II

LA ISLA MISTERIOSA

A más de trescientas millas al oeste de Puntarenas surge del océano una isla solitaria que fue en tiempos pasados guarida de piratas, como lo atestiguan las inscripciones puestas en las paredes de sus cavernas. No carecen de fundamento las leyendas de tesoros enterrados allí por los corsarios, pues difícil es imaginar paraje más adecuado para refugio de quienes temen la acción de la justicia. Alejada de todas las rutas marítimas, sin puertos espaciosos que puedan convertirla en estación carbonera y con una superficie de unos cincuenta kilómetros cuadrados que no permite el establecimiento de colonias considerables, la isla del Coco ha permanecido deshabitada y la poderosa nación que tres años há se adueñó de la América Central no se dignó poner en ella sus vigilantes ojos.

A ella se dirigió a todo vapor en una mañana de abril el magnífico dreadnaught Nicaragua, llevando a su bordo al Secretario de Marina y a su bella hija. Poco después de medio día divisaron los picachos de la isla y sus escarpadas costas de las cuales caen al mar innumerables cascadas pequeñas. y antes de las cinco el acorazado fondeó a la entrada de la bahía de Chatam, porque la ensenada no ofrece bastante fondo para barcos de gran calado.

Fanny se empeñó en desembarcar inmediatamente porque tenía deseos de contemplar desde uno de los riscos la puesta del sol, espectáculo incomparable en estas latitudes, y no hubo más remedio que complacer a la mimada señorita. Un bote manejado por dos buenos remeros condujo a tierra a Mr. Adams, la su hija y al' enamorado Jack, como llamaban sus camaradas al apuesto Henry Cornfield, quienes provistos de magníficos gemelos treparon penosamente a la cima de uno de los más empinados cerros. Al llegar a la cumbre prorrumpieron los tres en exclamaciones de entusiasmo. y no era para menos: el sol besando ya el horizonte, parecía por efectos de la refracción un enorme escudo rojo que matizaba las nubecillas con mil brillantes colores. En torno de la isla formaba el mar un cinturón de blanquísima espuma sobre la cual caían de los cantiles chorros de agua irisados, semejantes a los surtidores de una fuente gigantesca; millares de gaviotas como copos de nieve revoloteaban en los escollos; y el aire, saturado de emanaciones salinas, al ensanchar los pulmones comunicaba al alma una animación parecida a la que da el champaña.

Fanny recorría con sus gemelos la isla y de cuando en cuando los bajaba para mirar tiernamente a su prometido.

-Mañana -dijo- vaya pasar aquí todo el día para hacer excavaciones. Quizá daremos con el tesoro de los piratas; pero de todos modos hallaremos algunas reliquias antiguas que irán a enriquecer nuestro museo.

Su padre la miró con burlona sonrisa y le dijo: -¿Piensas ser más afortunada que todos los que han venido aquí en busca del famoso tesoro? Sería preciso re. mover todo el suelo de la isla, pues los corsarios no eran tan simples para sepultar sus riquezas en lugares tan sospechosos como las cuevas y casi siempre enterraban el producto de sus depredaciones en la playa, en donde ningún accidente visible podría denunciarlo, guardándose un plano que indicaba exactamente el sitio del entierro.

-Tengo el presentimiento de que hallaré algo -replicó Fanny- y no me iré hasta que copie las inscripciones de las grutas y excave algunos lugares.

Tomó de nuevo sus gemelos y al dirigirlos al lado noroeste de la isla lanzó repentinamente un grito de sor-presa.

-¿No me dijiste que la isla está deshabitada? -dijo mirando ansiosamente a su padre.

-Sí -respondió éste-, el último colono fue un alemán que hace unos veinte años vino aquí con su esposa y partió poco después. El Gobierno de -Costa Rica nunca se preocupó de esta isla y no sé cómo no se ha apoderado -Entonces ¿cómo se explica que haya una línea férrea y ganado vacuno?

-¡Una línea férrea! -exclamaron a un tiempo Mr. Adams y Jack, empuñando sus gemelos y asestándolos al sitio indicado por la joven.

