Sixaola, mientras yo les decía a todos fdiós con el sombrero.

Por las ventanas de las casillas se asomaron algunas caras negras, y de la puerta de una de ellas salió un hombre a saludarme:

–¿Cómo está, compañero? ¿Qué tal lo trataron esos carajos?

Yo me quedé un instante haciendo esfuerzos por recordar en dónde había visto esa cara curtida por el sol. "Debe ser un liniero que me ha conocido en alguna parte", pensé. Y le hablé entonces como a un antiguo conocido:

–Pues, me fue regular, compañero. Ni muy muy, ni tan tan, qve digamos.

– Es que allá ajuera jue un desastre. A la gente de Joncrique la engañaron con la salida del carro y sólo sacaron a la votación a un grupillo'e borrachos que votó por todos. Y dicen :rue al fiscal del Bloque lo metieron a la cárcel y que después hicieron lo que les dio la gana en la Mesa: chorriaron hasta jos muertos y cambiaron los votos nuestros por otros d'ellos. El Agente'e Policía anduvo repartiendo guaro, y en la noche jue una borrachera general y bochinches entr'ellos mismos. A nosotros nos contaron que ya tarde el radio del Comisariato estaba anunciando el gran triunfo del partido oficial, con Himno Nacional y todo.

–-Así tenía que ser, compañero –le dije no sin amargura–. ¿Usté eré qu'ellos van a dejar qu'el pueblo se libere por medio de unas votaciones qu'ellos mismos controlan y dirigen?

– ¡Pues, no va a quedar otro camino qu'entrarles a machete! –exclamó el hombre, cerrando los puños.

(2) Manera de decir que debió matarlo también.

–Hay otros medios, compañero. ¡El día que todos los de abajo nos organicemos, ese día cantará otro gallo!

Al ruido de la conversación salió una mujer secándose las manos en el delantal. Inmediatamente recordé haberle dado unas hojas sueltas en Home-Creek.

– ¡Hola, compañero! –exclamó gozosa–. Se me puso que lo íbamos a encontrar. Pase adelante.

Ya en el interior, sucio y sin muebles, agregó:

–Va a perdonar, pero es qu'estamos llegando en este momento y no nos hemos acomodao. ¿Quiere un poquito'e café? Es lo único que le puedo ofrecer, porque ya lo estoy chorriando. –Y me señalaba un chorreador improvisado sobre el molederillo y la cafetera hirviendo sobre los tinamastes. Luego, acordándose de pronto–: Yo le llevé las hojas que me dio a Chepe y él lar, repartió entre los muchachos.

Chepe se fue a recoger unos grar.des sacos de gangoche que había dejado afuera. Yo me enti etuve mirando distraídamente las complicadas maniobras de la mujer. Destapó el tarrillo del café molido, que olfateó con fruición arrimándoselo a la nariz, y echó unas cuantas cucharadas a la bolsa de manta del chorreador, a la que apretó la punía para calcularle con la mano el tanto que tenía. Con la cafetera en alto, dejó caer el chorro de agua hirviente, poco a poco, para remojar el café, y después, inclinando más la cafetera fue aumentando el grueso del chorro, al que movía en un cierto vaivén para impedir que cayera en un solo lugar. Se hinchaba por momentos la bolsa humeante, mientras destilaba de su punta el chorrillo oscuro del café que caía cantando alegremente en el pichel, y su aroma, suave y excitante, llenó toda la casilla.

–¿Le gusta juerte, compañero? –me preguntó de pronto.

–No. Pa mí, ralito; del último que salga de la bolsa. –Y como me mirara sorprendida, agregué riendo–: Nunca me pudieron acostumbrar al café tinto, a pesar de que mi agüela lo tomaba que hasta que le manchaba la taza y casi sin dulce.

Regresó Chepe y, ya los tres con las tazas en la mano, murmuró:

–Se lo tiene que tomar en el aire, y negro* y con lengua, porque aquí no se consigue pan, ni leche, ni cosa que se parezca.

