-III-


Cuando desperté estaba oscuro todavía y a pesar de que no corría la brisa sentía frío hasta en la médula de los huesos. Lentamente iba surgiendo de entre las sombras la montaña, envuelta en las nieblas grisáceas de un amanecer sin sol. Ensayaron sus primeros gorjeos los pajarillos ocultos en la espesura y llegó hasta mí como una alerta, el lejano canto de un gallo.

Abandoné el rancho y pocos minutos después estaba examinando el lugar en que se iban a efectuar las famosas elecciones de Talamanca. En el centro de un amplio claro y construida sobre bases altas que la preservaban de la humedad del terreno, se levantaba una minúscula iglesia sin pintar; su frente daba a los corredores de la casona que yo había visto el día anterior y ambas se comunicaban por un puentecillo de madera. Al otro lado de la casona, una construcción más baja y más humilde debía servir de cocina, si no me engañaban las voces, el ruido de los trastos y las columnas de humo que jugueteaban sobre el techo.

Me dirigí inmediatamente al tanque que recogía el agua de las lluvias, a darme un hartazgo de pan duro y agua llovida. Se asomaron a la puerta de la cocina unas indias soñolientas, y -un mulato, viejo y tuerto, me estuvo examinando de lejos largo rato. Indios legañosos y trasnochados salían de los cuartos de la casona y se quedaban viéndome como idiotas desde el corredor. Sus ropas arrugadas y el temblor de algunos, denunciaban a las claras la borrachera de la noche anterior. Se acercó Jorge, en camiseta y con el paño al hombro.

–Buenos días.

–Buenos días.

–Ya deben de ser más de las cinco, ¿verdá?

–Posiblemente –le contesté.

Por la esquina del corredor asomó la carilla de mono rasurado del viejo don Ramón y sus ojillos hueros parpadearon extrañados al verme. El ladino viejo no contaba seguramente con que yo pudiera llegar hasta allí. Don Samuel me saludó desde el corredor.

–¿Ya tomó café? –me preguntó.

– ¡Un! , hace rato, don Samuel.

–Ah . . . pues es que yo lo iba a convidar. –Y después agregó–: No, de veras, si no ha tomado venga y toma conmigo.

Me tentó la oferta, pero me conformé con darle las gracias y tragarme un poco de saliva?. Al poco rato, y sin saber ni de dónde, apareció Leví con su inseparable sombrero alón y una barba de dos días.

– ¡Hoja, Sibajita! ¿Cómo está, hombre?

–Pues, así como lo ve, Leví, ni tan bien como quisiera yo, ni tan mal como lo desearan otros. –Y haciéndome el tonto le conté la perrada que había hecho conmigo don Ramón, y le metí que había pasado la noche encaramado en un árbol, como un congo.

– ¡Qué barbaridá! Ve, Sibajita, ¡con eso sí que yo no estoy de acuerdo! La política es la política, pero eso no se debe hacer con nadie.

Enjarraba la cabeza como potro cerril y, mientras se cubría la barba y la boca con la mano, me miraba de medio lado, por debajo del ala del sombrero. Terminó ofreciéndome café "con un queso riquísimo que él mismo había prensado".

Un momento después estábamos sentados a la mesa: uní lata de galletas de soda, una palangana de plátano sancochado, jamón del diablo y el famoso queso blanco esponjándose en un plato.

–A ver, Culi, tráiganos café –ordenó Leví.

Entró el viejo tuerto con un pichelazo de café caliente.

–Tome, Sibajita . . . póngale leche condensada. Mire, ¡éntrele al queso pa que vea qué rico!

Y entre Sibajita por aquí y Sibajita por allá, comenzó a meterme una sarta de mentiras para justificar la creación de la Mesa de Amure.

No sé por qué demonios se me hacía simpático eso tipo, a pesar de estar seguro de que él era quien había aconsejado que me dejaran del otro lado del río y el que había preparado todo el sancocho electoral. Tenía más de veinte años de vivir en Talamanca, en donde, además del montón de chiquillos que le criaba su mujer, había regado la semilla por todos los rincones. Frisaba, entonces, en los cincuenta años, bien disimulados por su aspecto vigoroso. Apenas si sabía leer y escribir, pero era muy inteligente, astuto y malicioso y dominaba el arte del disimulo como pocos y, tal vez por eso, acababa de alcanzar el más alto honor a que puede aspirar un talamanqueño: la Agencia Principal de Policía.

Se acercó don Samuel y nos brindó una lata de mermelada. Los indios, desde la puerta, lanzaban miradas de hambre sobre la mesa. Al poco rato llegó don Ramón y después de titubear un poco se sentó con nosotros. Leví comenzó a hacerme promesas y a garantizar la pureza de las elecciones que Íbamos a realizar y entonces don Ramón, hacienco a un lado el café que estaba endulzando y como si no hubiera pasado nada entre los dos, lo interrumpió para decirme:

– ¡Ah, no! ¡De eso sí podes estar seguro! A mí me ha mandao el señor Presidente a impedir toda clase de chanchullos. –Y golpeando la mesa con el puño, agregó en tono exaltado–: Lo que's de esta vez, ¡nada de guaro, ni de baile, ni de cosas por'el estilo!

Los indios que se habían acercado a pedirnos galletas retrocedieron asustados, mientras yo me reía de las palabras y gestos del delegado del Presidente.

Leví insistía en que comiéramos más queso, y agachando la cabeza para mirar al viejo de medio lado, murmuró:

–Hombre, ahora sí es cierto que le voy a dar a don Ramón los quesos que le ofrecí.

– ¡Ah, bandido! –interrumpió el viejo. Y dirigiéndose a mí–: ¿Vos sabes qués la cosa? Pues que'l condenado hace días que está sacando quesos de la casa con el cuento de que son pa mí . . . ¡y se los lleva a una querida que tiene en Chasse!

–No le haga caso, Sibajita –decía Leví, riéndose.

–Ah, no, y'eso no es nada –añadió el viejo–. Vos conoces bien a Ramoncillo el mío, ¿verdá? Pues este sinvergüenza me lo 'tenía entotorotao con una mujer y casi consigue que el baboso se casara con ella, ¿que' te parece? Yo vi al muchacho muy entusiasmao, jalando avena y leche y todo lo que podía, y me contaron que'estaba feliz porque iba a tener un hijo. Comencé a sospechar de los manejos de este zamarro, y en cuanto supe que la mujer había parió, le dije a Ramoncillo: "Quiero ir con vos a ver ese chiquillo, pues yo conozco muy bien la pinta de mi casa . . .". Y apenas vi el mocóse, jalé a Ramoncillo por aparte y le dije: " ¡Mira, no seas sonajas ¿No estás viendo que esa es la misma jicara de ese sinvergüenza de Leví? ".

Levi hacía gestos desmintiéndolo, imposibilitado para hablar por la risa y por un tuco de plátano maduro que amenazaba con ahogarlo. En la puerta se recortó la figura de

Jorge:

-Vamos'a ver si comenzamos esto. Yo creo que ya va siendo hora.

Don Ramón y Leví sacaron sus relojes mientras se levantaban de la mesa.

--Sí, ya es hora –dijo Leví volviendo a ver a don Ramon. Luego me dio unas palmadas en el hombro, diciéndome en voz alta:

--Bueno, Sibajita, hasta luego. Espero encontrarlo aquí, en la tarde. –Y bajando la voz como para que no lo oyera nadie, agregó casi a mi oído–: Usté sabe, Sibajita . . .: yo, como nada tengo que ver en esto, mejor me voy pa que nadie tenge que decir que me entremeto en la política. ¡Ni con Dios vivi con el diablo! Así es mejor, ¿verdá, Sibajita?

Vi brillar una sonrisa irónica en sus ojillos cerdunos, ocultos bajo el ala del sombrero, y un minuto después se perdió por entre un bananal.

Apenas desalojamos el cuarto, un puñado de indios se precipitó a su interior, disputándose tenazmente las sobras de la mesa.