Era imposible negarse a la evidencia: en la playa norte de la isla brillaban los rieles como dos hilos de plata y se distinguían hasta las traviesas metálicas que los sustentaban.

A corta distancia, en un herbazal, pacían cuatro robustas vacas, acompañadas de sus respectivos becerros y de una docena de cabras manchadas y gordas que ramoneaban entre la maleza.

El Secretario Adams no volvía en sí de la sorpresa.

-Esos animales -murmuró como hablando consigo mismo- pueden haber sido dejados por los últimos colonos. ¡Pero la línea férrea! ... volvarnos ya a bordo -añadió en voz alta-: dentro de poco será de noche y no conviene navegar a oscuras en mares desconocidos.

Apenas llegaron al acorazado comunicó el Secretario sus impresiones al comandante y se acordó que al día siguiente una partida de tripulantes practicase un escrupuloso registro de la isla sospechosa. Durante toda la noche se mantuvo estricta vigilancia en los barcos y los potentes reflectores eléctricos examinaron la costa y las aguas circunvecinas sin que nada anormal ocurriese.

Al amanecer se arriaron de los pescantes tres de las falúas del barco y una cincuentena de marineros y soldados bien armados se dirigieron a tierra. Desgraciadamente Fanny se sintió algo indispuesta, con dolor de cabeza y calentura, por lo que, con harto sentimiento suyo, no pudo acompañar a. los expedicionarios.

Regresaron éstos antes de mediodía, y Fanny, que yacía acostada en una silla de lona en grata conversación con su padre y con su novio, se puso de pie.

El oficial encargado de la excursión se acercó al grupo y saludó militarmente.

-¿y bien?- preguntó el Secretario sin disimular su curiosidad.

-Excelencia, hemos recorrido toda la isla y registrado sus bosques; fuera de unos miles de gatos y puercos salvajes, no hemos encontrado ni una vaca ni una cabra, ni vestigios de línea férrea.

-¡No puede ser! -exclamó cada vez más sorprendido Mr. Adams-; he visto con mis propios ojos los rieles y las traviesas de acero, cuatro vacas y varias cabras cuyo color se distinguía perfectamente. Los vieron también Fanny y Jack. ¿Verdad?

-Si -contestaron a un tiempo los dos jóvenes, no menos sorprendidos.

El oficial se quedó perplejo, sin atreverse a decir que probablemente sus ilustres interlocutores habían padecido alguna alucinación.

El Secretario de Marina permaneció con el entrecejo fruncido, visiblemente preocupado, y luego dijo al oficial: -¿Registraron ustedes con cuidado la playa noroeste, en donde vimos la línea férrea?

-Sin dejar una pulgada. Allí no hay siquiera un sendero que indique el paso de hombres ni huellas humanas de ninguna especie.

-¡Extraño! -murmuró Mr. Adams.

-Apenas comamos vamos a tierra -repuso vivamente su hija-; volvamos al mismo sitio de ayer y nos convenceremos de si en realidad fue una ilusión lo que vimos-. Asintieron su padre y su novio y a las dos de la tarde se dirigieron a la playa, acompañados de cuatro marineros armados de picos y palas.

Subieron al risco desde el cual contemplaron la víspera la puesta del sol, y sin pérdida de tiempo apuntaron los tras sus gemelos al paraje en donde vieron brillar los rieles como dos hilos de plata.

Casi simultáneamente bajaron los anteojos y se miraron mutuamente con expresión de infinita sorpresa.

La línea no estaba allí: en el herbazal no había animales y no se advertía movimiento ni vida, como si la isla fuese un vasto cementerio.

-Vamos allá -dijo después de largo silencio el Secretario.

Seguidos por los cuatro marineros que llevaban al hombro sus herramientas, se encaminaron a la playa noroeste y la inspeccionaron cuidadosamente. i Nada! En la arena húmeda y negruzca no había más huellas que las de los tripulantes que por allí habían pasado en la mañana, fácilmente distinguibles por el calzado de ordenanza y ,:lar lo reciente de la impresión.

