-IV-


Muy a las cinco de la mañana ya estábamos en pie. Soplaba una brisilla helada y el día despuntaba claro y despejado. Mientras me lavaba en el tanque, fueron apareciendo algunos indios trasnochados, con el pelo alborotado y las ropas en desorden. Una india joven y guapa, con una arrugada bata de colores chillones y una reseca porquería de la nariz pegada en la mejilla, seguía con ojos cansados las idas y venidas de Leví.

Después de tomar café, todos se dedicaron a alistar las alforjas y maletas. Yo, que nada tenía que arreglar, me senté en el corredor, a esperar la hora de partir. Llegaban, de cuando en cuando, por el trillo que venía del tambo, grupos de indios con sus mujeres y cargando sus chunches a la espalda. Pasaban a despedirse, con mil muestras de respeto, de don Ramón y compañeros, y luego se internaban por los trillos fangosos, camino a sus lejanas rancherías.

Los más allegados a los viejos se iban quedando para despedirlos, y también otros muchos que harían un trecho de la jornada con nosotros. El cholo que la tarde anterior nos acompañó al río, y que fue de los que más trabajaron por malquistarme con la indiada, me saludó sofriendo amistosamente. Por decirle algo le preguntó por Escat.

–¿Escat? –exclamó–. Pobre viejo, muy borracho, no pudo caminar a su rancho; se queda acostao cerquita el tambo, sobri'un tronco, y apenas oye cantar lo gallo en la mañanita, se sienta y dice: " ¡Yo quero sopa de gallo! "

Luego, en un arranque generoso, me tendió la mano, diciendo:

–Bueno, don Sibaja. Yo siento mucho nu'estar con su partido; per'usté ser buen hombre y yo querer ser su amigo.

Un rato después fue apareciendo el músico Serafín de la Miranda, que me llamó a un rincón aparte para decirme:

–Se me había olvidao pedirle qui'haga algo pa que nos quiten el dólar por' hectária que tenemos que págale aquí a la Yunai, pa poder vivir y sembrar . . . Usté no sabe lo qu'es un dólar pa los'indios.

–¿Todavía en estas rinconadas se atreve la Yunai a cobrarles un dólar por hectárea? ¿Qué derecho tiene? ¿Ya no habían abandonao Talamanca esos bandidos?

–Pregúnteselo a don Leví –contestó Serafín–. Aquí un dólar y seguro que en el valle más; por eso nadie vuelve a vivir allí.

Casi todos los indios que se habían quedado con nosotros estaban deshechos por la borrachera de la noche anterior, y humildemente pedían un traguito a Leví, "pa componerse", según decían.

– ¡No me jodan hora la paciencia! ¡No queda una gota ni pa remedio! –les contestaba.

Pero cuando ya todo estuvo listo para la partida, sacó la garrafa, en la que todavía quedaba tamaño poco de aguardiente, y en un jarro lo repartió entre los indios. Luego escogió a unos cuantos de los más jóvenes y robustos y cargándoles los maritates de los viejos, dio la orden de partida.

Jorge y yo marchábamos a la cola de la comitiva. Atravesábamos la plazoletilla y, antes de internarnos en el trillo que nos había de llevar hacia la orilla del río, los dos, como si nos hubiéramos puesto de acuerdo, nos volvimos para echarle una última mirada a la casona. Desde el corredor el Culi tuerto nos decía adiós con la mano.

– ¡Pobre viejo! –murmuró Jorge–. Allí vive solo, al cuidao de la casa. Por lo menos, hora se quedó contento, porque le dejamos media botella de canfín, un montón de cigarros y lo que nos sobró del bastimento.

Los indios marchaban adelante, doblados bajo el peso de la carga, a trote de muía. Los viejos no se les quedaban atrás y nosotros tuvimos que apurar el paso para alcanzarlos. Bañados en sudor y cubiertos de barro hasta las rodillas, llegamos por fin a la orilla del caudaloso río.

Después de depositar la carga sobre la arena del playón y de enjugarse el sudor con el reverso de las manos, los indios se despidieron de nosotros. Algunos se devolvieron por donde habíamos venido; otros cruzaron el río en sus cayucos y, después de ocultarlos en la ribera opuesta y de dirigirnos un último saludo, se perdieron entre las picadas del monte, mientras el resto, en sus cayucos también, remontaba trabajosamente el río hasta perderse de vista en el cercano recodo.

Leví hizo bocina con las manos y dirigiéndose a la orilla opuesta, gritó repetidamente:

– ¡Heey, Andrééees! ... ¡heey, Andréees!... ¡estamos liiistooos!

El eco de sus gritos se alejó por los montes y alguien, a la espalda nuestra, contestó con otro grito. Nos volvimos. Era el chinito, que llegaba resoplando como una res herida.

– ¡Anjá, don Felipe! –le gritó Leví riendo–. Casi lo dejamos perdido.

– ¡Calaje! Yo levanta templano pelo quela mucho lato convelsando con Lamilo.

–Es qu'el chino estaba durmiendo en el rancho de Ramiro –aclaró Leví. Y sin que yo se lo preguntara agregó:

–Hora tenemos que aguardarnos a que Andrés y su compadre vengan con sus cayucos, pa que nos lleven hasta onde está mi bote, en el que yo creo que cabemos todos, estrujándonos un poquito. –Y mientras los demás se lavaban el barro, él extendió su capa bajo la sombra fresca de un árbol inmenso y se tendió a descansar sobre ella.

Aprovechando la oportunidad me acerqué para preguntarle algo que me tenía intrigado desde el día anterior:

–Leví, ¿qué se ha hecho Meléndez, que no lo he visto por ninguna parte?

–¿Meléndez? –exclamó reincorporándose a medias–. Hombre, Sibajita, a Meléndez lo mataron hace ya bastante tiempo. ¿No se dio cuenta usté de eso por los periódicos? Si eso fue una cosa horrorosa.

Yo me quedé frío.