Cerca de la puerta, pegadas por fuera del tabique, campeaban unas largas listas de ciudadanos, debidamente firmadas por todos los miembros de la Junta. Me acerqué a examinarlas, seguro que iba a encontrar la confirmación de mis sospechas. Según las tales listas, la Junta se había estado reuniendo todos los días desde el 5 de febrero, para hacer la entrega de las cédulas y todos los indios se habían presentado a retirarlas. ¡Ciudadanos ejemplares, dignos del aplauso y de la admiración de todos los costarricenses! ¡Y maravillosa propiedad la de los miembros de la Junta, que sin llegar todavía a Amure ya se podían reunir, repartir cédulas y firmar las listas! Riéndome me dirigí a Jorge, que me estaba mirando desde la esquina del corredor:

– ¡Carajo! Qué indios más disciplinados, ¿verdá? ¡Bajar por esas montañas sólo por retirar sus cédulas antes del día de las elecciones! ¡Palabra de honor que merecen un premio! ¿Esa era la precisa que tenían de dejarme allá?

El se sonrió avergonzado y se hizo el tonto, cambiando de conversación.

– ¿A onde le parece que sería mejor colocar esa mesa? –me preguntó señalándome una, larga y lavada, que estaba en el corredor.

–Pues a mí me parece que se debe poner allí cerca de la puerta de ese cuarto que es el que va a servir pa votar.

–¿No sería mejor dejarla onde está?

– ¡Qué va a creer! –le dije en son de chanza–. No ve que entonces los indios, al dar la vuelta aquí, pueden encontrar quien les pegue la estampilla sin necesidá de llegar hasta el cuarto y, ¿cómo haría yo pa controlarlos desde aquí?

Se fue a consultar con los demás, y entretanto yo me fui a dar una husmeada por todos los rincones del cuarto en que iban a votar los indios. Examiné el piso, acabé de remachar una puerca que daba al otro lado de la casona, registré un armario grande que había y satisfecho me dije: "Aquí sólo que algún bandido se n meta a uno de esos cuartos y se dedique a dirigir la función por encima del tabique. ¡Hum! , por lo que estoy viendo, los indios van a tener que entendérselas ellos solos con la pegada de la estampilla".

Afuera la mañana era gris y cuajada de neblina y la llovizna lloraba lentamente en las hojas del naranjo. En el corredor comenzaba a amontonarse la indiada, y, allá enfrente, la cocina se llenaba de indios friolentos, entre los que se agazapaban las indias, mansas y desaliñadas. Algunos estaban cubiertos con harapos sucios; los más, con sus ropas lavadas y sin planchar. Pantorrillas al aire; camisolas sueltas; melenas cerdosas. Unos me examinaban perezosamente, con sus ojillos bovinos, inexpresivos. Otros, recelosos, me miraban con disimulo. Cinco o seis, calzados y mejor vestidos, de facciones más finas y más inteligentes, me miraban entre agresivos y burlones, mientras cuchicheaban con los demás indios en su dialecto. Esos no eran indios puros. El pelo crespo o sedoso y la piel más quemada o casi blanca, denunciaban el cruce con el negro o con el castellano. Debían ser los más listos y los que le servían a Leví para manejar las indiadas. En esos momentos debían estar ridiculizándome ante los indios, porque de vez en cuando éstos me volvían a ver riendo con aire socarrón.

Aparecieron unas gentes con la mesa, una banca y unos cuantos taburetes. Entre los que venían con la mesa estaba el cholo que se había quedado metiéndome cuentos del otro lado del río, mientras don Ramón se zafaba en el bote. Me saludó entre dientes.

Trajeron la caja, los paquetes electorales y todos los demás menesteres. Los documentos habían sido violados y no respetaron ni los paquetes con las papeletas y las estampillas. Don Ramón se acercó para decirme:

– ¡Hora vas a ver indios! Por lo menos se juntarán aquí seiscientos y yo los quiero reunir a todos pa sacar una foto.

–Y me mostraba una cámara fotográfica.

El viejo me estaba preparando. Ya en Limón me habían soplado que Leví estaba entrenando a unos treinta indios de los más despiertos, para que no fallaran a la hora de pegar la estampilla. Por más indios que llegaron no los podían poner a votar a todos, pues eran capaces de pegar la estampilla en cualquier lugar o de no pegarla del todo, anulándose el voto. Lo más seguro era que pusieran a votar varias veces a los indios entrenados, a fin de que la votación resultara tal y como la necesitaba el gobierno.

– ¡Hola! Vos vivías onde Escorcia cuando yo estuve en su casa hace por ahí de unos seis año i, ¿no te acordás de mí?

–Me dirigía a un negrillo, como de unos diecisiete años, que estaba sentado en la baranda del corredor. Se quedó viéndome.

–Sí, yo soy, pero no mi'acuerdo de usté.

–Y aquel otro, ¿verdá que's el mismo que llegó una noche a meterle un maíz picao a la mujer de Escorcia?

– ¡Sí, sí! –exclamó el negrillo. Y echó a reír, seguramente al recordar los aspavientos de la vieja cuando descubrió el engaño.

– ¡Caramba, don Ramón! ¡A mí sí que no se me borra una cara por más'años que pasen y'aunque no la haya visto nada más que una vez en mi vida!

El viejo se sonrió comprendiendo mi intención, mientras yo, en mis adentros, le decía: "Date cuenta, viejo marrullero, que no es tan fácil repetirme la gente por más bien que la disfracen",

Nos acomodamos alrededor de la mesa. Jorge hacia las veces de presidente. El muchachillo hijo del Agente de Policía de Sixaola serviría como secretario; el cholo de los cuentos, luciendo una vistosa camisa de seda que ostentaba un barco de vela a colores en el pecho, se sentó a la par mía, se colocó unos anteojos viejos sobre la nariz y con risible seriedad se puso a examinar unos papeles: resultó llamarse Santiago y era miembro de la Junta. Don Samuel actuaría como escribiente y, en resumidas cuentas, la cosa se arreglaría entre familia, ya que el único extraño a la cofradía era yo.

Se amontonaron los indios casi encima de nosotros, amenazando con meternos por las narices las arrufadas cédulas de votación que estúpidamente estrujaban en las manos. Después de ayudar a colgar un chuica que hiciera las veces de cortina en la puerta del cuarto en que se iba a votar, me dediqué a poner orden entre los indios y a tratar de alejarlos un poce de la mesa. Pasiva, pero tercamente la indiada se oponía a mis indicaciones, simulando todos que no entendían el español. El grupito de "vivos" dirigía la maniobra hablándoles en su dialecto.

– ¡Nasigua! ¡Nasigua! –le decían a la indiada, señalándome.

– ¡Nasigua! ¡Chiquirina! –Y la indiada reía burlándose de mí.

¿Qué diablos estarían diciendo estos tipo:;? Sospechando que estuvieran azuzando contra mí a la indiada, llamé a don Ramón, que se había acomodado en un sillón, en la esquina del corredor, para que me ayudara a retirar la gente. El viejo acudió con desgano y comenzó a hacer como que me ayudaba.

– ¡Qué carajada! –exclamó–. Estos indios no entienden lo que uno les dice ... ¡A ver, hablales vos, deciles que se retiren porque es prohibido amontonarse encima de la mesa! –ordenó a uno de los azuzadores, que lucía una hermosa realera en la cintura.

Tuve la certeza de que el viejo, al mismo tiempo que le daba la orden al tipo, le cerraba un ojo para que hiciera todo lo contrario.

– ¿Quién es ese individuo que anda con cruceta?–le pregunté a don Ramón.

–El Comisario de Yorquín –me contestó.

El tal Comisario, trajeado con camisa de chinilla azul y pantalón del mismo color, zapatones toscos y torcidos y un viejo sombrero estilo boy scout, comenzó a moverse de aquí para allá y a dar instrucciones en dialecto indígena.

–Bueno, ya estamos listos –advirtió Jorge.

Avanzó un indio, abrió la mano y mostró una cédula electoral hecha un puño, Jorge tomó la cédula, la desarrugó con cuidado y leyó el nombre. Inmediatamente don Samuel buscó en la lista de sufragantes.

–Sí, aquí está –dijo, chequeando el nombre con una cruz. Luego él y el secretario procedieron a asentar el nombre en los registros oficiales, mientras Jorge entregaba al indio la papeleta y la estampilla.