En un riachuelo encontraron la quilla oxidada de un bote de acero y a corta distancia un montón de cenizas entre cuatro postes que sin duda sirvieron de sostén a un rancho antiquísimo. Empeñose Fanny en hacer allí una excavación y los cuatro fornidos marinos se pusieron a la obra inmediatamente, mientras el Secretario Adams, con los brazos cruzados y la ancha frente contraída por la fuerza de sus concentrados pensamientos, se mantenía algo apartado, sin prestar atención a los gritos de júbilo que su hija daba a cada nuevo hallazgo.

Desenterráronse sucesivamente una daga española del siglo XVI, un caldero de cobre recubierto de cardenillo varias monedas de plata de la misma época y finalmente unos huesos carcomidos y la mitad de un cráneo que por su forma y dimensiones pertenecía indudablemente a un individuo de raza blanca. Ordenó Fanny que inmediatamente los marineros llevasen al acorazado las preciosas reliquias y como el calor era sofocante, les recomendaron que a la vuelta trajesen dos botellas de champaña y una cesta de hielo.

El Secretario, siempre silencioso y meditabundo, dijo:

-Volvamos a nuestro observatorio. No quiero salir de esta isla sin convencerme de que en realidad fuimos víctimas de una alucinación. Una línea férrea no puede desaparecer en una hache, aun suponiendo la cooperación de centenares de obreros. Dentro de poco serán las cinco y estaremos en iguales condiciones para cerciorarnos de la realidad.

Llegaron al picacho y se renovó la sorprendente escena de la tarde anterior: el enorme sol color de sangre, el espléndido celaje, el cinturón de níveas espumas, el blanco acorazado balanceándose muellemente a la entrada de la bahía, la diminuta lancha que hacia él se dirigía, de cuyos remos goteaba el agua como una lluvia de diamantes.

El Secretario Adams parecía extasiado y los dos jóvenes, sin cuidarse de la belleza del cuadro, cruzaban sus amantes miradas y hablaban en voz baja, prestando escasa atención a las palabras que como un torrente brotaran de pronto de los labios del distinguido funcionario, quien transportado sin duda mentalmente al salón del Congreso de la gran República, comenzó así:

-Nuestra misión redentora es sublime: la Providencia nos ha designado para salvar de la ignorancia y da la miseria a estas antiguas colonias españolas, continuamente desgarradas por luchas intestinas, explotadas por ambiciosos sin conciencia ni patriotismo, atentos sólo al medre personal. Estos pueblos mueren de necesidad en medio de las riquezas naturales de su suelo, que no saben aprovechar. Guatemala y Nicaragua se sometieron sin resistencia y a las otras Repúblicas centrales las subyugamos fácilmente. Antes de medio siglo nuestra nación tendrá por límites el Océano Glacial al Norte, y al Sur el estrecho de Magallanes. Así lo exige la moral; es preciso que las leyes históricas se cumplan con la exactitud de las físicas, y que los pueblos degenerados, indignos de habitar estos ricos territorios, cedan el puesto a una raza más sana, más fuerte y emprendedora. Méjico se resiste, pero lo conquistaremos pacíficamente: todas las empresas mineras, agrícolas y ferrocarrileras importantes están en manos de compatriotas nuestros; y cuando llegue el plebiscito que ha de decidir de la suerte de ese país, contaremos con una nueva y brillante estrella en nuestro pabellón.

Mientras el señor Adams peroraba así, los dos jóvenes continuaban su charla amorosa, forjando planes para lo porvenir.

-Si yo fuera millonario -decía Jack- me construiría aquí un palacio, provisto de toda clase de comodidades, y pasaría en él el resto de mi vida dedicado a amarte. Sólo así sentiría que tú eres enteramente mía y que el resto del mundo no existe para ti.

-Sí -repuso ella- y al mes te fastidiarías y te irías en tu yate a buscar otra menos fea que tu mujer. -¡Fanny!

El Secretario, que se había sentado en una roca, se puso bruscamente de pie, lanzando un grito de asombro y levantando los gemelos a la altura de los ojos.