– ¡ Ah!, hora que me acuerdo –prosiguió Leví–, Meléndez era conocido suyo, ¿verdá? Era muy simpatizante de su Partido y parece que entendía algo d'esas cosas de que ustedes hablan tanto, ¿verdá, Sibajita?

–Sí, Leví, Meléndez era un hombre muy inteligente y le gustaba mucho leer . . . Pero, ¿por qué lo mataron?

–Pues, hora que hablamos d'esto, acato que tal vez esas ideas que tenía el finao metidas entre la cabeza fueron las que le ocasionaron la ojeriza del Chiricano. Usté no conoció a ese viejo, ¿verdá? El Chiricano fue por mucho tiempo mandador de la Compañía, y parece qu'era muy jodido con la gente. Lo cierto del caso es qu'era hombre de pocos amigos y muy mal querido por todos; pero estaba bien puesto con los machos, Un día'e tantos se enredó en un lío un poco feo, tuvo que huir de la justicia y se metió en el corazón d'estas montañas; se amancebó con una india fea y mala como una bruja, y aquí se quedó a vivir pa siempre. Cuando yo conocí al tal Chiricano, ya estaba viejo y tenía muchos años de vivir aquí. Er'una muerte de obispo que asomara la nariz a Chasse y lo qu'es al otro lao yo creo que ni en sombra se le ocurrió llegar. Y seguro que con la edá se volvió un poco chiflao y le dio por dedicarse a las brujerías. ¡Y qué fama tenía, Sibajita! Como los indios son tan creyenceros, hablaban de pactos del Chiricano con el diablo y de no sé qué secretos que tenía. De creerles uno todo lo que contaban, el viejo curaba al que le daba la gana y al que se le antojaba lo desgraciaba con una enfermedá misteriosa o con una ruina que no lo dejaba levantar cabeza. Lo cierto es que con esas babosadas se hacía temer y respetar de todos, indios y castellanos, que no hacían nada sin consultar con él; y él vivía de la tontera de los demás. Sólo Meléndez se atrevía a burlarse de las brujerías del Chiricano y a decir que ese no era más que un viejo vagabundo y sinvergüenza, que como ya no podía seguir de perro de los machos, quería vivir hora a las costillas de los tontos. Y de aquí nació el aborrecimiento que yo sabía que le tenía el Chiricano ...

–¿Pero, cómo fue que sucedió el asunto? –le interrumpí yo, que ardía en deseos de conocer detalles del desgraciado fin de mi amigo.

Leví, poniéndose la mano de pantalla, le echó una larga mirada a la otra orilla y exclamó:

–Ya qu'ese par de carajos de Andrés y su compadre seguro se han imaginao que nos vamos a quedar a vivir aquí, y que a usté 1'interesa el asunto, se lo voy a contar con pelos y señales.

–Pues verá usté, Sibajita –comenzó Leví–. Un día, como a las nueve de la mañana, estaba yo en el corredor de casa curando una novilla que se había muquiao, cuando veo llegar a Ramiro a la carrera. Casi no podía hablar del susto. "Don Leví", me gritó, " ¡en la poza'el Tuntún hay un muerto! " "¿Que qué decís? " " ¡Que allí hay un muerto! ", repitió Ramiro. Y me contó qu'el venía bajando en su cayuco y que al písar por el Tuntún, en un remolino que tiene, había visto algo muy raro; entonces se acercó y resultaron ser unos zapatones. Arrimó más el cayuco y pudo distinguir com'unos pantalones o unas piernas entre el agua. El no se fijó bien; la cosa es qu'era un muerto qu'estaba de cabeza entre la poza y no sacaba más que los zapatos, que daban vueltas en el remolino. Inmediatamente lo mandé a traerse al chino Felipe PA que fuera con nosotros a ver qué era la cosa, y un par de botellas de guaro por lo que pudiera suceder. . . ¡Es que aquí vivimos comu'animales, Sibajita! Cad'uno aparte, en su rinconada, sampao en su rancho como entre'una cueva. Si a alguien le pase algo, uno se viene dando cuenta, si acaso, hasta que ya la cosa no tiene remedio. El día menos pensao me pasa a mí lo mismo, ¡y san si'acabó!

Y después de aplastar de un manotazo sonoro una hormiga que se le iba subiendo por el brazo, continuó:

–Y en cuanto llegó Ramiro con el chino y las botellas de guaro, llamé al finao Pelegrino, qu'estaba estuzando maíz, cogimos el bote y nos dejamos venir pa'l Tuntún. Como hacía sol y el río estaba clarito, no nos costó trabajo darnos cuenta de que de veras era un muerto lo que había en la poza. "Está maniao", nos dijo Pelegrino, en cuanto nos arrimamos un poquito. Y tenía razón el viejo, porque las patas estaban mancornadas con un bejuco. Entonces yo le ensarté la palanca por debajo de la amarra, y poco a poco lo arrimamos al playoncillo qui'hay del otro lao. Y usté viera, Sibajita: casi le arrancamos las canillas a l'hora de sacarlo a la orilla, pues resultó qu'el muerto tenía las manos amarradas pa'trás, como abrazando un rollo de rieles y una escopeta que le habían asegurao a la espalda, seguro pa que se juera al fondo. ¡Sólo por un milagro de Dios pudo sacar las patas, como pa que no se quedara su muerte sin castigo! ¡Y que cuadro! Era imposible reconocerlo ... Tenía la panza abombada y la cara abotagada y lívida. Seguro que los animales habían comenzado a hacer fiesta con el, porque tenía los ojos comidos, y de la nariz no le quedaba más qui'un pellejo blancuzco, caído sobre un lado de la cara; parecía que s'estaba riendo, con los dientes pelaos, pues le fa taba un pedazo de labio y e! otro lo tenía lleno de grietas ... ¡Y qué pestilencia por Dios Santo!

Leví hizo una mueca i de asco y volvió la cara para escupir con fuerza, limpiándose después con la manga de la camisa. Yo saqué el pañuelo y me enjugué la frente, que tenía empapada en un sudor helado.