– ¡Un momento! –interrumpí yo–. A ver, ¿cómo te llamas vos? –pregunté al indio.

Este se quedó viéndome, con la boca abierta, mientras el Comisario y otros le hablaban rápidamente en su dialecto.

–Hombre -dijo Jorge–; es que estos indios no hablan ni'entienden el español . . . Ya ellos dieron sus nombres a la hora de retirar las cédulas.

Hasta el cholo de los anteojos asintió gravemente con la cabeza

–¿Ah, sí? –le dije, riendo, al ver que se confirmaban mis presunciones–. Pues si así es la cosa no hay más que recibirlas el voto y ... ¡adelante con los faroles!

A pesar de todos mis esfuerzos los indios se arremolinaban encima de la mesa. El que recibía las papeletas era asaltado por el Comisario, o por dos o tres al mismo tiempo, y en las barbas mías le daban instrucciones y le marcaban con el dedo el cuadrito oficial, para que pegara allí la estampilla.

–-Bueno, bueno, ¿qué es esa vaina? –les decía yo, entre burlón y enojado–. Dejen de estar molestando a los votantes y retírense un poco.

–-¡Nasigua! ¡Chiquirina! –murmuraban los indios entre risas, y volvían a la carga.

Los miembros de la Junta reían entre dientes y don Ramón, repantigado en su sillón, disimulaba su satisfacción tirándole manotazos a una terca mosca que se había empeñado, la muy cochina, en hacer un recorrido por sobre las venillas moradas que se le dibujaban al viejo en la punta colorada de la nariz.

Algunos votantes se dormían dentro del cuarto y no volvían a aparecer. Aprovechando la ocasión para echarle un vistazo a1 interior, leva ataba la "cortina" y me los encontraba contemplando las papeletas como sonámbulos.

–, v'amos, viejito muévase! ¿A qué hora piensa votar?

Jorge continuaba entregando papeles y había veces que hasta seis indios, ya con las papeletas y las estampillas en la mano, esperaban el turno de meterse al cuarto. Los soplones aprovechaban estas papeletas para darle instrucciones a la indiada y mientras yo intervenía para evitarlo y le pedía a Jorge que no repartiera más papeletas, uno o dos soplones se introducían al cuarto para "ayudarle" al que allí estaba a pegar las estampillas. Corría yo a sacarlos:

–¿Qué diablos están haciendo ustedes aquí? ¡Vamos pa fuera, majaderos!

Los indios, los miembros de la Junta y el delegado del Presidente de la República celebraban con carcajadas las gracias de los compinches de Leví.

Entre los que se iban acercando a la mesa descubrí a Juan Motawa, escondiendo la cara para no encontrarse con mis miradas.

–Hombre –le dije a Jorge– ahí viene Juan Motawa y quiero ver con qué nombre va a votar ese bandido.

– ¡Ah, no, por'eso no! –me contestó muy serio–. Estos indios son tan tontos, que cuando uno les pregunta el nombre dicen llamarse de una manera y en realidad se llaman de otra.

Y Juan Motawa votó con la cédula de Perico de los Palotes.

Cuando encendía un cigarrillo desaparecían las miradas de recelo y de animadversión. Los indios se quedaban embobados, contemplando el humo, hasta que el más resuelto, olvidándose del "nasigua" y del "chiquirina" y de que no sabía hablar español, avanzaba hacia mí, diciendo:

–Dame cigarrillo, paisano. Yo querer fumar, paisano. Cuando me decía eso, ya estaba metiendo la mano en la bolsa de mi jacket. Chupaba desesperadamente el cigarro, estirando la trompa y sumiendo los carrillos. Los demás, envalentonados por el ejemplo, me asediaban entonces repitiendo el estribillo:

– ¡Dame cigarrillo, paisano! ¡Yo querer fumar, paisano!

No les obsequiaba los cigarrillos con la intención de congraciarme con ellos, como tampoco me podía resentir la antipatía que me demostraban, ya que los pobres indios no podían tener ni la menor idea de lo que allí se estaba realizando,

–Si le sigue dando cigarrillos a todo el que le pida se va a quedar a oscuras, José Francisco –me decía don Samuel, mientras mojaba la pluma en el tintero.

De vez en cuando aparecían, por la plazoleta de la iglesia, gruesos pelotones de indios, que, después de saludar a don Ramón, desfilaban hacia la cocina. El viejo los señalaba diciendo me:

– ¡Fíjate! ¡Vas a ver la indiada que se va a reunir aquí!

–Y lo mejor es que ya estos vienen con su cédula, ¿ver-dá? –le contestaba yo, dándome cuenta de que Leví, que estaba escondido por detrás de la casona repartiendo cédulas, era el que organizaba los grupos de indios para que, cruzando por entre el monte, aparecieran de nuevo por delante de la iglesia, como viniendo de lejos, con el fin de hacerme creer que estaban llegando grandes cantidades de votantes.

Arreció el agua y las goteras amenazaron con echar a perder los documentos electorales. Los indios, friolentos, se acurrucaban frotándose las manos, y allá lejos, debajo de un palo de aguacate, la vaca chinga rumiaba estoicamente, envuelta en la nube de vapor que se desprendía de su flaco cuerpo. El toro había sido devorado por la indiada la noche anterior.

Desfiló el "cuñao" lanzando miradas recelosas, y votaron todos los compinches de Leví, inclusive el famoso Comisario. Calculé que ya habían votado todos *os indios más despiertos y el grupo entrenado por Leví. De ahí en adelante, o intentaban repetirme los votantes o se corrían el riesgo de perder el noventa por ciento de los votos. Un chiricano alto y huesudo, con una especie de copa de sombrero en la cabeza, y que hablaba el dialecto indio a la perfección, se sentó a la orilla de la puerta para "ayudarme" a poner orden; y comenzó el desorden:

Se metía un indio al cuarto. A los cinco minutos sacaba la cabeza por entre la cortina y mostraba las papeletas y las estampillas, como pidiendo que le explicaran qué diablos era lo que tenía que hacer con aquellos pedazos de papel. El chiricano o el Comisario se le tiraban encima dándole explicaciones. Se metía el indio de nuevo y se oían sus manotazos contra la mesa, en un vano esfuerzo por pegar las estampillas. ¡No les había puesto saliva! ... Y volvía a aparecer mostrando las estampillas despegadas y haciendo gestos de desesperación. Antes de que intervinieran nuevamente los soplones, lo cogía yo de un brazo y lo arrimaba a la mesa de la Junta.

–A ver, Jorge; decímele a este señor cómo es que se vota.

Jorge no tenía más salida que coger la papeleta y la estampilla.

–Se le unta saliva a esto, así, ¿ve? –le decía al indio, mostrándole la estampilla y haciendo como que le pasaba la lengua–. Después la pega aquí ... o aquí . . . onde ueste quiera, ¿entiende? –Y le marcaba las casillas de los partidos políticos.

–Ejem –murmuraba el indio completamente desorientado.

¡Menudo enredo para un pobre indio de Talamanca! Primeramente todos le decían que debía pegar la estampilla sólo en determinada casilla, que le indicaban, ¡y ahora resultaba que la podía pegar en cualquiera de las otras!

Para disgusto de los miembros de la Junta y del pobre don Ramón, la cosa se repetía con demasiada frecuencia y no eran pocos los que, después de una nueva lección del presidente de la Mesa, salían mostrando entre sus manos la. papeleta extendida, a manera de azafate, y exhibiendo sobre ella como un par de galletitas finas, las benditas estampillas . . . ¡pero despegadas!

Aparecían unos votantes que no tenían ni dieciséis años.

–Hombre, Jorge, ¿y ese chiquillo que viene allí?

– ¡Hum!..., no hay que engañarse con los indios –me decía–; ese carajo ya tiene hasta hijos ... Es que no demuestran la edá.

–Es'es más viejo que yo –sentenciaba el cholo, limpiando ceremoniosamente los anteojos.

De cuando en cuando me iba a dar una asomadita por el cuarto. Cuando regresaba encontraba al chiricano con el pescuezo bien estirado, la cabeza metida por dentro de la cortina y hablando animadamente con el votante.