Por la puerta abierta de la cocina alcanzaba a ver dos mulas amarradas en el cacachuital, y acordándome de la pasada de la montaña suspiré en voz alta por una bestia, para llegar un poco más descansado a Home-Creek.

–Precisamente rn eso pensábamos cuando veníamos de camino -^dijo Chepe–. Hora se irá en una d'esas mulas. Son del cabo Lencho, que nos vino a dejar y nos dijo que ojalá se li'ocurriera a usté regresar hoy y s'encontrara con nosotros. Horita viene por ahí a saludarlo.

Alegre con mi buena suerte y agradecido con esas gentes casi desconocidas para mí, les pregunté:

–¿Y qué se vinieron a hacer aquí, si esto s'está quemando?

–Sí –murmuró Chepe con tristeza–. Hora nos estábamos dando cuenta d'eso, pero ya estamos en la muía y hay que jinetearla. Mañana voy a hablar :on don Pedro, que me conoce desde hace mucho tiempo, í ver si me da algo qué hacer. –Y agregó–: Del otro lao, la cosa también está mal. La Compañía está abandonando todo o llevándoselo p'al Pacífico, y cabo Lencho, qu3 me había dao unos tiabajillos, está resuelto a abandonar la finca pa irse de contratista a Quepos o Parrita.

–Yo no quise que nos juéramos p'allá –intervino la mujer–, porque los muchachos que han vuelto nos han dao muy malas noticias. Dicen qu'es más mal clima qu'el Atlántico y que pagan una cochinada.

Cuando cabo Lencho llegó, nos saludamos como viejos conocidos. Era un hombre alto y huesudo, de cara flaca, pálida y curtida como la de todos los linieros, y como éstos llevaba el ruedo de los pantalones metido dentro de las medias y los pies calzados con toscos zapatones.

–Estaba temiendo no toparme con usté hoy –me dijo–. Mi mujer m'entregó los papeles que usté me dejó, y yo sentí mucho no haber estao en el rancho pa haberlo venido a encaminar en la muía. Horita estamos allá.

Un momento después me despedí de mis amigos, le aflojé las riendas a la bestia y me interné entre el cacahuital en pos de cabo Lencho.

Las mulas, sudando agitadas, subían rápidamente las pendientes. Ya dominábamos la cumbre, cuando cabo Lencho detuvo bruscamente la muía y se quedó esperándome. Cuando llegué a su lado me señaló una hermosa gallina de monte que se escurría entre la hojarasca, exclamando:

– ¡Mire ...! ¡Haber traído el rifle!

Al comenzar las bajadas y los resbalonazos, por entre los parados canjilones, me arrepentí de haberme encajado en la muía. Yo me sentía como un saco de huesos, bamboleándome furiosamente a cada sacudida, revoleando la cabeza como si tuviera el pescuezo de hule y levantando las ca.nillas para librarme de los restregonazos en los paredones, mientras embrocado sobre el animal me agarraba con uñas y diemes de la crin.

De cuando en cuando oía los gritos de cabo Lencho, que marchaba adelante casi en la misma facha:

– ¡Téngase duro, compañero! ¡De nosotros nunca se ha dicho nada!

En una de tantas se le reventó la grupera a la montura de cabo Lencho, y el pobre salió por las orejas, escapando milagrosamente de que lo atrepellara la bestia. Se levantó maldiciendo a componer el desperfecto y yo aproveché el descanso para bajar de mi cabalgadura, pues ya no sentía, de la cintura para abajo, nada más que un hormiguero que me subía desde los talones hasta las nalgas.

Un poco más adelante cabo Lencho se detuvo para decirme:

–Aquí no podemos bajar montaos. Echemos las mulas por delante, porque si no nos matan.

Arrollamos las riendas en el pescuezo de los animales y los animamos a echarse por el atajo. Resoplando, con el rabo parado y las patas rígidas, las mulas bajaban resbalando por la pendiente como por un tobogán, pareciendo imitar, con su gesto sostenido, a los caballitos de palo de las fiestas.

– ¡Se matan, compañero! –grité espantado.