-¡La línea! -exclamó-. ¡Allí está!

Los dos enamorados corrieron a su lado, asestando los gemelos en la dirección de los de Mr. Adams y se quedaron pasmados. No era posible equivocarse: sobre la oscura superficie de la costa resaltaban las dos rayas paralelas de los carriles relucientes como plata bruñida y podían contarse las traviesas metálicas en que estaban enclavados. Más aún: varias vacas y cabras pastaban tranquilamente en el prado que verdeaba a corta distancia de la vía, y los tres viajeros reconocieron en ellas las mismas de la víspera.

El Secretario se restregó los .ojos como dudando de lo que veía, e iba a dirigir a sus compañeros una pregunta, cuando de improviso resonó una explosión formidable, tembló el cerro sobre el cual se hallaban y el aire comprimido les cortó la respiración.

Fanny se abrazó a su novio, con el terror pintado en sus facciones, mientras su padre, trémulo y pálido, corría al lado oriental de la roca, gritando:

-¡El acorazado!

Una inmensa y bronceada columna de humo ocupaba el lugar en donde pocos minutos antes estaba fondeado uno de los más poderosos barcos del mundo. En lo alto de la nube flotaban y descendían luego lentamente restos informes de objetos negruzcos que caían en el mar uno tras otro como las cenizas de un volcán. Lo más extraordinario era que la columna de humo parecía maciza, sin disolverse, como si contra ella no tuviese acción alguna el viento.

-¡Se ha volado el barco! -gritó Jack horrorizado.

-No, lo han volado -repuso en voz sorda el Secretario de Marina.

Fanny prorrumpió en sollozos y ciñó con sus brazos el cuello de su padre, quien ya sereno e impasible le dijo, acariciando la adorable cabecita:

-No te aflijas. Pronto vendrán a buscarnos. Es cuestión de dos días. Afortunadamente tenemos en la cesta suficientes fiambres y una botella de vino y no nos moriremos de hambre. ¡Necio de mí! Desde ayer lo sospechaba, y sin embargo, cometí la imprudencia de traerte aquí.

Luego, sacando del bolsillo un mapa de la isla que consultó un instante, añadió:

-En ese escarpado cerro de enfrente están las espaciosas cuevas que servían de guarida a los piratas en sus vacaciones. Vamos allá y pasaremos la noche, si no en blandos colchones, por lo menos al abrigo del viento y del sereno. Después, Dios dirá.

Cuando descendían del peñón divisaron, a los últimos resplandores del crepúsculo, un objeto oscuro semejante a un ataúd que se deslizaba con rapidez vertiginosa por la línea férrea y que desapareció en un recodo de la vía antes que nuestros personajes tuviesen tiempo de observarlo con sus anteojos.

Mr. Adams movió la cabeza con desaliento, como si aquella extraña aparición augurase alguna gran desgracia.

Era ya casi de noche cuando los tres llegaron a las grutas y se instalaron en la primera, tanto porque era la más ventilada, como porque a ella llegaba oblicuamente la luz de la luna llena.

El Secretario tendió en el suelo su impermeable y encima su levita, improvisando así un lecho a su querida hija. El y Jack se acostaron sobre la roca, con sus revólveres al alcance de la mano como en espera de un peligro invisible e inevitable.

Largas horas estuvieron desvelados, lo mismo que la encantadora niña, que a duras penas reprimía los sollozos para no afligir más a su padre. .

Al fin lograron conciliar el sueño a la madrugada y a las seis los despertaron los rayos del sol que penetraban oblicuamente en la cueva. Consistía ésta en un largo túnel cuya boca estaba dirigida hacia el oriente. A cada lado del espacioso cañón central había tres hermosas grutas, en parte naturales, en parte arregladas por la mano del hombre, cuyas entradas daban al zaguán central como los cuartos de una fonda. Que allí se habían alojado en los pasados siglos los bucaneros que asolaron las costas occidentales de las colonias españolas y que incendiaron nuestra ciudad de Esparza, decían lo claramente las inscripciones de las paredes, con sus nombres y fechas en inglés, así como el arreglo y distribución de las habitaciones, que podían albergar cómodamente más de un centenar de personas.