–Oiga, amigo, ¿qu'es lo que está haciendo ahí? –le gritaba yo.

–Es qu'estaba viendo qué le pasaba a ese que no salía ligero –me decía, contrayendo su cara de payaso.

–Pues, es mejor que no vuelva a ver nada, ¡baboso!

Los, soplones comenzaron a impacientarse conmigo. Yo me hacía el tonto y en son de broma registraba hasta el cuarto de don Ramón.

–Voy a ver –le decía al viejo– si hay algún bicho escondido aquí.

–No, ¡eso sí que no, José Francisco! ¡Yo no permitiré chanchullos, ni repartideras de guaro, ni nada de lo que aquí si'ha acostumbrao! Mira, si se hubiera repartido licor... ya nos hubiera llevao el diablo con estos indios y quién sabe qué si te hubiera pasao a vos.

Como respondiendo a las palabras de don Ramón, y azuzada por los soplones, la indiada se tornó más agresiva, y volvió a levantarse el rumor que era burla y amenaza.

– ¡Nasigua, nasigua! ¡Chiquirina!

Don Samuel y los miembros de la Mesa estaban muy preocupados por la inutilidad de los votantes. Don Ramón llamó disimuladamente a uno de los soplones y le habló al oído. Acto continuo el tipo se escurrió por entre los indios y desapareció.

– ¡Hum! –roe dije yo–. Ya le mandaron a contar a Leví lo que está pasando y horita comienzan a funcionar las tijeras el peine y los cambios de ropa.

¡Dicho y hecho! Al poco rato comenzaron a aparecer unos indios muy bien peinaditos a punta de grasa y agua. Se veía que Leví estaba muy atareado trasquilando indios y no tenía tiempo ni de sacudirlos, porque la mayor parte llegaban con los montones de pelo en el pescuezo y las orejas. Y comenzó la repetición de los votantes:

-- ¡Ese tipo que viene allí votó con los primeros y Ti ora vuelve peinado de carrera en medio!

--No, Sibaja. Si es que todos los indios se parecen mucho.

--Bueno, ¿y ese viejo tuerto? Con ese ni siquiera perdió tiempo Leví; la misma camisola asquerosa, las mismas mechas, el mismo ojo tuerto ... ¡y la mismísima cara de brujo!

El tuerto me volvió a ver de mal talante.

–Pues'está equivocado, Sibaja ... Es que tiene un hermano gemelo.

– ¡Ah, carajo! –exclamé, sin poder contener la risa--. ¡Entonces son tuertos de nacimiento los pobrecitos!

– ¡Sí, sí! –afirmó de lejos don Ramón–. Así es la cosa, José Francisco, aunque te parezca mentira. Yo seguía luchando tesoneramente.

–Fíjese bien, don Samuel, ¿ve aquella figurita que viene ahí? Pues la primera vez que votó le regalé un cigarro; la segunda me pidió otro y, por lo que veo, ya viene por el tercero ... ¡Si la cosa tupe, ese atrapa almejas se va a fumar todos mis cigarrillos!

Don Samuel ni parpadeaba. Yo proseguía:

–Bueno, señores, allí viene Juan Motawa otra vez; ¿será Juan Motawa o será su hermano gemelo? ... ¿Y el cuñao? , ¡allí está el gran bandido arrugando otra cédula y agazapándose entre los demás! . . . ¡Ah, no, no, señores! –exclamé, comenzando a perder la paciencia–. ¡Esto sí que ya es el colmo del relajo! : ¡el señor "comisario" va a votar otra vez y ni siquiera tiene gracia pa quitarse el chonete y dejar la rialera a un lao!

Los miembros de la Junta ya ni intentaban justificar nada, limitándose a sonreír, a excepción del cholo de los anteojos, que simulaba estar muy ocupado en descifrar algo que tenía escrito en un papel.

Últimamente la tal votación no era más que una cínica porquería. Los indios no hacían mar, que votar y salir disparados a traer otra cédula. Me dirigí a donde el viejo don Ramón, que fingía dormir.

– ¡Mire, don Ramón, ya esta vaina es insoportable! –le grité casi en la cara.

El viejo abrió los ojos y como que se asustó al darse cuenta de que no estaba chanceando.

–No, José Francisco . . . Yo he venío aquí . . . bueno, vos sabes ... ni chanchullos, ni guaro, ni ...

– ¡No joda! –lo interrumpí yo–. ¡Déjese de cuentos y de carajadas! ¡Vaya, llame a ese sinvergüenza de Leví, que está ahí a la vuelta, pa que arreglemos esto de alguna manera. ¡Vaya, porque estoy sintiendo que usté y yo vamos a ser los patos de la fiesta! –le dije, calculando que nadie podía creer que yo anduviera desarmado y sabiendo que el viejo me creía capaz de cualquier barrabasada.

– ¡Bueno, bueno! –exclamó, poniéndose de pie apresuradamente–. Voy a ver si encuentro a Leví.

Al ratito apareció Leví, ladeando la cabeza y frotándose las manos. Me fui a encontrarlo, dispuesto a pasarle por alto sus marrullerías.

– ¡Hola, Sibajita! ¿Qué's lo que le pasa, hombre?

–Pues, lo que me pasa es que me está llevando el diablo. A qué eré usté que he venido yo aquí, pasando hambres y dificultades, ¿a ver'estos señores chorriando tranquilamente los trescientos votos que tienen preparaos? . . . ¡No, Leví! Esto no es justo ni yo lo voy a tolerar así porque sí. Y aquí se va armar la de San Quintín porque lo que soy yo ...

–Tiene razón, Sibajita –interrumpió Leví, enjarrando más la cabeza y mirándome de medio lado–. Aunque, como usté sabe, Sibajita, yo en política ni pa dentro ni pa juera . . . pero no me gusta esto que están haciendo con usté. La política es la política, pero del palo caído no se debe hacer leña, ¿verdá, Sibajita?

Para impresionarlo le agregué que yo había denunciado con anterioridad, por la radio y por la prensa, todos los chanchullos electorales que se preparaban en Talamanca y que de insistir la Junta en chorrear todos los votos, no iba a tener yo nada más que dos caminos a escoger: o les armaba allí no más un lío que podía tener graves consecuencias para todos, o me iba a San José, levantaba un polvorín por la prensa, emplazaba públicamente al Presidente de .a República y araba el cielo'y el mar hasta conseguir la anulación de esa Mesa.

–Usté sabe, Leví –terminé diciéndole– que en estos líos ,el hilo se rompe por lo más delgao y que si se ven obligaos a castigar a alguien, son muy capaces de sacrificarlo a usté pa salvar a los peces gordos.

Leví paró las orejas.

–Sí, Sibajita, esto es una barbaridad ... ¿Y cómo eré usted que se le puede arreglar la cosa? . . .

–Pues, hombre, que se conformen con ciento cincuenta votos. ¿Qué más quieren? Son ciento cincuenta votos regalaos.

Se rascó la barba, me examinó rápidamente de reojo y por último se resolvió:

–Vea, Sibajita. Aunque yo nada tengo que ver con esto, por tratarse di'usté voy'hacerles la juercita . .. Aguárdese y verá: voy'hablarle a don Ramón a ver qué dice. –Y guiñándome un ojo se fue a conversar con don Ramón.

Mientras se discutía mi proposición, yo echaba mis cálculos. Si la aceptaban, me ganaba la mitad de la votación; pero si se emperraban en chorrear toda la Mesa y luego resultaba el Gobierno necesitando esos votos, ni el Padre Eterno lograría que los tribunales la anularan.

Al poco rato llegaron los dos zamarros, y don Ramón, adelantándose, me dijo:

–Dice don Samuel que ciento cincuenta son muy pocos porque si'ha gastao mucha plata en esto, y que si vos querés la paramos en ciento sesenti'cinco.

¡Cómo me van a meter ciento sesenti'cinco! –grité yo–. Por lo menos dejémosla en ciento sesenta.

–Pero mira, José Francisco, ¡si es que no podemos rebajar tanto! Vos sabes ... los compromisos. Si más bien nos estamos arriesgando mucho.