–Todos nos echamos pa'atrás, tapándonos la nariz -continuó Leví–. Pelegrino dijo qu'era imposible averiguar quién era; que nadie tenía estómago pa enterrarlo en el estao en qu'estaba y que lo mejor era volverlo echar al río y después ver quién era el que faltaba en Talamanca. Yo me opuse, pues ya se me había clavao una espinita. Me puse un pañuelo en la nariz y me li'acerqué a examínalo. Entonces sí que ya no me quedó ninguna duda, Sibajita ..." ¡Este es Meléndez! ", les dije. "Aquél es su Réminton y yo conozco muy bien la faja de cuero de venao que siempre usaba". Y como yo miraba la gente muy rejega, les dije entonces que lo mejor sería que nos metiéramos un traguito, pa mientras íbamos pensando lo quiliabía que hacer. El asco les había despertado la gana de beber y cad'uno s'empujó sus cuatro dedos de guaro; y al poquito hablar, ¡otro trago! En cuanto se li'asentó el segunde trago, comenzó el chino a hacer caritas, y a acordarse de lo bueno qu'era el finao, y a decir que cómo era posible que lo dejaran así, tirao como un perro, y qu'esto y qu'el otro y que por aquí y que por allá. Yo me pensé: "lo qu'es éste ya lo tengo entr'el saco". Y ya al cuarto trago,

Pelegrino l'hizo segunda al chinito, y mientras él agregaba no sé qué di'una sola familia que éramos todos los de Tala-manca, Ramiro, secándose las lágrimas, nos contaba los favores que le había hecho Meléndes: cuando a él se li'había enfermao la mujer. Lo cierto fue qu'el guaro les ensuavizó el corazón y en un dos por tres enterramos al dijunto y li'hicimos una cruz, amarrada con bejucos, pa que se sepa onde quedó.

–¿Y cómo averiguó lo del Chiricano?

–Pues, muy fácil, Sibajita. Desde el primer momento se me metió entre ceja y ceja que en eso andaba de por medio el Chiricano y que a Meléndez lu'habían matao a traición y en su propio rancho. ¿Sabe por qué? Porque el finao, desde que la culebra le mató la india que vivía con él, le llevó la chiquita a los suegros y se quedó viviendo solo en el rancho. Si lo hubieran matao más arriba, lo hubieran echao en las Revueltas, qu'es un pocerón qu'está como a unos mil metros más adelante del Tuntún; y si más abajo, en la poza del Lagarto. Por eso yo, al día siguiente en la mañanita, levanté a Pelegrino, y, alistando un almuerzo y un traguito, nos juimos en el bote, aguas arriba. Mi idea era registrar los cayucos qui'hubiera entr'el Tuntún y las Revueltas, por si habían dejao algún rastro. Como yo sabía ond'era que los escondían sus dueños la cosa nú'era muy difícil, y'en cuanto llegamos a la poza comenzamos la tarea. Comu'a las once y media del día ya nos faltaba poco pa llegar a las Revueltas, sin haber encon-trao nada, cuando Pelegrino, que si'había adelantao un poco por entre el monte de la orilla mientras yo terminaba de revisar un cayuquillo, me llamó repetidamente. Corrí a ver qu'era la cosa. El viejo estaba agachao examinando un cayuco, y en cuanto me li'acerqué me dijo, señalando unas manchas como di'aceite en la cabecera del cayuco: "Fíjate, Leví: en este cayuco o han traído un animal muerto o han bajao al finao". Yo mi'agaché también y, después de un ligero examen, encontré unos cuantos pelos negros, largos y medio acolochaos, pegaos di'una estillita del fondo. "Estos no son pelos de venao ni de sajino, ¿verdá, Pelegrino? , le dije, metiéndoselos casi entre los ojos. El viejo s'echó pa'atrás y exclamó espantao: " ¡Es'es pelo de cristiano! " En ese instante oímos un ruidillo que se acercaba por entre el monte y nos escondimos a esperar lo que juera. Un momento después apareció, por la picada que bajaba hasta el embarcadero, el indio Pedro Jiménez. Llegó a 1'orilla del río, atisbo hacia arriba y hacia abajo y después sacó el cayuco al limpio y se puso a revisarlo con mucho cuidao. " ¡Hola, amiguito! , le dije yo, poniéndole de pronto la mano en el hombro. El indio s'enderezó di'un salto y se quedó viéndome con la boca abierta. " ¡Hum! ", le dije, mientras me acariciaba la cacha del revólver; "cómo que ya te diste cuenta de que habíamos encontrao lo que tenían guardao en el Tuntún y viniste corriendo a ver si se les había quedao algún rastro en el cayuco, ¿verdá? ¿Les costó mucho bajar el muerto? " Se puse verde y comenzaron a temblarle las canillas como si'estuviera con el frío de las calenturas. "¿Yo? . . . ¿cu . . . cuál muerto? ", tartamudeó. "¿Qué cuál muerto? ¡Nada sacas con estarte haciendo el tonto! " Y l'hice crér qu'el Chiricano lo había denunciao y que había sido él el que nos había dicho ond'es-taba el cadáver de Meléndez. El indio agachó la cabeza resig-nao y de pronto se arrodilló en el barro y agarrándoseme a las piernas comenzó a gemir com'un chiquillo; "¡Perdón, patroncito! ¡Indio bueno no querer matar! Yo sólo ayuda al Brujo ... ¡Yo tener miedo al Brujo! " "Bueno", le dije, "déjate de jeremiadas. Te vas con nosotros en el bote, y si me lo contás todo, yo te ayudo; de lo contrario, ya te podes contar en San Lucas pa el resto de tu vida". Cuando pasamos por'el Tuntún el indio se tapó la cara con las manos.