– ¡Qué vas a crer! –replicó tranquilo–. Pa eso son mulas, y las mulas pueden hacer eso y más sin matarse.

Atravesábamos al fin los abandonos al trote alegre de las mulas, que relinchaban de placer olfateando la proximidad del rancho. Pronto estuvimos en el claro y un momento después plantábamos las mulas frente al rancho de cabo Lencho. Desde lo alto de la cocina abierta frente al rancho, una mujer gritó, mientras se medio arreglaba el pelo y las enaguas y ponía algunas cosas en orden:

– ¡Me cogieron asando ilotes ,1 ¡Yo no creí que llegaran tan temprano!

(1) Forma popular de decir que a uno lo han sorprendido, que lo ha:i cogido descuidado.

–-Jué qu'el compañero llegó casi al mismo tiempo que nosotros a Olivia –contestó cabo Lencho, mientras desensillaba las bestias y las espantaba hacia el abandono.

La mujer se acercó a la orilla del entarimado que le servía de piso a la cocina y después de saludarme cordialmen-te me invitó a subir.

–Siéntese allí –me dijo, señalando un taburetillo y cogiéndome las bolsas y el sombrero para guardarlos en el cuarto.

Bajita y delgada, de piel morena y ojos negros, daba la impresión de ser mucho más joven que su compañero, aunque algo ajada por el clima y los trabajos. Se movía afanosamente preparando la comida.

Todo en el rancho era limpio, aunque humilde: la mesa, los bancos y el molederito. Sobre el gran fogón brillaban la cafetera, una olla y un comal en el que chirriaba la manteca.

–Horita está puesta la mesa –prometió la mujer mientras ochaba al comal unos grandes pedazos de carne tiernita y gorda, que me abrieron de nuevo el apetito. "Mataron chancho", me pensé. Cabo Lencho me sacó del error, mostrándome en una batea un medio tepezcuintle ya listo para caer a la olla.

–Anoche lo tiré –afirmó–; ya son escasos, pero de vez en cuando s'encandila alguno. –Y abriéndole la carne me decía:

– ¡Vea qué tocino! ¡Estaba gordo com'un chancho el sinvergüenza!

Mientras saboreaba una de las piernas del tepezcuintle bien dorada, le pregunté a cabo Lencho, refiriéndome a un ranchillo que me quedaba al frente:

–-¿Ese otro rancho es suyo también, compañero?

–-Sí. Se lo tenía prestado a Chepe. Hora lo cogió un pión que tengo y que vive solo, pa mientras me voy.

–Yo le aconsejaría que no se fuera p'al Pacífico –le dije entonces.

–¿Y qué voy hacer aquí? Ya abandoné el banano, porque no voy a estar cuidándolo pa que me lo bote la Compañía En la última corta qu'hice puse ciento sesenta racimos en la plataforma. . . y me recibieron veintidós. Además, la Compañía está abandonando esto y llevándose todo p'al Pacífico, porque dicen que ya aquí la tierra está agotada y que a!lá el banano es de muchísimo mejor calida. ¿Usté, que conoce, qué dice d'esto?

–Yo l'único que le digo es qu'esos son puros cuentos de camino. ¿Qu'está agotada la tierra? ¿No hay todavía en esta zona grandes extensiones de montaña virgen? ¿Y no están abandonando también fincas nuevas en plena producción? ¿Y su banano, cabo Lencho, y el de todos los finqueros particulares, no lo están botando pa arruinarlos? ¿Mejor calida? ¡Qué se lo digan a ur tonto, pero no a usté o a mí que conocemos!

–Tal vez es qui'allá les sale más barato –insinuó la mujer.

–Tampoco –afirmé–. Aquí ya tienen hechos los ferrocarriles y hay ramales por todas partes y con unos cuantos pesos habilitan cualquier nueva plantación; y tienen sus muelles y sus edificios. ¿Y el terreno? Más bien en algunas partes hay que hacer zanjos pa secarlo, porque abunda el agua. En cambio, allá tuvieron que hacerlo todo: muelles, ferrocarriles, edificios, enormes cañerías p'al veneno y otras p'al agua. ¿Qué le parece? ¡Tubos por todos los bananales pa regar el banano!