Al fin aceptaron la cantidad que yo fijaba y a las doce del día se dio por terminada la votación.

–Entonces, ¡nos vamos'almorzar! –exclamó Leví, arrastrándome hacia la cocina.

– Don Ramón se quedó un poco atrás y yo no me hice rogar mucho, pues a pesar del hartazgo de la mañana las hambres atrasadas todavía me hacían cosquillas en la barriga. La tal cocina era muy incómoda y mal cerrada. Mesas y bancas primitivas. En una esquina, un fogón sobre el que hervía a borbotones una gran olla de sancocho, cuyo espeso vaho provocaba a los pobres indios, que tenían que conformarse con meter la nariz por entre las rendijas. El Culi tuerto, armado de un cucharón, de vez en cuando sacaba pocos de caldo que enfriaba soplándolo con la trompa y que luego iba sorbiendo poquito a poco, para tomarle el gusto y calcular la sal. Nos sirvió la sopa en unas palanganillas de estaño. Apareció don Ramón con unos aguacates y una media botella de ron.

–Hora ya nos podemos meter un trago, ¿verdá?

El licor debía estar arreglado con tabaco o chile, porque me quemó el gaznate y me hizo coger aire por más de dos minutos. Al poco rato salí a dar una vuelta.

Había estado lloviendo mientras almorzábamos y los árboles cercanos se sacudían de vez en cuando, dejando caer una lluvia de gruesos y sonoros goterones. Allá lejos, de los montes sombríos, se desprendía la espesa neblina en enormes volutas, con las que lentamente la brisa iba modelando extrañas figuras.

El chiricano alto y huesudo se me acercó, hablándome en voz baja:

- Yo simpatizo mucho con usté, ¿entiende? Y es que casi somos los mismos, pues yo soy del Partido Socialista de Panamá; pero soy músico y tengo que ganarme la platilla, ¿entiende? –Se quitó el chonete de fieltro y se sacudió el montón de colochos negros y sedosos. Luego preguntó–: ¿Qué piensa hacer usté sobre esto?

-Nada –le dije–. Posiblemente más adelante escriba algo sobre las costumbres y la vida de estos lugares.

--Pues si escribe, no se olvide de decir algo de mí. Hable de Serafín de la Miranda, el músico talamanqueño. Que sepan allá que aquí también hay artistas. –Y su carilla se tornó ingenua como la de un chiquillo.

Fui a conocer los alrededores de la casona. Indias silenciosas bostezaban acuclilladas a la orilla de la cocina; un indio solitario se entretenía en escarbarse afanosamente la nariz y con la otra mano le arrojaba terroncillos a las gallinas, que se escabullían cacareando por entre el monte. Más allá, un grupo de indios discutía y gesticulaba con furia. El músico me informó que desde la noche anterior no les daban a probar bocado y que había descontento entre la gente.

Subí al puentecillo que unía la casona con la iglesia y empujando la desvencijada puerta de esta última penetré a su interior. Ni escaños, ni barandal, ni altares, ni pulpito; sólo allá, en un oscuro rincón, se adivinaban dos bultos envueltos en tela negra. El interior del pequeño templo aparecía a mi vista, pobre, abandonado y oscuro. Silencio profundo. Pero no el misterioso silencio de las grandes catedrales en el que parecen vibrar perennemente los ecos del órgano, el bisbiseo de las beatas y el latín gangoso del cura, sino el silencio frío de las cosas muertas. Y en vez del aroma enervante del incienso, S3 levantaba de todos los rincones un desagradable olor a humedad y cosa vieja.

Aguijoneado por la curiosidad me encaminé de puntillas hacia uno de los extraños bultos, y cuando iba a levantar la tela negra que lo cubría pasaron por mi mente leyendas de templos misteriosos y de ídolos terribles . . . Pero se trataba pura y simplemente de una imagen de enredadera carcomida por el tiempo y la polilla.

Abandoné la iglesia y me fui a reunir con don Ramón y Leví, que sentados conversaban en el corredor. Al poco rato se nos reunió don Samuel y nos pusimos a comentar los incidentes de la votación. Quise conocer la opinión de este último sobre la Mesa de Amure y él se puso a enumerar las razones que hacían necesaria la tal Mesa.

–En último caso –terminó diciendo– las elecciones son una fiesta, una alegría que le traemos a esta gente.

–Pues, hombre –le dije–, a mí me parece que en vez de estas fiestecitas que no sirven nada más que para corromper a los indios, debían ustedes preocuparse por traerles maestros y organizar una escuela en esta misma casa y ...

Me interrumpió Leví:

– ¡Pero si aquí está funcionando una escuela, Sibajita! No hace mucho que se jueron los maestros de vacaciones, ¿verdá, don Ramón? –Y riendo maliciosamente, agregó–: Por cierto que ahora que llegamos tuvimos que ponernos a limpiar las paredes, porque por todas partes habían pintado con tiza corazones atravesados de puñales y acompañaos de letreros que decían: "Los y Cobito juntos hasta la muerte", "Amor eterno", "No me olvides". . . ¿Qué le parece, Sibajita?

Yo me quedé viendo a Leví, extrañado, casi adivinando la cosa y, mientras éste se agazapaba para ocultar la risa, don Ramón se echó hacia atrás sobre el espaldar del sillón, ahogándose casi en sus carcajadas de asmático, con las que parecía imitar a una bandada de oropéndolas.

¡Sí ... si es cierto! –logró al fin murmurar el viejo–, ¡Y lo pior es que ese par de chanchos son paisanos tuyos, José Francisco!

–Y suyos también, don Ramón . . ¿Pero es posible, Leví?

– ¡De veras! Oiga, don Ramón, ¡no quiere crér Sibajita! ... ¿Y usté sabe, Sibajita, lo que me pasó con sus paisanos cuando llegaron aquí? Resulta que en cuanto se vieron en Chasse se fueron pa mi casa, y como se trataba de los maestros yo les puse un bote a la disposición y les di un guía pa que los trajer'aquí; ademas, les presté un machete y una escopeta y les regalé uno 9 tiros pa que se ayudaran, ¿entiende, Sibajita? –Se hizo un poco de aire con el sombrero y luego prosiguió:

–Pues'hora verá . . . Como a los quince días pensé que lo mejor era darli'una vuelta a los maestros pa ver cómo les iba yendo, y cogí el bote y me vine pa'acá. En cuanto entré a esta casa, lo primero que vi, en un rincón, fue mi escopeta, sin usar. Y en eso me sale aquel más bonitillo . . . , no el moreno, sino el qu'es todo así, ¿entiende, Sibajita? –Y Leví comenzó a hacer muecas y a gesticular como un afeminado. Y continuó–. Pues, me sale y de buenas a primera me dice: " ¡Ay, don Leví! ¡Lléves'esa cosiaca que está allí, porque si no lo que soy yo me jalo una toorrrta! Sí, se lo juro por Dios . . . me la jalo porque me la jaalo! ". Ya a mi esa vocecita y esas carajaditas comenzaron a olerme muy feo. "Bueno, ¿pero qu'es lo que pasa?, le pregunte. " Pues, nada", me dijo. " Que si usted no se la lleva, un día'e tantos le voy a dar un tiro a ese mil puuuutas!" "Pero, ¿qué fue lo que l'hizo su compañero? ", le pregunté yo, dándome ya cuenta de la vaina. " ¡Ni le cuento, ni le cueeento! " me contestó, y se fue moviendo las nalgas, tal y como las mueven las putas.

–¿Y qu'era la cosa, Leví?

–Pues, nada, Sibajita. Qu'el otro pocapena si'había ido una noche pa una chichada y si'había estao revolcando con una chola . . . Celos, Sibajita, ¡puros celos! ¿Verdá que merecían una apaliada?

Los indios comenzaron a protestar por el hambre y porque querían seguir votando. Leví despejó el campo gritándole a la gente:

– ¡Vayan a degollar la vaca y se l'hartan! ¡Y no jodan más!

Jorge y el secretario llegaron a convidarme a que fuera con ellos al río. Uno de los cholos ofreció llevarnos a una playa buena para tomar un baño.