Y mientras Leví me relataba la espeluznante confesión del indio, yo, con los ojos cerrados, iba reconstruyendo en la imaginación todas las escenas del monstruoso asesinato:

"Hacía mucho tiempo que el Chiricano deseaba liquidar a Meléndez y la oportunidad se le presentó al quedar éste, por la muerte de su mujer, haciendo vida de ermitaño en su rancho solitario. Pero el viejo tenía miedo, pues Meléndez era hombre de pelo en pecho y un magnífico tirador.

"Podía contar con un aliado fiel y decidido: el viejo José Thomas, un negro bruto y desalmado que, como se constató después, había huido de La Estrella, acusado de haber violado una tumba en busca de huesos humanos para sus prácticas de hechicería. Pero el Chiricano quería más gente y comenzó a trabajar en el ánimo del indio Pedro, para que se decidiera a ayudarlo.

"El pobre indio, además de temerle, le debía favores: el brujo le había salvado una chancha que alguien que lo malquería le había "embrujao", y también le había curado del "mal de ojo" a su chiquita.

"El viejo, que dominaba el dialecto indio, se presentó una noche en el rancho y le hizo saber que ya había averiguado quién era el que le había enfermado la chiquita".

"Los Espíritus dicen qu'es el hombre que vive en la cumbre del monte –le dijo.

"El indio se quedó pensativo; de pronto vio claro: sólo Meléndez tenía su rancho en la cima de un monte, que se alzaba como ochenta metros sobre la orilla del río.

–"El hombre tiene poder y quiere matar tu muchacha –agregó el viejo antes de despedirse.

"El indio se tornó huraño y desconfiando. Una noche ladraren los perros, y la indilla, que dormía pegada al maquengue que cerraba el cuarto, se despertó llorando desesperada Tiente. Pedro se descolgó de la hamaca y con la escopeta en la mano se tiró afuera, pero no. vio nada sospechoso. Al día siguiente la muchachita ardía en calentura y la madre le encontró un pinchazo inflamado en una pierna.

"Entonces el indio cogió el cayuco y se fue al palenque del Brujo, al que encontró tirado en su hamaca. Antes de que el indio pudiera decir palabra, el viejo exclamó:

--"Ya sé a lo que venís. Pero los Espíritus dice que sólo que muera el hombre del mente se salva tu hija.

"El indio se quedó azorado y se estuvo largo rato con la cabeza entre las manos. El viejo se salió al limpio y señalando el cielo, le dijo:

–"Faltan tres noches pa la luna llena. La luna es l'amiga del indio y esa noche tu enemigo pierde su poder. Si querés que viva tu hija, vení esa noche y te traes el cayuco, el rifle y el machete; yo quiero ayudarte. Vamos a ver qué dicen entonces los Espíritus.

"Rayaba apenas la luna llena cuando el indio Pedro iba llegando al rancho del Brujo, con la escopeta al hombro y el machote en la mano.

–"Pasa adelante y me'sperás –le dijo el viejo–, yo voy al monte a invocar los Espíritus. –Y después de hacer unos cuantos visajes vuelto hacia la luna, desapareció entre las sombras de los árboles.

"El indio entró al rancho. En la penumbra de un rincón divisó al negro Thomas, que no movió ni un músculo ni pronunció palabra. La mujer del brujo, la india horrible, permanecía inmóvil frente al fogón y pareció no darse cuenta de la llegada de Pedro; con los brazos cruzados y la arrugada cara en alto taladraba la techumbre del rancho con los ojos, como invocando la ayuda de todos los Espíritus del Mal. El indio se sentó en una banquilla sin atreverse a saludar siquiera; frente a él, sobre una mesa, brillaban a la luz de una lámpara una calavera auténtica y una cabeza de diablo toscamente tallada en madera. Pedro tuvo miedo y se sintió incómodo en medio de aquel silencio, interrumpido sólo por el borbotar de la olla que hervía en el fogón. Y así esperó largo rato.

"El Chiricano apareció de pronto y parecía contrariado.

–"Los Espíritus dicen qu'es mañana. Hoy no pueden ayudarnos –dijo.

"Posiblemente había ido a atisbar a su enemigo, pero esa noche no se le presentó la oportunidad que necesitaba y se vio obligado a aplazar su venganza para el día siguiente; por eso agregó luego:

–"Volvé mañana en la noche.

"A la noche siguiente volvió el indio y el viejo se perdió otra vez en el monte en busca de los Espíritus. Media hora después llegó un poco agitado; le cambió el cartucho al rifle y se prendió Ir. cruceta a la cintura.

–" ¡Vamos! exclamó, y salió llevándose la lámpara. El negro salió tras él; el indio los siguió. La vieja salió del rancho y se quedó rígida mirando la luna.

"Llegaron al cayuco de Pedro. El viejo apagó la lámpara y ordenó al indio que se sentara en medio; él llevaría el canalete y el negro la palanca.

"A la luz de la luna y en silencio navegaron aguas abajo; al aproximarse al monte redoblaron las precauciones procurando no hacer ruido con la palanca. Sigilosamente arrimaron el cayuco al desembarcadero de Meléndez y un momento después iniciaron el ascenso del monte. El viejo marchaba a la cabeza y al poco subir dejó el trillo y se internó por entre la maraña. Agachados a trechos, ayudándose con las manos en otros y procurando siempre no quebrar ramillas secas, pudieron llegar al fin hasta el borde del claro que rodeaba el rancho. Desde donde estaba, el indio alcanzaba a ver a Meléndez que en el corredorcillo del rancho y alumbrado por una lámpara que colgaba del techo, leía confiadamente sentado en un banquillo.

"Los viejos apuntaron sus armas con pulso firme. El indio se echó a temblar y sintió que se le helaba la sangre; apuntó al vacío y cerró los ojos. " ¡Bueno! ", le oyó decir al viejo. Y un triple disparo estremeció el silencio de aquellas soledades.

"Cuando Pedro Jiménez abrió los ojos, apenas alcanzó a ver, a la luz de la luna, un bulto oscuro que parecía moverse en el piso del corredorcillo y que muy pronto quedó inmóvil. Posiblemente él, que disparó a tientas, había quebrado la lámpara de Meléndez.