Y cabo Lencho, pensativo:

–No s'explica uno eso ... Algo tiene que ser, porque lo que son los machos no arrancan pelo sin sangre.

–Tiene usté razón –le dije–. Y no en balde iban a gastar la plata que gastaron en propaganda y en banquetiar viejos encumbraos y en sobornar a medio mundo pa que les pasaran la nueva contratación, regalándole a la Compañía todo el litoral del Pacífico y sin pedirle siquiera medicinas pa los bueyes qu'iban a ir después a regalarle el sudor y el trabajo.

–Amigo, amigo –comentó entonces cabo Lencho–, Como decían en no sé qué periódico, a esos los contentaron como a los indios: con una chistera vieja y un trompo'e música. ¿Qué será la cosa?

–Cuidao, cabo Lencho, si el banano allí no va a ser otra cosa que un trapo pa tapar quién sabe qué cosas militares. Han hecho drágaos profundos, líneas estratégicas y grandes campos de aviación. Y las máquinas que bombean el veneno también pueden bombiar petróleo pa los aviones, y la cañería del agua puede llegar hasta las bahías.

Hombre y mujer asentían pensativos. Yo terminé diciéndoles:

–Por eso les aconsejo que no se vayan. Allá se gana mal y el clima es mortífero. Aquí tienen su rancho, sus mulas y sus gallinas. Siembre lo que pueda, compañero, porque la guerra se extiende y nos vamos a morir di'hambre. Lo mejor es tener el maicito y los frijoles, que ya con eso y con los plátanos y las yucas se llena uno la barriga.

La mujer miraba a cabo Lencho haciéndole gestos con la cara, como diciéndole: "Yo te lo decía". El se rascó la cabeza, murmurando desconcertado:

–Me ha puesto usté a cavilar, compañero. Lo mejor será pensar un poco más eso del viaje.

Miraba yo distraído unas gallinas que escarbaban casi en la puerta del otro rancho, cuando salió de él un hombre un poco encorvado, en camiseta y en chancletas y se puso a picar unos palos después de espantar los animales. Yo sentí al verlo una extraña emoción, pues le noté un no sé qué de parecido con un amigo querido de mis tiempos da liniero, a quien daba por muerto, pues hacía muchos años que no tenía noticias de él a pesar de -nis frecuentes viajes por la Zona Atlántica. Con el pretexto de darle una vuelta al rancho me dirigí a donde estaba el hombre, deseando una sorpresa agradable y temiendo una desilusión. Cuando estuve cerca le hablé:

–Buenas tardes, amigo.

El hombre se volvió. Al verme dejó caer el hacha, abrió mucho los ojos, asombrado, y exclamó en una explosión de sorpresa y de alegría:

– ¡¡José Francisco!!

– ¡¡Herminio!!

Y nos abrazamos fraternalmente. Yo sentía un deseo loco de gritar y de reir.

– ¡Qué ganas tenía de volverte a ver!

– ¡Cuántos años sin vernos, hermano!

Herminio, sin soltarme del todo, se echó para atrás, como para verme mejor, y después de examinarme de arriba a abajo exclamó:

– ¡Carajo, qué bien qu'estás! Te has hecho más alto y más grueso con los años. En cambio, ¡veme a mí! –Y me mostraba su cuerpo enflaquecido.

Herminio estaba viejo a pesar de ser de mi edad; le faltaban casi todos los dientes, y sus ojos verdes, desteñidos, se cerraban nerviosamente como si les molestara la luz.

–T'estás quedando calvo –le ad\ ertí.

–Es qu'ne sufrido mucho –suspiró, pasándose la mano por el pelo ralo y encanecido. Luego, olvidando sus penas con la alegría del encuentro, me tomó del brazo diciendo:

–Vamos al rancho pa que conversemos, si es que no andas de precisa. Quiero saber qué ha sido'e tu vida, ¿No ti'has casao?

–No, ¿Vos?

–Yo, sí. Hora soy viudo.