El viejo don Ramón, al oir hablar de baño, se frotó la nariz y riendo maliciosamente, me dijo:

–Bueno, hora ya podemos, ¿verá?

Me guiñó un ojo, se fue al cuarto y sacó de debajo de su camón un enorme garrafón de guaro. El cholo le ayudó a arrastrarlo hasta la puerta del cuarto.

–Antes de que se vayan a bañar es mejor que nos metamos un trago.

Aceptada la invitación del viejo, el vaso dio rápidamente la vuelta en medio de carraspeos y salivazos. Dejamos a los viejos con su guaro y nos fuimos para el río. De regreso, casi ya envueltos en la sombra de la noche, Jorge me habló del baile de los indios.

–Si quiere, hora que llegamos nos vamos a dar una vuelta por allá. Hay algunas indias guapas y si uno se pone vivo es fácil conseguirlas.

–¿Y los indios no celan a sus mujeres? –pregunté.

–Luego están todos borrachos ... ¡y como se trata'e nosotros! –insinuó Jorge. Y después–: Lo que no permiten es que sus cholas se revuelquen con los indios de los'otros ríos; es que los del Yorquín no se llevan con los de Sixaola y así por el estilo.

–¿Y cómo se entienden ustedes con las indias? El secretario y Jorge rieron y este último agregó:

–Nú'hay que perder mucho tiempo hablándoles. Se agarran di'un brazo y se jalan pa'l monte. Si dicen "éjem" es que no quieren salir con uno, y si dicen "ejém" es qu'están di'acuerdo. –Luego, riéndose de la aventura, me contó como el secretario, por timidez, no había gozado de una india casada.

–La pura ver da es que yo no le tenia muchas ganas –murmuró el secretario, picado en su vanidad de macho.

–¿No? –preguntó burlonamente Jorge. Y para remachar–; ¡Si fue que te pusiste a decirle majaderías, como si se tratara di'una novia! En cambio, yo llegué y, sin decirle nada, le metí el hombro a la puerta: " ¡No entrar, no entrar! ¡Indito venir! ", gritaba la india, sosteniendo la puerta por dentro. " ¡Qué m'importa a mí tu indito! ", le dije, y di'un gran empujón me le metí entr'el rancho.

–¿Y qué hizo entonces la india? –inquirí yo.

–¿Que qué hizo? Pues se dejó caer al suelo llorando y se tapó la cara con las manos . . .

–¿Onde es el baile? –pregunté, por cambiar la conversación.

En un tambo bastante grande, qu'está en medio de un abandono. Horita nos vamos pa'allá.

En el corredor de la casona los viejos conversaban alrededor de una mesa, en la que ardía una lámpara de petróleo. Jorge entró al cuarto en busca de un foco. Convidamos a Leví a que nos acompañara y él se excusó, prometiendo llegar al baile, pero un poco más tarde.

–Seguro qu'el condenao está pastoriando alguna india –insinuó el secretario, en voz baja.

Salimos. Noche negra y silenciosa. Arriba, ni una estrella. A lo lejos las deformes siluetas, más negras aún, de los montes dormidos. Nos internamos en un bananalito. Los chorros de luz de los focos, en su inquieto vagabundeo, iluminaban los tallos enfermizos, los intrincados matorrales y el trillo que seguíamos, asustando de paso a los cerdos de un rancho solitario que gruñeron irritados. Escuchamos voces aguardentosas y pronto alcanzamos a dos indios que acompañaban a una india vieja. Todos se tambaleaban, pero la vieja parecía más borracha que los otros dos; gesticulaba como una loca y hablaba a gritos en su dialecto, intercalando frases groseras chapurreadas en inglés y español. Cuando le pasamos adelante, la vieja gritó:

– ¡Ser india Salamanca, peru-hablar inglés y español! Y no tener miedu'a nada, ¡carajo! –Dio un traspié, perdió el equilibrio, y si uno de sus compañeros no la sostiene hubiera ido a dar de cabeza en un zanjón.

–Esa vieja se va a matar –comenté en voz baja.

– ¡Qué va! –murmuró Jorge Estos indios son como las mulas: ni en la oscuridá pierden el camino.

Al poco rato llegamos al limpio, en el centro del cual se alzaba el tambo. Del oscuro techo pajizo se escapaban hilillos de luz amarillenta y multitud de sombras se movían en la escasa luz interior. Un sordo rumor de voces humanas rompía el silencio de la montaña.

Subimos al tambo por un tronco que habían convertido en escalera sacándole unos cuantos bocados con el hacha o el machete. Un centenar de indios se revolvía dentro del no muy espacioso local. Chiquillos, jovencitas, viejos y viejas. Unos cuantos negros y dos o tres castellanos. Miradas extraviadas, gestos torpes. Tufo a guaro y a sudor.

–-¡Aquí estar los de la votación! ¡Qué viivan! –gritó uno al vernos aparecer.

– ¡Que viva Talamanca! ¡Música! ¡Música!

Gritaban en indio, en inglés y en español. Se dejó oir un ruidillo extraño e inmediatamente comenzaron a formarse las parejas. Los hombres se acercaban a las mujeres y, sin decirles nada ni alzarlas a ver siquiera, las cogían de la mano, tiraban de ellas hacia el centro y comenzaban a imitar, torpemente, pasos de "son" o de "fox" sobre el irregular y sucio piso de maquengue. Bailan también hombres con hombres e indias con indias. De vez en cuando, agresivo por el guaro que tenía entre pecho y espalda, alguno avanzaba hacia las indias que bailaban y, cogiendo a una del brazo, deshacía la pareja para emparejarse él; otro capturaba a la compañera y asunto arreglado. Ni un gesto de disgusto o de protesta entre las indias.

Tres o cuatro lámparas de petróleo iluminaban a medias la escena con sus llamitas vacilantes. En un rincón, acurrucado sobre un trozo de balsa, con un colocho negro sobre la frente y su extraño gorro bien encasquetado, alcancé a ver a Serafín de la Miranda soplando afanosamente su dulzaina. El resto de la "orquesta" se componía de un negro con una especie de rallador de queso que rascaba tercamente con un clavo, otro con un peine y un papel, y un castellano con una guitarra desfondada y sorda. La "música" no se alcanzaba a oír ni a dos varas de lo ejecutantes y las parejas bailaban a pulso.

Un negro era el encargado de repartir el licor, que sacaba en jarros de un cuartucho cerrado. Los indios se lanzaban sobre él, estirando las manos. anos, pero el negro los contenía hablandoles severamente. Imploraban en indio, y el que alcanzaba el jarro, hombre, mujer o chiquillo, se lo llevaba atropelladamente a la boca, c >n las dos manos, y bebía a grandes tragos, sin respirar siquiera. Se caldeaba el ambiente por momentos. Medio borrachos, algunos pedían cigarrillos. Unos cuantos, borrachos del todo, sentados en la orilla del tambo, parecían contemplar estúpidamente la negrura de los montes, como en acecho de las parejas que de vez en cuando se escurrían furtivamente del baile.

Un indio viejo y bajito, ya borracho del todo, se acercó a Jorge implorándole un trago. Jorge, para deshacerse del borracho, le dijo que yo era el dueño del licor. El viejo, meciéndose, se me acercó:

– ¡ Dar'un traguito, paisano! ¿Por qué nadie querer a Es'cat? Escat no tomar ni un traguito así –me dijo, juntando casi el índice con el pulgar.

–¿De veras? –exclamé con sorna. Y por burlarme del viejo–: ¡Pobrecito Escat! ¡Y tan buen muchacho que's usté! . . . ¿por qué's que no lo quieren?

–Sí, yo ser jovencita, jovencita ... Yo vive sólito en mi rancho porque nadie querer a mí. . . Cholas decir que Escat ser borrachín.

–Caramba, qué mentirosas, ¿verdá?

–A mí sólo gustar'un traguito –afirmó el viejo–. Usté, paisano buena, tener mucho guaro pa los inditos talamanquenos

–¿Guaro? Lo que les vamos a traer son maestros pa que les enseñen a escribir y a ...

–¿Maestros? -interrumpió Escat, furioso–. Hombre cochino, ¡carajo! –Y escupió, haciendo ascos, contra el suelo

–No –le dije–; no esos que tenían, sino otros que sí van a enseñar a los chiquillos.