"Los viejos se quedaron unos minutos a la expectativa y luego el Chiricano, después de cargar otra vez su rifle, avanzó unos pasos y disparó de nuevo sobre el bulto. Entonces avanzaron hasta el rancno. El hombre yacía de bruces sobre el banco volcado y una mancha negruzca se extendía rápidamente sobre el piso. El Brujo rayó un fósforo y prendió su lámpara para examinar al caído. El infeliz tenía más de veinte perforaciones en el pecho y la cabeza; un,balín le había destrozado un oído y otro le arrancó parte de la nariz.

"El viejo se introdujo al rancho y salió con el rifle del muerto y con un montón de papeles. Posiblemente se llevaba el arma para hacer creer, al que llegara a buscar a Meléndez, que éste había salido de cacería. Después de medio limpiar el piso con los papeles, apagó la lámpara y dio la orden de partir. Entre el negro y el indio tajaron el cadáver; Pedro sentía la sangre caliente resbalar po sus manos, y en cuanto lo acostaron en el playón corrió a lavarse a la orilla del río.

"Cuando regresó, se quedó mudo de horror: el Chiricano había atravesado el cadáver ce n la cruceta para formar una cruz y, después de mascullar unas cuantas frases incomprensibles para el indio, sacó el arma y pegó los labios a la herida para beberse la sangre. Y luego el negro repitió la operación, y después el viejo se volvió hacia el pobre diablo que los miraba con los ojos dilatados por el espanto, y le dijo:

–"Tenes que beber sangre del muerto. Con ella vas'adquirir el poder de tu enemigo y'impedirás que hombre alguno nos pueda descubrir.

"El pobre indio tuvo que arrimar su boca a la sangrante herida del muerto, para dejarse caer después, casi sin sentido, sobre el monte. Y cada vez que abría los ojos contemplaba la misma escena de pesadilla: los dos viejos danzando furiosamente alrededor del muerto, retorciéndose como endemoniados, gesticulando y haciendo muecas horribles. Al brujo le brillaban los ojos como los de un gato; al negro le colgaba un espumarajo inmundo de la trompa.

"Terminada la danza macabra, los viejos acomodaron el muerto y los chécheres en el cayuco; al indio tuvieron que llevarlo en peso también, pues no hacía más que revolear los ojos espantado, sin poder mover ni un dedo; tenía el cuerpo rígido y frío como el difunto.

"Esquivando los bajos se dirigieron rápidamente hacia el Tuntún. Doscientos metros más abajo arrimaron el cayuco a la orilla opuesta, saltaron a tierra y un momento después regresaron con los rieles que tenían escondidos por ahí cerca y que posiblemente habían ido a arrancar, con anticipación, de las vías del tranvía abandonadas por la United. En un santiamén manearon al muerto y lo lastraron con los rieles y el rifle y luego continuaron aguas abajo hasta el Tuntún. Los dos viejos desembarcaron en la playa y trazaron una cruz en la arena, sobre la que tendieron al muerto; después vueltos hacia la luna y con los brazos en alto, pronunciaron una extraña invocación.

–"Ya'stá todo listo –mumuró el Chiricano mientras dibujaba con la mano signos cabalísticos en el aire–. Los Espíritus invocados y las amarras del muerto impedirán Facción de la justicia humana.

"Con el cadáver a cuestas remaron hacia lo más profundo de la poza y allí lo arrojaron de cabeza al agua. Cabeceó violentamente el cayuco y una lluvia de gotillas frías salpicó la cara desencajada del indio, en cuyo cerebro enloquecido vibró por largo rato el sordo rumor de la caída".

Al conocer los detalles del crimen ya no pude contener mi rabia y exclamé:

– ¡Ese par de monstruos no pagan ni quemándolos vivos!

–Si viera, Sibajita, la insultada que me dio el tal Chiricano cuando se vio esposao: " ¡Hijo de puta! ¡hijo de puta! ", me gritaba "MTie de beber tu sangre y la de tus hijos. Yo soy brujo y me voy a fugar en cuanto quiera". Y se revolvía com'un novillo. "Deje de corcoviar y se calla el hocico, viejo chancho", le dije yo. " ¡Vamos a ver si tus famosos Espíritus vienen hora a librarte'e las esposas! ". –Y Leví sonrió maliciosamente.

Gritaron desde el río. Andrés y su compadre avanzaban sorteando la corriente y todos respiramos aliviados. Mientras Leví recogía su capa, yo le dije:

–Tal vez sería uno de los folletos que yo le regalé, lo qu'estaba leyendo Meléndez cuando lo tiraron.

¡Hombre! –exclamó Leví pensativo–. Aquella vez que usté estuvo por aquí con Antonio, andaba con un poco de

Folletos, de los que por cierto me regaló unos cuantos. Sí, sí; hora recuerdo que la tarde qu'estuvieron en casa, Antonio me dijo que pensaban ir a hablar con Meléndez. ¿Al fin fueron, Sibajita0

–Sí; esa misma tarde fuimos y nos estuvimos en su rancho hasta que rayó la luna. Antonio estimaba mucho a Meléndez.

–¿Y qué se ha hecho Antonio que no asoma la nariz por estos laos?

–Ese'está enterrao desde hace mucho tiempo.

– ¡Demonio! –murmuró Leví–. ¡Cómo se va acabando la gente conocida!

–Horita nos llega el turno a nosotros, Leví. Fíjese bien: de los cuatro qu'estuvimos esa noche en el rancho del monte, sólo yo he quedao pa contar el cuento.

– ¡Yerba mala nunca muere! –dijo Leví riendo, mientras se dirigía adonde estaban los chunches para ayudar a cargarlos en los cayucos.

Don Ramón, a grandes voces, reconvenía a Andrés por su tardanza. Cuando yo me acerqué el cholo se disculpaba:

–Hubiéramos llegao más temprano, pero nos atrasó la pata'e mi compadre –dijo, señalando el pie del aludido, envuelto en un trapo sucio y lleno de sangre.