Entramos al rancho. Un camón, dos bancos, un mole-dero que debía servir de mesa y u-rj fogoncillo; colgadas de un garabato, dos ollas pequeñas y una cafetera. Los trastes y la ropa y unos zapatos nuevos, todo se amontonaba sobve un par de tablas aseguradas en un rincón, casi a la altura de la cabeza; debajo del camón asomaban los zapatos y el puño del machete.

–Busca en qué sentarte. Yo estaba rajando unos palos p'hacer un poco'e café. ¿Sabes lo que tengo en aquella olla? Pejibayes cocidos y de los que te gustaban a vos: de los rayaos. Hora los vas a probar con el café. –Y salió a recoger las astillas.

No quise decirle que acababa de comer por no enfriar su entusiasmo. Regresó con la leña y, mientras encendía el fuego con un culillo de candela y enjuagaba la cafetera, me dijo sonriendo:

–Ya a vos se te olvidó esto, ¿verdá? Yo a veces cocino, cuando estoy de buenas; cuando tengo pereza, como ond'el patrón. ¿Ti'acordás cuando llegábamos bien cansaos del trabajo y nos teníamos que doblar a cocinar? –Sacó cuentas con los dedos y exclamó:

– ¡Catorce años hace d'eso, si mis cuentas no andan mal! ¡Cómo se pasa el tiempo! Hora que te veo aquí, me parece que jue ayer . . .

Mientras hablaba había prrimado los pejibayes al fuego para que se fueran calentando. Lavaba los jarros con una tusa y ceniza, sacando el agua de un gran calabazo quo tenía amarrado a un horcón, y de vez en cuando se arrimaba a sophr el fuego y a vigilar la cafetera. Todo lo hacía de prisa, alegremente, y echándome miraditas disimuladas de cuando en cuando, como si no se cansara de admirarme.

Seguro sentía un gran placer con hablar de los antiguos conocidos e inquiriendo y dando noticias de ellos.

–¿Te acordás de Pancho y de la Pastora? ¿Qué si'harían?

–Yo me volví a encontrar después con ellos –le contesté–. Luego cogieron pa Chiriquí y quién sabe qué so han hecho.

–-¿Y el nica Jerez, que nos tenía locos con el cuento'e que había estao en los Estados Unidos y qu'era nieto di'un tal Jerez que firmó no sé que vaina con Costa Rica, y con la hermana que tenía en Cuba, y con un su cuñao qu'era General?

–A ése lo mató una bocaracá, por Matina.

– ¡Pobre viejo! –suspiró melancólico, removiendo los tizones que crujieron soltando un chorro de chispillas fugaces. Se volvió para decirme:

–¿Sabes a quién vi l'última vez que pasé por San José, hace por ahí de unos ocho años? Al gato Andrés. ¿Ti'acor-dás? Lo encontré en el hospital, acurrucao en un catre y con una gran pesa guindando'e las canillas, como pa ver si so restiraban. Estaba baldao del reumatismo, y se puso contento de verme.

–Es que casi sólo en los zanjos trabajaba, ¿no ti'acordás?

Asintió con la cabeza. Pareció acordarse de pronto de algo alegre.

–¿Y los "gemelitos"? ¿Los has vuelto a ver? ¡Par de viejos más borrachos! . . . ¡ji, ji, ji! –Reía poniéndose la mano en el pecho como si algo le doliera por dentro, y su risilla gastada apenas si parecía un eco de las ruidosas carcajadas de mi antiguo compañero de aventuras y trabajos.

¿Y Badilla? ¿Y el Cholo? ¿Y el pobre Calero?

A la evocación de las cosas y de los. amigos lejanos iban pasando por mi mente, con la velocidad del vértigo, como una loca fantasmagoría cinematográfica, todos los amargos días de mi juventud vividos a la par de ese hombre, que más que amigo fue un hermano para mí.

– ¡Mis diecinueve años! –suspiré.

Entonces aún conservaba yo mis ilusiones, a pesar de mis dos años de rodar y de golpearme en los inmensos bana-nales de la Zona Atlántica ...