–¿Otros? ¿Cómo Branco? . . . ¡Matar inditas ese bandido!

–¿Cómo matar inditas? –le pregunté intrigado.

–Sí, garañón, ¡carajo! –exclamó el viejo, haciéndome un gesto indecente pero expresivo. Y luego–: Indios talamancas no quiere maestros pa los inditos.

–¿Quién es ese Branco de que habla Escat? –le pregunté a Jorge, que se nos había acercado.

–Hombre, no sé si es el otro maestro qu'estuvo aquí o el fotógrafo que vino a lo de las cédulas de identidad. Y después, dirigiéndose al viejo–: Bueno, Escat, cuéntele al amigo lo qu'hizo Leví ayer en su rancho.

–Comer ... como treinta aguacates –gruñó Escat, entre hipo e hipo.

--¿Y yo? -volvió a preguntar Jorge.

–Uté come sólo tres –e hizo que contaba con los dedos. Y descubriendo su juego–: ¡Pero dar un traguito a Escat!

–Si usté no puede beber más –dije yo, riéndome de su socarronería–. Ya está muy boracho.

–¿Yo boracho? Escat poder beber toda la noche ... y no borachar nunca. –Y el viejillo se enderezó cómicamente.

–Bueno, a ver, párese así –le dije, parándome sobre un solo pie.

Escat quiso imitarme, pero de un furioso trastabillón se fue a estrellar contra un grupo de mirones, que lo enderezaron entre burlas y carcajadas. Su mujer (porque el mentiroso de Escat tenía mujer), una chola más alta que yo y con más carnes que una danta, se acercó furiosa y después de regañarlo en indio le metió dos sacudidas y lo jaló de mala manera, para llevárselo con ella.

–Idiay, Escat, ¿no decía que no tenía mujer? Y lo trata como a un chiquillo: ¡a orinar y a echarse, carajito, porque si no me le dan sus nalgadas! –le grité, haciéndole muecas de burla.

El viejillo, furioso en su borrachera, se quiso devolver a contestarme; pero la chola se lo impidió. Para desgracia de Escat su mujer era una excepción entre las indias, y por más que se revolvió y pateó, la chola se lo echó al hombro y se perdió de vista entre la indiada.

Habían aumentado las parejas. Las mujeres se movían como a la fuerza. Serias, silenciosas, con los ojos fijos en el

suelo, parecían bailar pensando en otra cosa y aparentemente seguían con desgano las grotescas piruetas de sus compañeros. Leví, que había llegado sin que lo sintiéramos, recostado en un horcón, debajo de una de las lámparas, contemplaba la escena sonriendo beatíficamente, mientras se sobaba la barriga con ambas manos. Me acerqué, diciéndole:

– ¡Qué dicha que llegó! Ya me tienen loco pidiéndome cigarros y guaro. ¿Son muy viciosos?

–Con plata d'ellos no se tiran un trago ni se fuman un cigarro; pero cuando encuentran quien les dé, se hartan de guaro hasta caer de culo, fuman ... ¡y hasta mascan!

–Hombre, Leví, ahora que se mi'ocurre, ¿qué diablos era lo que me querían decir los indios con su nasigua y su chiquirinal

Leví me volvió a ver y en sus ojillos bailaba la burla. Rió alegremente y después me dijo con cierto tonito zumbón:

–¿Sabe, Sibajita? Pues, nasigua quiere decir "enemigo", y chiquirina . . . "Perru'enfermo" . . . ¡je, je, je! –Reía a dúo con Jorge, que nos estaba escuchando. Luego agregó:

–Hoy temprano llegaban allá a onde estaba yo escondido y me decían: "Patrón, hombre de cuero muy malo", –y Leví señalaba y no deja votar". "¿Ah, sí? ", les decía yo; "hombre de cuero muy malo, enemigo, ¡chiquirina! No hacer caso, no hablar español con'él".

–Son muy fregaos –añadió Jorge–. Anteayer querían irlo a buscar PA darle una apaleada y estaban dispuestos hasta a echarlo al río.

Luego Leva nos contó que acababa de llegar el chino de Case, todo mojado; a los indios que venían con él se les había hundido el cayuco y tuvieron que sacar al pobre chino casi ahogado, perdiéndose los cigarros y el guaro que traía.

En ese momento se armó un barullo de los once mil demonios. Se interrumpió el baile. Las mujeres se arrinconaban temerosas y los indios protestaban.

Dos mulatos borrachos, fuertes y musculosos, comenzaron jugando a cuál se ponía en el suelo y poco a poco el juguete se iba transformando en una verdadera pelea. Montañas de carne dura y contraída amenazaban con romper el pellejo negro y sudoroso de los luchadores. Jadeo de bestias fatigadas; maldiciones en inglés. Las enormes patazas, al caer rudamente contra el piso, estremecían el tambo haciendo vacilar la llama de las lámparas.

El Comisario de Yorquín se nos acercó, diciendo furioso:

–Indios estar bravos, don Leví. Inditas querer bailar ...

¡Mejor yo dar cincha!

Al fin se logró separar a los gladiadores y el baile continuó.

Cuando menos me lo esperaba, apareció de nuevo Escat.

Se me acercó haciendo visajes.

–¿Uté piensa que la chola poder llevar preso a mí? ¡Nunca, carajo! ¡Yo manda en mi rancho!

Insistió el viejillo en que le diera un trago y, como le explicaba que yo nada tenía que ver con el licor, se puso furioso.

–Utede llamar indios pa los votos, y dar guaro; ora tener votos, no quiere dar un trago . . . Utede con los votos ganar mucho, inditos quedar aquí y no ganar nada. ¡Inditos no volver Salir pa la votación!

Me reí de la malicia del indio y le dije:

–Eso es lo que deben hacer: no salir pa que no los engañen más. –Y para quitármelo de encima, le grité a Leví:

–¿Sabe lo que me dijo Escat? –Y le conté de los aguacates.

–¿Es cierto, eso Escat? –le preguntó Leví, haciéndose el enojado–. Vamos a ver, ¿cuántos aguacates me comí yo? E viejo se frunció todo y, haciéndose más borracho de lo que estaba, para evitar las miradas de Jorge, tartamudeó:|

–No, Comandante ... Uté come sólo dos ... sí, sólo dos.

– ¿Y Jorge?

–-Come como veinte.

– ¡Tonto! –le soplé yo al oído–. Jorge ya te iba a dar un trago, pero hora te fregaste, por haber dicho qu'el comió más aguacates que Leví.

Se rascó la cabeza y después de pasear la mirada de Leví a Jorge y de Jorge a Leví, exclamó:

– ¿Sabe? ... Yo cré que come igualito. Como tres aguacate cid'uno . . . ¡no más!

Reíamos la zamarrada del viejo y en premio le obsequiaron un jarro de guaro, que se embuchó cor cor,

Después supe que Escat era el indio más inteligente de Talamanca y el que más ayudaba a Leví en sus picardías.

Poco a poco el baile iba degenerando en borrachera general y resolvimos regresar. Leví alegó cualquier pretesto para quedarse un poco más. Debajo del tambo, acomodados entre el barro, roncaban como cerdos unos cuantos indios borrachos.

Cuando llegamos a la casona ya los viejos se habían acostado. Don Ramón, desde el cuarto, preguntó por Leví.

–Se quedó viendo a ver si puede pescar una chola, hora qu'están borrachas –le contestó Jorge.

–Con razón el condenado queria llevarse mi capa. . . ¡pero se jodio! –rezongó el viejo.

Resolvieron que yo durmiera con Leví en el otro cuarto y me prestaron una capa para que me cobijara. Pronto se acostaron todos y apagaron la lámpara. Yo no sentía sueño y me senté en uno de los butacones a esperar a Leví. Silencio y sombras por todas partes. Los acontecimientos del día, la escena del baile y algunos detalles de la vida de los indios que había podido coger al vuelo, me tenían hondamente impresionado.