–-¿Qué le pasó al viejo? –preguntó Jorge.

–Se resbaló en la quebrada, hora que veníamos y se ensartó una gran estilla en la planta del pie –explicó Andrés–, Tuve que acabarle de romper la pata con la cuchilla pa sacársela y casi se desangra el pobre, por más tierra que ITieché en la herida.

– ¡Calajo! –intervino el chino–. Tiela mu malo... Pone poquito canfín y ya tá pie culao.

Un momento después navegábamos sobre las aguas verdes del río. Corría una brisa fresca y los pajarillos, desde la selva, cantaban alegrando la mañana clara y luminosa; el cielo aparecía sin una nube, de un azul clarísimo, y allá muy alto los zopilotes trazaban círculos inmensos.

Arrimamos al bote de Leví y haciéndonos un puño nos acomodamos con todo el equipaje en él y sobró campo para el cholo Andrés que quería bajar con nosotros hasta el rancho de sus suegros, en el que tenía secándose una piel de tigre que le había ofrecido a Jorge. Nos despedimos del renco y continuamos el regreso; el bote, recargado, no llevaba ni dos pulgadas fuera del agua, que a cada cabeceo se metía mojándonos las piernas. Andrés, con el canalete, dirigía la embarcación sentado en la cabecera de atrás, mientras Leví, acuclillado en la proa, mantenía la palanca en alto, listo a evitar una sorpresa.

Largo rato bajamos sin ninguna novedad. De pronto comenzó a aumentar la velocidad del bote y se dejó oír un sordo rumor que parecía acercarse a nosotros por momentos. Leví se volvió y dirigiéndose a Andrés, le gritó:

–¿Pasamos con todos o desembarcamos aquí la gente pa irla a esperar adelante?

–Usté sabe lo qui'ordena, patrón –contestó el cholo.

–Pues, pasamos con todos, ¡qué carajo! Tal vez con la carga sea menos peligroso.

– ¡El Sixaola! –musitó el chino estremeciéndose.

Tronó más claro el rugido de las aguas, y al salir de un recodo el río se hizo más ancho y dobló la velocidad de su corriente, que se deslizaba formando un inmenso plano inclinado. Frente a nosotros, como a unos doscientos metros adelante, se alzaba la orilla izquierda del Sixaola en un mura-llón rocoso, contra el cual parecía que necesariamente nos íbamos a estrellar.

–No moverse –aconsejó Andrés.

Nosotros, ni nos movíamos ni chistábamos. El chino se había encogido sobre sí mismo y sus dedos se hincaban como garras en la borda del bote, que como una bala se dirigía al revuelto y espumoso pocerón formado por los dos ríos al encontrarse.

– ¡A l'izquierda, patrón! ¡Arriba, contra aquella piedra blanca! –gritó Andrés, sesgando el bote.

Leví remaba vigorosamente, empleando la palanca como canalete. Embestimos contra el rugiente remolino partiendo en dos sus turbulentas aguas; yo vi el murallón venírsenos encima y, cuando ya creía inevitable el pavoroso choque, el bote viró a un violento canaletazo del cholo, que reforzó Leví apoyando la palanca en el paredón para amortiguar la violencia del viraje. Un macho de agua cayó sobre nosotros y el bote se quedó inmóvil, temblando sobre las bullentes aguas, hasta que una revuelta del remolino lo sacó disparado río abajo, y el canalete de Andrés lo enderezó hacia las aguas tranquilas de la orilla d trecha.

Volvíamos a respirar todos y Leví exclamó satisfecho:

– ¡Hora sí, viejitos, si no paramos las patas allí, ya no las paramos en ninguna parte!

Al poco rato clavaron el bote en la orilla, y Andrés saltó a tierra.

–Espérenme un momento --dijo–. Voy en una carrerita onde los viejos por el cuero. –Y se metió por la picada.

Nosotros también desembarcamos para estirar los huesos y el chino aprovechó la oportunidad para vaciar el agua del bote.

–Fíjense en ese par de mocosos –dijo Jorge.

Dos indillos trepaban el río en un minúsculo cayuco, manejando las palancas con sorprendente habilidad. Cuando pasaban frente a nosotros, Leví les gritó:

–¿Qué tal está la comaaadree?

– ¡Ta bieen! –contestaron los indillos en dúo, deteniendo un momento el cayuco y saludándonos con la cabeza.

–¿Y cómo amaneció el vieeejoo?

– ¡Tá en el raaanchoo!

–Seguro le cayó mal la parrandiada de anoche –nos aclaró Leví, riéndose.

Un momento después perdíamos de vista el cayuco, y Andrés bajó cargado con una preciosa piel de tigre; la extendió para que la viéramos y después de arrollarla de nuevo se la entregó a Jorge, diciéndole:

–Taba bien criado el animalito, ¿verdá? Se la regalo pa que si'acuerde de mí y pa que allá sepan qui'anduvo en Tala-manca –luego se despidió de todos y regresó por la picada.

Continuamos oí viaje. Al salir de un recodo, Leví se volvió para señalarme con la palanca hacia la orilla derecha. Allí estaba el monte, erguido sobre el río, y todavía se alcanzaba a ver el techo del rancho de Meléndez, medio derruido por la acción del tiempo. Cuatrocientos metros más abajo desembocamos en un oscuro pocerón metido en la curva del río.

– ¡El Tuntún! –murmuró el chino.

Leví se volvió de nuevo y me señaló una cruz medio caída en un playoncillo, al pie del paredón de la orilla opuesta.

Me quité el sombrero. Y me pareció ver alzarse la figura robusta de Meléndez para contestar a mi último saludo.

– ¡Adiós, Meléndez! –suspiré–. Vos quedaste aquí; Antonio, allá, en un rincón del Calvo ; . . ¿y yo?

Como a las once y media del día llegamos a Chasse.