Al despertar los únicos tres sobrevivientes del Nicaragua, miráronse los dos hombres estupefactos pero sin decir palabra para no alarmar a Fanny. Lo que producía su asombro era el hecho inexplicable de que sus pistolas automáticas, dejadas en el suelo al alcance de la mano, ¡habían desaparecido!

Cuando se levantó Fanny, su padre tomó la levita y quiso consultar el mapa de la isla; pero en vano registró todos los bolsillos.

¡El mapa había desaparecido!

Encamináronse silenciosos a la playa, con la esperanza de encontrar algún náufrago o siquiera algún resto del soberbio Dreadnaught. En vano recorrieron varias veces la orilla de la bahía de Chatam: las olas se estrellaban una tras otra en la playa sin dejar ni una astilla, ni un harapo, como si un monstruo apocalíptico se hubiese tragado el barco con toda su dotación de mil quinientos tripulantes.

Regresaron sin decir palabra a su albergue, pues ya el sol picaba bastante, y mientras Fanny cogía algunas flores silvestres y curiosos insectos, los dos hombres cambiaron impresiones.

-¿Qué opina usted, Mr. Albert, de nuestra actual situación? -preguntó el mozo.

-Lo que creo, Mr. Cornfield, es que imprudentemente hemos venido a meternos en la boca del lobo. Usted debe saber que en menos de dos meses han desaparecido misteriosamente seis de nuestros más modernos y perfectos acorazados.

-¡Cinco!

-No, seis. En el banquete que nos dieron en San José recibí un aerograma en el cual se me anunciaba que el México no había llegado a su destino y que se consideraba como perdido, pues no se había recibido contestación a los numerosos mensajes inalámbricos que se le habían dirigido. Ahora no son seis, sino siete, prosiguió con amargura.

-¿De modo que Ud. cree ... ?

-Que en esta isla está la clave del misterio y que de todo corazón prefiero morir aquí con los seres que me son más queridos que ver anclar en esa maldita bahía los dos acorazados que dejamos en Sandpoint, porque estoy sequro de que correrán la misma suerte que nuestro Nicaragua.

Humedeciéronse los ojos del teniente al recuerdo de sus camaradas muertos, y cuando logró dominar su emoción añadió:

-y ¿qué será de nosotros, de Fanny?

-Tenemos víveres para dos días.

-Después, si no vienen a rescatarnos, estaremos a merced de nuestros carceleros. -¡Prisioneros! Pero ¿en poder de quién?

-Quizá pronto lo sabremos. Estamos cogidos en las mallas de una red diabólica cuyos hilos procuro desenredar desde anoche. Resignémonos por ahora y dejemos desarrollarse los acontecimientos. Tan sólo quiero hacer a Ud. una recomendación; si yo llego a faltar, cuide Ud. a mi hija y defiéndala hasta el último momento.

Estrechó el Secretario la mano de su futuro yerno, y al llegar a la gruta tomaron algunos bocados de los fiambres de la cesta, dejando para el día siguiente unos pocos emparedados y un trozo de jamón en dulce.

Esa tarde no salieron de la gruta y esperaron la salida de la luna en amena conversación con el objeto de disipar la tristeza de Fanny, cuyos intermitentes suspiros revelaban la profunda inquietud de su alma.

Durmiéronse al cabo, acariciados por la esperanza de ver al día siguiente en la bahía el barco que había de venir a rescatarlos. Cuando amaneció quisieron salir para respirar el aire matinal y contemplar el océano; pero una palidez mortal invadió sus rostros cuando siguiendo el túnel central a cuyos lados estaban las seis habitaciones, encontraron que una pesada verja de hierro obstruía la boca de la cripta.

Exarninola Jack y advirtió que no tenía goznes, sino que salía de la roca como un rastrillo corredizo. Miráronse consternados y Fanny se abrazó a su padre, llorando desconsoladamente.

Estaban prisioneros.