Esos indios que casi lloraban implorando un pedazo de carne o un jarro de guaro, ¿eran los descendientes de aquellos belicosos talamancas? ¿No fueron sus antepasados los que hicieron famoso, con su bravura, el nombre cié su región en los tiempos de la Colonia? ¿No fue esta raza, altiva otrora, la que mantuvo en jaque al audaz y fiero conquistador hispano? Los codiciosos buscadores de las misteriosas ''Minas de Tisingal", si no encontraron nunca las fantásticas esmeraldas que anhelaban, ¿no tropezaron siempre, en cambio, con las certeras lanzas y las mortíferas flechas de los valientes guerreros indios? Y los viejos anales de nuestra historia, ¿no nos hablan a cada paso de las sangrientas sublevaciones de los heroicos talamancas? ¿No fue acaso, por eso, el más preciado sueño de los más esforzados gobernadores españoles, la conquista y pacificación de Talamanca?

Para sojuzgarlos resultó vano el halago e inútil la amenaza; inútil también desorejar, en la vieja metrópoli colonial, a centenares de indios prisioneros. No lograron, entonces, domar la raza, ni los habilidosos frailes con si s escapularios y oraciones, ni los valientes soldados de España con sus espadas, arcabuces, cascos y corazas.

La doma, el embrutecimiento del indio, la destrucción de la raza bravía, quedó para otros conquistadores mil veces menos valientes, pero infinitamente más crueles y rapaces que aquellos españoles ¡y más arteros! : para los conquistadores imperialistas yanquis, secundados por criollos serviles. Y para otros tiempos: para los gloriosos tiempos de la República Democrática y Libérrima.

Los gringos de la United no trajeron arcabuces ni corazas. Trajeron muchos cheques y muchos dólares para corromper a los gobernantes venales y adquirir perros de presa entre los más descastados hijos del país.

... Y el plácido y tranquilo valle de Talamanca se estremeció al paso de la jauría azuzada por los yanquis, que no llegaron en pos del legendario Tisingal. No. Querían tierra y hombres-bestias que la trabajaran. Y ya los pobres indios no pudieron contener el avance de la "nueva civilización". Llorando de impotencia vieron abatirse las montañas seculares, en donde por tantos siglos la Raza Heroica había cantado su canción de Libertad. Y ardieron sus palenques, se destruyeron sus sembrados y se revolcó la tierra en que dormían los huesos de sus bravos guerreros. (¿Buscaban esmeraldas fantásticas? No. Se iba a transformar el jugo de la tierra en bananos y en cacao que luego cambiarían por oro legítimo en los mercados extranjeros).

La Raza, vencida, al fin, remontó el río y fue a esconder su dolor al corazón de las montañas. Y allí la fue a acosar la jauría, que logró regresar a muchos infelices por la fuerza o con el cebo del aguardiente. ¡La Frutera necesitaba esclavos para sus nuevas plantaciones!

Entró la locomotora y sacó millones y millones de frutas para los gringos. Y mientras en la capital de la República los criollos imbéciles o pillos aplaudían la obra "civilizadora" de la United, en Talamanca corría el guaro y el sudor y la sangre también.

Pero al poco tiempo la tierra se cansó de dar bananos y ya el cacao no significó nada para los yanquis. Entonces éstos levantaron sus rieles, destruyeron los puentes y, después de escupir con desprecio sobre la tierra exhausta, se marcharon triunfalmente hacia otras tierras de conquista. Se marcharon arruinando hasta a los criollos ingenuos que, creyendo poder medrar a la sombra de la bota yanqui, habían plantado sus tiendas en la región.

Y volvió el silencio al valle de Talamanca; pero un silencio de muerte. Se fueron los gringos y sus secuaces, pero no regresaron los indios. La Raza humillada, embrutecida, aniquilada, casi, se quedó llorando su dolor en el corazón de las montañas.

Mas si los yanquis de la Frutera se marcharon al fin, ahitos de oro y de sangre, no se retiraron en cambio las autoridades criollas. Allí quedaron para siempre como una maldición; escudriñando atentamente la montaña, como buitres voraces, dispuestos a saciarse con la carroña de la Raza vencida. Se fueron los amos que pagaban las tropelías contra la indiada a precio de oro; pero los indios, al huir de la montaña, habían salvado parte de sus haberes y todavía tenían vacas, cerdos y gallinas, y obtenían algunos frutos miserables trabajando tercamente la tierra. ¡Jugoso botín para los buitres! Todavía se podía hacer fortuna en Talamanca.

... El indio suspiraba por un arma de fuego que le facilitara la caza; no tenía dinero, pero tenía en cambio algunos animalitos. Un secuaz del Agente de Policía lo deslumhraba con un trato "generoso", y por una vaca, dos cerdos y unas cuantas gallinas, el indio entraba en posesión de una escopeta. Unos cuantos días después Caía el Agente de Policía en el rancho del infeliz y decomisaba la escopeta; y se llevaba el resto de los animales en pago de la multa por tenencia de armas sin el permiso correspondiente. Y luego un nueve trato con otro indio y un nuevo atraco, y otro más.

... Los indios del Yorquín querían celebrar una humilde chichada a la luz de las estrellas. (¿Rememoración, acaso, de una primitiva fiesta de la Raza? ). Pobremente cada indio había puesto su puñado de maíz para la chicha y confiados esperaban la fecha designada. Pero faltaba el permiso de la autoridad. Y el enviado regresaba con la última palabra del Agente Principal de Policía: ¡veinticinco dólares por el permiso para la celebración de la chichada! (Los buitres amaestrados por la United, en cuestión de monedas sólo tragan dólares). Si no tenían dólares él aceptaría el pago en ganado, en cerdos y gallinas. Resignadamente, aunque con dolor, los indios enviaban una parte de sus animales. El resto se lo llevaban los Jueces de Paz enviados por el Agente a "resguardar el orden" en la fiesta: la indiada debía pagarle cinco dólares a cada uno por la mala noche.

... Los analfabetos indios talamancas, como dignos ciudadanos de la República, debían tener sus cédulas de identidad: orden general de presentarse ante la autoridad a llenar las respectivas fórmulas y de pagar dos dólares por la operación. No importaba que los pagaran en cerdos o en gallinas: la finca del Agente tenía campo para todo.

Y multas severas. E impuestos arbitrarios. Y atracos descarados.

Poco a poco la indiada lo fue perdiendo todo, hasta quedar en lo que está hoy: el ochenta por ciento no tiene absolutamente nada. Arañan la montaña para obtener un puñado de café, otro de maíz y unos cuantos bananos, y luego se doblan bajo el peso de la red, como bestias de carga, para arrimar esos productos hasta, el rancho.

Y que no se le ocurra al indio sembrar un poco más para vender. Mujeres y niños, cargados como muías, le ayudan a transportar las pesadas redes hasta la lejana vega del río; luego el indio en su cayuco navega aguas abajo por horas y horas, fatigosamente, sorteando las revueltas correntadas, hasta llegar a Chasse. Y allí le quitan lo que lleva por cualquier piltrafa. Y lo que compra lo paga a peso de oro: el azúcar es oro en polvo para el indio; y la sal también. Por eso no los prueba nunca.

Cansado, abatido, el pobre indio empuña de nuevo la palanca, remonta lentamente el río, sube la montaña y se vuelve a hundir en su rancho miserable, a seguir hartándose de maíz y de bananos sancochados hasta morir aniquilado por la tos, la diarrea, el paludismo o por una mordedura de serpiente.

A la única escuela de la región se envía, con muy raras excepciones, a la hez del magisterio: vagos de profesión o sátiros desvergonzados o inmundos pervertidos. Y nada de herramientas, ni de medicinas, ni de asistencia médica.

Así viven y mueren los indios, como alimañas inmundas, olvidados de Dios y del Estado. Sólo en las épocas electorales recobran, para el Gobierno, su condición de hombres y de ciudadanos: cuando se necesitan sus votos para fabricar mu-nícipes y diputados oficiales. Entonces autoridades y políticos visitan al indio, le hacen fiesta y lo emborrachan y le dan tabaco para adormecerlo y para engañarlo. Y para otra cosa también: para terminar dejándole, en pago de su voto, el embrutecimiento del alcohol en el alma, el amargor del tabaco en la garganta y la mujer preñada en el rancho.