Cargados con nuestras cosas nos dirigimos al Comisariato del chino, deseosos de encontrar algo con qué aplacar el hambre. En cuanto pusimos los pies en el corredor, el negro que atendía el negocio le comunicó a don Ramón que el moto-nar no había llegado todavía.

–Mejol agualda aquí y comel algo –nos dijo el chino. Y se fue a ordenarle a la negra que preparara almuerzo para todos.

Entretanto, don Samuel le compró un montón de naranjas a un viejo que llegó a ofrecerlas, las repartió entre todos, y nos sentamos a saborearlas en las bancas del corredor. Don Ramón se metió por dentro del mostrador y al poco rato lo vi pesando un saco en la romana ayudado por el negro. Me les acerqué.

– ¡Noventa y dos libras! –exclamó el viejo después de hacer la reducción de los kilos. -

Metió la mano en el saco y me mostró un puñado de café, limpio y aromático, listo ya para tostar.

–Vea qué cafecito que me compré el jueves de la semana pasada. Pura primera, ¿verdá? Pues de la misma clase es ese otro poquillo que tengo en ese saco. –Y mientras con una mano me señalaba un saco un poco más pequeño que el que había pesado, con la otra se echaba granos de café a la boca para mascarlos.

–¿Cuánto le costaron los dos sacos? –le pregunte.

–Dos dólares.

–¿Dos dólares? ¡Carambas, usté sí qu'es botaratas, don Ramón!

–¿Pues, sabe una cosa? Aquí nadie hubiera dao eso por este café y, si no hubiera sido por mí, el indio hubiera tenido que regalarlo o que regresarse con él.

–Viejo más chollao es ese don Ramón –le dije poco después a Leví–. ¡Dar dos dólares por más de ciento cincuenta libras de café!

–¿Cuánto dice, Sibajita?, ¿dos dólares?

–Eso dice él que dio.

Entonces Leví me cerró un ojo y se echó a reír, como burlándose de mi credulidad.

La negra había preparado un almuerzo apetitoso y abundante y alrededor de una gran mesa nos sentamos todos, dispuestos a hacerle los honores.

– ¡Comel más! ¡Comel más! –repetía el chino, jalando platos y más platos.

Don Ramón no era hombre que se hiciera rogar y comiendo a dos carrillos me invitaba a imitarlo:

–Acordate, José Francisco, que hora tenes que socarte la faja y jalarte al dedo hasta Bonifacio, porque mañana no sale tractor.

Rematamos el almuerzo con una riquísima jalea de guayaba y luego apareció la negra con un panzudo pichel de oloroso café acabadito de chorrear. Leví se sirvió una taza llena y mientras le ponía una cucharada de azúcar, me dijo, guiñándome un ojo:

–Vamos a probar el famoso café de don Ramón. Yo no le pongo leche porque me gusta bien juerte, pa que alimente.

Don Samuel sacó un paquete de cigarrillos y nos obsequió, diciendo:

–-Por lo qu'estoy viendo, el amigo Sibaja va a quedar convidao a repetir el viaje pa las próximas elecciones.

– ¡Ya lo creo! Pero siempre que Leví se comprometa a llevarme en su bote hasta Amure, en vez de mandarme a esos indios mañosos.

Se rieron todos y Leví me devolvió la pulla,diciendo a los demás, en son de burla:

–¿Apostemos a que Sibajita venía pensando que podía llegar hasta Amure sin que yo me diera cuenta?

–Pues, hombre –le dije yo un poco amoscado–, la pura verdá es que no tenía mucha fe de conseguirlo. Yo sé qu'en Talamanca no se mueve ana hoja sin que usté lo sepa.

–-En eso sí que tenías razón –intervino don Ramón–. Cada indio es un telégrafo y no pueden ver a un extraño en Talamanca cuando ya corren con el cuento onde Leví. –Y volviéndose hacia éste:

–¿Te acordás del renco Ramírez?

– ¡Cómo no me voy a acordar si me dejó por dentro! –le contestó Leví de mal humor.

El viejo se echó a reír, y exclamó mofándose:

– ¡Qué va, hombre! Si vos te lo tiraste muy decentemente ...

Leví hizo un gesto de desagrado, y Jorge, intrigado por el tonillo perverso del viejo, le pidió que nos explicara el asunto.

Pero el viejo, cerrándonos un ojo:

–Díganle a Leví que les eche el cuento.

–Pues se los voy a contar, mas que sea pa que se burlen de mí –nos dijo Leví, que había pillado el gesto del viejo.

Y después de acomodarse bien en su silla, inició el relato:

–Aquí estaba yo precisamente, leyendo unos periódicos una tarde'e tantas, cuando llegó a vender un poqui-llo'e maíz un indio a quien Pelegrino había bautizado con el apodo de "Pizote"; ya listo pa regresar, me llamó aparte pa decirme que su compadre "Matatigres" me mandaba decir lo siguiente: que hacía dos días había llegao un hombre a su rancho, ya al anochec er, y le había pedido posada; que a la mañana siguiente, el hombre, que parecía muy cansao, le había dicho que si le daba de comer, él le curaría la mano que li'había roto la palanca y que tenía muy inflamada, cosa qu'él aceptó; que se sentía muy bien con las curaciones, pero que había entrao en sospechas, porque el hombre parecía asustao y no quería salir del rancho, y que por eso me mandaba a avisar. "¿Cómo es el hombre? ", le pregunté. "Andar así", dijo el indio, y se puso a hacer que renquiaba. Le pedí todos los detalles del caso y, por lo que pudiera suceder, l'encargué que no me lo perdiera de vista. Al día siguiente recibí una orden de captura contra el tal Eulogio Ramírez, conocido por "el renco Ramírez", por sospecharse que fuera él el autor del asesinato del macho mister Charles Rid, administrador de la finca Joncrique. Según la nota, el renco era un hombre peligroso y andaba en los veintidós años cumplidos. Yo mí'acordé del cuento de Pizote y, por hiS señas que me había dao y las que traía la nota, llegué a la conclusión de que se trataba de la misma persona.

Leví interrumpió el relato mientras la negra retiraba los trastos de la mesa, y luego continuó:

–Llamé entonces a Pelegrino y le dije que cogiera el bote y que juera a traer al indio Pizote. Y en cuanto estuvieron de regreso, pregunté al indio por el hombre. "Eta mañana se jué", me dijo; "yo camina con él. Hora tá en el rancho de paisano Miguel". "¿Irá a dormir allí? ", le pregunté. El indio asintió con la cabeza. Nos juimos los tres en el bote; yo llevaba, además del revólver, el rifle y un mecate, porque entonces no tenía "esposas" aquí. Ya oscurecía cuando llegamos nosotros, casi'e cuatro patas, por entr'el monte, a la orilla del rancho del nica Miguel. Había luz y gente conversando; cuando mi'arrimé a la cocina, el viejo Miguel, con su voz ronca y gastada, decía: "Pues, si así es la cosa, lo mejor es que mañana mismo se pase la frontera; de lo contrario, horita tiene a Leví m ajándole los talones". "Usté eré", preguntó una voz más clara. "Yo sé lo que le digo, amiguito", agregó el nica; " ¡cuidao si los indios no lo han ido a chismiar ya! " En ese misrio momento Pelegrino y yo nos metimos al rancho con las ¡irmas en la mano y yo le puse el cañón del rifle en el pecho al renco, diciéndole: " ¡Dése preso, amigo, y nu'haga oposición porque lo tiro! " El muchacho.se puso pálido, pero no se movió siquiera. El viejo Miguel le dijo. '"Se lo estaba diciendo, amigo". " ¡Así tenía que ser! ", contestó el otro, resignao, mientras yo lo aseguraba con el mecate . . .

– ¡Y no volvió a pronunciar palabra! –exclamó Leví, después de hacer una pausa. Y continuó–: A mí me puso inquieto aquel hombre silencioso, y en cuanto llegamos a casa comencé a buscar la forma de asegurarlo mejor, pues no había más remedio que dormir con él y esperar el día siguiente pa llevarlo a La Estrella. " ¡Carajo! ", me pensé yo: "esti'hombre es peligroso y se me puede soltar en la noche, y déjalo pegao a un poste es una vaina". Jué entonces que se mi'ocurrió valerme de una treta. Una vez qu'estuve solo con él, le quité las amarras y le dije: "Va a perdonar que lo amarrara, pero es que si no lo hago así, ese viejo qui'andaba conmigo corre con el cuento a Limón; pero, la pura verdá es que la cosa no vale la pena". El renco se quedó viéndome, extrañado. Yo llamé a mi mujer, qu'estaba más muerta que viva del susto, y li'ordené que nos hiciera un poco'e café y nos calentara unas tortillas. El pobre no salía de su asombro cuando se vio frente al plato'e tortillas con queso, pero no hizo por'onde probar bocao. Yo le dije, haciéndome el desentendió: "Aunque a mi no me va ni me viene, quiero decirle qui'hora que salga de la cárcel es mejor que no vuelva por Joncrique, pues ese macho es un enemigo peligroso". El hombre se medio enderezó teniéndose de la mesa, y echando la cara pa'adelante se quedó viéndome con ojos de loco. "¿No... murió?", logró preguntar tarta-mudiando. "¿Qué qué? ", dije yo, haciéndome el extrañao; "¿usté eré qui'un hombre se muí're con tres rasguños? ¿Y usté s'imagina que si se hubiera muerto lo tuviera yo a usté aquí sentao y con las manos sueltas? ". Se restregó los ojos como si creyera estar soñando; después se jué enderezando poco a poco, se jaló el pelo echándose la cabeza pa'trás, apretó los ojos y dijo aliviao: " ¡Dios mío, quién l'hubiera sabido! ¡Mire!", me gritó casi. ¡Usté no sabe lo que yo he sufrió en estos días, ni qué cosa más horrible es andar huyendo! Yo creo que hasta me he envejeció". De pronto se quedó mudo, y sospechando la celada se dejó caer en el asiento, diciendo muy afligió: " ¡Esu'es imposible! ¡Yo le di machete como dale a un tallo de banano! " Yo hice un esfuerzo por reírme y le dije: "Pues, amigo, perdió usté su tiempo. ¿No ve que'el macho traía arrollada la capa en el brazo y la yaquet puesta? A la capa jué a lo qui'usté l'estu-vo dando y el hombre apenas recibió dos cortadas en el brazo y una herida en la cabeza; yo creo que dentro 'e diez días sale del hospital". Entonces sí qu'el pobre se descontroló. Se levantó qui'hasta que le brillaban los ojos de alegría y renquiando comenzó a pasiarse por toda la saia, com'un desatinao. Se mi'acercó a preguntarme: "¿Cuánto eré usté que me puedan echar por eso? ". "¿Tenes doscientos sesenta pesos en la bolsa? ", le pregunté yo a mi vez. "No, ¿por qué? ". "Lástima", le dije; "aquí hubiéramos arreglao la cosa y te hubieras evitao el viaje a Limón '. "Yo tengo en Limón una paisana que me los puede prestar", me dijo. "Pues, si es así" ya'stá arreglao el asunto: en cuanto llegues a Limón la mandas a llamar ...". "En todo caso", agregué, "trabajando descontás la multa en ciento treinta días". Se puso a bailar con su pata tiesa, mientras me decía: "En cuanto arregle esto me voy pa el Guanacaste, con Flo-rita. No quiero saber más de la Línea ni de sus bananales. ¡Quiero vivir tranquilo, con mi mujer, sin machos que me jodan! ¡Viva mi tierra! ". "Este no se va ni echándolo puerta ajuera", me pensé yo. "¿Idiay? ", le advertí: "se te van a enfriar las tortillas". "Es que de la contentera hasta se me quitó el hambre y el sueño", dijo, tragándose ei café corcor. Y ya más tranquilo, me contó la historia de sus tribulaciones.